La acción social de la Iglesia en la historia
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La acción social de la Iglesia en la historia

Promoviendo caridad y misericordia

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La acción social de la Iglesia en la historia

Promoviendo caridad y misericordia

Descripción del libro

La auténtica caridad cristiana no es mera limosna piadosa, como muchas veces se insiste en decir. Es algo que tiene una raíz muy profunda para el cristiano y que se puede manifestar de muchas maneras en la atención espiritual y material al prójimo: limosna, atención sanitaria, enseñanza, consejo, consuelo, etc.; y, por supuesto, la oración por las necesidades ajenas y por los difuntos, y la difusión de la fe de salvación (evangelización), como el mayor don que uno puede transmitir.

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Información

Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788494604607

1. La caridad en la enseñanza y en la vida de Jesucristo

Para el cristiano, como afirma San Juan, «Dios es amor» (1Jn 4,8.16). Es ciertamente el Dios-Amor, que por amor ha creado al hombre y por amor, al verlo caído por el pecado, lo ha redimido enviando al mundo a su Hijo, la segunda Persona de la Trinidad divina, que se ha encarnado para asumir sobre Sí los pecados de los hombres, ofrecerse al Padre en inmolación por ellos en la Cruz, vencer sobre la muerte con su Resurrección y derramar el Espíritu Santo. Todo esto lo expone magníficamente el mismo evangelista San Juan en parte de su primera carta (1Jn 4,7-21), donde se puede leer también: «Carísimos, si Dios nos amó así a nosotros, también nosotros debemos amarnos unos a otros», pues «este mandamiento tenemos de Él [de Jesucristo]: que quien ama a Dios ame también a su hermano» (1Jn 4,11.21). Y poco antes: «Hijuelos míos, no amemos de palabra y con la lengua, sino con obra y de verdad» (1Jn 3,18).
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, es el modelo y el ideal de perfección para el cristiano. Toda palabra, todo gesto y todo acto de Jesucristo se convierten en normas de pensamiento y de conducta para quien es su discípulo, que a imitación suya tratará de obrar, por amor a Él, conforme a lo que transmitió con su enseñanza y su ejemplo. Y toda la vida de Cristo es la expresión máxima de la caridad: reconocimiento de la dignidad de las personas como hijos de Dios, compasión hacia los que sufren, milagros en favor de los desvalidos, llamadas profundas a la conciencia social y al amor al prójimo… y todo ello culmina con su sacrificio redentor en la cruz.
Son muy hermosas las palabras de Jesús en las que, utilizando una imagen comparativa con animales, ensalza la dignidad de las personas humanas, sobre quienes vela con amor la Providencia divina: si el Padre Celestial vela incluso por los gorriones, ¡cuánto más por los hombres!, pues «más que muchos gorriones valéis vosotros», hasta tal punto que «hasta los cabellos de la cabeza están todos contados» (Mt 10,29-31; imágenes similares en Lc 12,24.27-28). Del mismo modo, si una oveja merece el cuidado de su dueño, mucho más será merecedor de la caridad un hombre, pues «¡qué diferencia va de un hombre a una oveja!» (Mt 12,11-12). Y como Dios mira providencialmente sobre las necesidades de sus hijos los hombres, a éstos anima Cristo: «Vended vuestras haciendas y dad limosna; haceos bolsas que no envejezcan, tesoro que no se agote en los cielos» (Lc 12,33).
Ya hemos citado en la introducción la parte positiva de la exposición de Jesús acerca del examen de amor el día del Juicio Final (Mt 25,34-40), que culmina con la sentencia bien clara: «En verdad os digo, cuanto hicisteis con uno de estos mis pequeñuelos, conmigo lo hicisteis». Y es que su enseñanza está llena de exhortaciones al amor del prójimo y a la beneficencia para con él, especialmente con los más necesitados. ¿Qué mensaje más elocuente cabe que la hermosa parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37), con la que Jesús responde a la pregunta de un legista sobre quién es su prójimo? Ya en el largo Sermón de la Montaña, del que las Bienaventuranzas forman el inicio y quizá el núcleo más conocido y la suma de todo el discurso, había invitado al perdón y a la reconciliación (Mt 5,23-24), a la generosidad hacia quien pidiere algo incluso de malas maneras (Mt 5,40-42; Lc 6,29-30) y al amor para con los enemigos (Mt 5,43-48; Lc 6,27-28.31-36). En este sermón, sin duda, todos estos aspectos quedan cifrados en la denominada Regla de oro de la caridad fraterna: «Así, pues, todo cuanto quisiereis que hagan los hombres con vosotros, así también vosotros hacedlo con ellos. Porque ésta es la Ley y los profetas» (Mt 7,12; Lc 6,31). Asimismo, San Juan Bautista, su Precursor, había dicho ya: «El que tenga dos túnicas, comparta con el que no tiene; y el que tenga provisiones, haga lo mismo», y a los publicanos les había ordenado no exigir nada sobre la tasa fijada y a los soldados no extorsionar ni denunciar a nadie, además de contentarse con su paga (Lc 3,10-14).
Muchos son los milagros que conocemos por los evangelios en favor de enfermos y de otros necesitados. Algunos son especialmente bellos por el amor con que Jesús los obra, como el del siervo del centurión (Mt 8,5-13; Lc 7,1-10) o el de un leproso al bajar de la montaña (Mt 8,1-4; Mc 1,40.45; Lc 5,12-16). En las dos multiplicaciones de los panes se dice, en un caso, que «vio una gran muchedumbre y se le enterneció con ellos el corazón, y curó sus enfermos» (Mt 14,14; Mc 6,34; Lc 9,11), y en otro Él mismo afirma: «Siento compasión de la turba, pues hace ya tres días que no se apartan de mi lado y no tienen qué comer; y despedirlos en ayunas no quiero, no sea que desfallezcan en el camino» (Mt 15,32; Mc 8,2). Muy significativos también son algunos casos como el de la curación del hombre de la mano paralizada (Mt 12,9-14; Mc 3,1-6; Lc 6,6-11), donde Jesucristo se indigna y a la vez se entristece por la dureza de corazón de quienes querían acabar con Él, incapaces de sentir compasión hacia una persona sufriente.
En las tres resurrecciones recogidas en los Evangelios se manifiestan al mismo tiempo la humanidad y la divinidad de Jesucristo: sólo Dios puede obrar una maravilla así, pero paralelamente se ve que es su Corazón Sagrado el que le mueve a la compasión y a realizar el milagro. Tal es el caso bien claro de la resurrección del hijo único de la viuda de Naím (Lc 7,11-17): como traduce muy bellamente el P. Bover, «viéndola el Señor [a la madre viuda], sintió que se le enternecía el corazón con ella y le dijo: «No llores»», y a continuación resucitó al muchacho «y se lo entregó a su madre». Es muy bonito también el detalle que muestra hacia la hija del archisinagogo Jairo (Mt 9,18-26; Mc 5,21-43; Lc 8,40-56), nada más resucitarla: «Dijo que se le diese de comer»; hasta tal punto se preocupa por la salud física de la muchacha. Y en el caso de la resurrección de su amigo Lázaro (Jn 11,1-46), antes de realizarla, llora al enterarse de la noticia de su muerte.
En fin, la culminación del amor de Jesús a sus discípulos y a todos los hombres se encuentra sin duda en los momentos previos a su Pasión, cuando habla a los Apóstoles con especial afecto y les dice: «Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros, así como os amé. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,12-13); se encuentra asimismo en la institución de la Eucaristía, del Sacramento del Amor, que es el Sacramento de su Sacrificio en la Cruz y por el que amorosamente se entrega al Padre y permanece entre nosotros bajo las especies eucarísticas; y esta culminación de su amor se encuentra, en fin, en el mismo sacrificio de la cruz, cargando con los pecados de todos los hombres, pidiendo el perdón para ellos («Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34) y otorgando a su Madre, la Virgen María, como Madre para la Iglesia y para toda la Humanidad, representadas en San Juan Evangelista (Jn 19,25-27).
Por todo esto, San Pedro resume la vida de Jesús de este modo: «Pasó por todas partes derramando bienes» (Hch 10,38). Ahora bien, él mismo deja claro que no fue una simple labor de beneficencia humanitaria, sino que era el Mesías Salvador, el Hijo de Dios que se entregó a una muerte redentora en la cruz y resucitó al tercer día de entre los muertos para devolvernos la plena amistad con Dios y abrirnos las puertas de la vida eterna junto a Él.

2. Acción caritativa y labor de transformación social en la Iglesia antigua

2.1 La caridad en la comunidad apostólica y en las primeras comunidades cristianas

Movidos a imitar a Jesucristo, los apóstoles y las primeras comunidades cristianas se volcaron en una vida de caridad, tanto en el interior como hacia el exterior.
Tenemos referencias del Nuevo Testamento acerca del espíritu de amor fraterno existente en el seno de las comunidades, siguiendo el mandamiento nuevo de Jesús. Según los Hechos de los Apóstoles, «perseveraban asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42), así que un espíritu de hermandad, enraizado en la vida eucarística y de oración, caracterizaba a los discípulos del «Nazareno». Inicialmente se estableció la comunidad de bienes, orientada con miras caritativas y a la vez sobrenaturales:
Y todos los que habían abrazado la fe vivían unidos y tenían todas las cosas en común; y vendían las posesiones y los bienes y lo repartían entre todos, según que cada cual tenía necesidad. Y día a día, asiduos en asistir unánimemente al templo y partiendo el pan en sus casas, tomaban el sustento con regocijo y sencillez de corazón, alabando a Dios y hallando favor ante todo el pueblo. Y el Señor iba diariamente agregando y reuniendo los que se salvaban (Hch 2,44-47).
Aquélla, por lo tanto, era una comunidad de bienes libremente asumida, no impuesta, y buscaba el desprendimiento de las cosas materiales en favor de la satisfacción de las necesidades temporales de los demás miembros de la comunidad, así como poder perseguir con mayor facilidad la vida eterna que Cristo había prometido.
Sin embargo, muy pronto surgieron problemas derivados de la codicia humana y de la falta de sinceridad en la práctica de esta comunidad de bienes, como sucedió con el episodio de Ananías y Safira (Hch 5,1-11). Ciertas palabras exhortatorias de San Pablo reflejan los peligros que iban adjuntos a ella:
... que quien no quiera trabajar, tampoco coma. Porque oímos decir que algunos de vosotros andan desconcertadamente, no ocupados en ningún trabajo, sino ocupados en mariposear. Pues a esos tales recomendamos y exhortamos en el Señor Jesucristo que, trabajando con sosiego, coman su propio pan. Y vosotros, hermanos, no remoloneéis en obrar el bien (2Tes 3,10-13).
Como consecuencia de estos problemas, la primitiva comunidad de bienes fue desapareciendo, si bien permanecería como un ideal reasumido luego por los monjes y por otros religiosos a lo largo de los siglos, ya que se demostró que es posible vivirla en comunidades más o menos reducidas y guiadas por altos ideales espirituales, pero no de forma global para el conjunto de todos los cristianos. Además, la Iglesia reconocería siempre el derecho de propiedad. Por otro lado, si bien aquella comunidad de bienes general dejó de existir, la caridad fraterna que la había inspirado siguió firme, ahora con otras dimensiones.
Otra faceta muy importante para la vida eclesial y que desde su origen estuvo orientada hacia una vocación de servicio y de caridad, fue la institución de los diáconos en la Iglesia de Jerusalén, inicialmente siete, de entre los cuales sobresaldría el protomártir cristiano, San Esteban (Hch 6-7). En gran medida, el nacimiento de los diáconos se vinculó a la atención de las viudas y al servicio de las mesas comunes.
Asimismo, la actividad evangelizadora de San Pablo expandió enormemente el mensaje cristiano y si bien, como es normal entre seres humanos, surgieron querellas en el seno de las nuevas comunidades, el mismo «Apóstol de los Gentiles» incitó con frecuencia en sus epístolas a la caridad entre sus miembros y al auxilio mutuo de unas comunidades para con otras, con lo cual dejó bellos testimonios de lo que deben ser el amor cristiano y la atención a los más desvalidos.
No hay que olvidar una práctica a la que en parte venimos aludiendo ya, como fue la de los ágapes o comidas de comunidad, para fomentar precisamente la conciencia comunitaria y a la vez ayudar a los necesitados. Se celebraban en la casa de un miembro pudiente o en la iglesia bajo la presidencia del obispo, un presbítero o un diácono. Más adelante, Clemente de Alejandría ensalzaría el valor de estas reuniones, en contraste con las costumbres paganas.
Hacia el exterior, se llevó a cabo desde bien pronto toda una labor de asistencia en favor de sectores especialmente necesitados: las viudas y los huérfanos, los pobres, etc., mediante limosnas y con los pocos recursos entonces habidos, así como con la atención personal.

2.2 La caridad cristiana en la época de las persecuciones

Aparte de las persecuciones locales llevadas a cabo por las autoridades religiosas hebreas en Palestina y por cabecillas de grupos radicales del judaísmo, así como las incitadas por otros personajes paganos o también judíos en el Próximo Oriente, los cristianos sufrieron de forma creciente la presión del poder romano desde los años 60 del siglo I, primero de forma más local y luego cada vez más generalizada e incluso por decreto imperial, hasta que el emperador Constantino promulgó en el año 313 el llamado Edicto de Milán, que en la práctica constituía el fin de las persecuciones a los discípulos de Jesucristo y su plena libertad de culto.
En este tiempo de las persecuciones, los cristianos no sólo continuaron con muchas de las actividades caritativas que ya venían desarrollando desde los primeros tiempos, sino que incluso las incrementaron y comenzaron otras nuevas, según las necesidades lo requerían y la fe se difundía por el mundo romano. Además, ante la presión ejercida sobre ellos, los vínculos de unidad y de amor mutuos se soldaron con mayor fuerza y eso permitió consolidar la universalidad de la Iglesia. Por otra parte, hay que advertir que los cristianos se oponían al paganismo y se negaban a someterse a él, pero no luchaban contra el Estado romano, pues sabían distinguir claramente la falsedad de aquella religión respecto de las posibilidades que éste ofrecía para la armonía y el buen orden de la sociedad terrena. Es más, los cristianos, tal como afirmaban con rotundidad algunos de sus más destacados apologistas, eran fieles y ejemplares cumplidores de sus deberes cívicos (pago de impuestos, convivencia pacífica, etc.), salvo en aquello que consideraban un craso atentado a la Verdad, tal como era la exigencia del culto al emperador o a dioses paganos.
Así, pues, una de las líneas principales de la acción caritativa en los tiempos de persecución fue la atención prestada a los cristianos encarcelados, a los que se trataba de visitar, proveer de alimento, asistir espiritualmente y portar el Santo Viático.
En las celebraciones litúrgicas, especialmente del domingo, se realizaban las colectas para ayudar a los necesitados, como lo describe San Justino († 165): los que poseían bienes daban libremente de lo suyo y lo recogido se ponía en manos del obispo o presbítero, quien lo redistribuía entre los huérfanos, viudas, enfermos, indigentes, encarcelados y huéspedes extranjeros (Apología Primera, 67, 1, 6). Desde el siglo II, las comunidades disponían de dos clases de ingresos: aportaciones en dinero y limosnas en especie recogidas por los diáconos. En el siglo III se comenzó a aplicar la norma judía de diezmos y primicias, pero ante situaciones singularmente graves aumentaban las donaciones. La Didascalia siria refleja que también en las comunidades más pequeñas los diáconos desempeñaban funciones importantes en lo tocante a la caridad.
Las viudas y los huérfanos constituyeron desde el principio un sector «privilegiado» de la beneficencia cristiana, igual que en la época veterotestamentaria. Así, en el libro del Eclesiástico se podía leer: «Sé para los huérfanos como un padre, y a modo de marido para las viudas, y Dios te llamará su hijo y te será clemente y te librará de la destrucción» (Eccli/Sir 4,10). Y Jesucristo, además de la resurrección del hijo único de la viuda de Naím, a la que ya nos hemos referido, hizo otras muchas alusiones relativas a las viudas y los huérfanos y a la caridad para con ellos. Por eso, las comunidades cristianas les atenderían con gran consideración, lo cual conseguiría provocar la admiración del pagano Luciano de Samosata, más aún si se tiene en cuenta la dura situación de los huérfanos en la sociedad romana: en ella se autorizaba la exposición de los hijos no deseados y con frecuencia huérfanos y expósitos acababan en la esclavitud o la prostitución; aparte de algunas excepciones entre los paganos, sólo los cristianos crearían instituciones para asistir a estos niños. La Didascalia señalaba al obispo como responsable de la acción de la comunidad hacia niños y niñas huérfanos y advertía que los cristianos tenían el deber de recoger a los que encontraban, para que luego él los confiase a alguna familia cristiana y promoviera su futuro matrimonio y un futuro trabajo. Las viudas pobres ...

Índice

  1. Advertencia
  2. Breve cv del autor
  3. Prólogo
  4. 1. La caridad en la enseñanza y en la vida de Jesucristo
  5. 2. Acción caritativa y labor de transformación social en la Iglesia antigua
  6. 3. Caridad y acción social en la Iglesia medieval
  7. 4. Valor de las obras y acción social en la Iglesia moderna
  8. 5. Caridad y catolicismo social en la Iglesia contemporánea
  9. 6. Conclusiones
  10. 7. Referencias bibliográficas