RELACIONES MÉXICO-ESTADOS UNIDOS. ARQUITECTURA Y MONTAJE DE LAS PAUTAS DE LA GUERRA FRÍA, 1945-1964
Lorenzo Meyer
IDEAS GENERALES
A LA LARGA, LA DIFERENCIA en los elementos de poder entre los actores del sistema internacional acaba por determinar los resultados de su interacción, pero no siempre. Son numerosos los ejemplos de coyunturas donde el actor objetivamente más débil puede acumular recursos y maniobrar de tal manera que el más fuerte pero con una agenda complicada que le obliga dispersar su poder en varias arenas, termina por aceptar un resultado que no corresponde a la asimetría de poder entre las partes. Las relaciones de México con su vecino del norte ofrecen varios ejemplos de lo anterior. El más notable fue la forma como el gobierno de Venustiano Carranza, en el segundo decenio del siglo XX, y en una etapa en que el Estado mexicano casi había dejado de existir como resultado de la guerra civil, pudo, no obstante, sostener la esencia de sus posiciones frente al proyecto que el gobierno de Woodrow Wilson tenía en relación a México. Desde luego, el resultado del choque entre México y los gobiernos norteamericano y británico a raíz de la expropiación de la industria petrolera en 1938, es otro ejemplo clásico de un país débil que, en una coyuntura favorable, maniobra de una manera tal que termina por imponer su interés nacional por sobre el de las grandes potencias.
La ideología es un elemento que, a veces, juega un papel importante en las percepciones que un actor internacional tiene en torno a sus intereses y los posibles motivos y acciones de aliados, adversarios o neutrales en la arena internacional. Las grandes potencias contemporáneas cuentan con servicios para recabar e interpretar la información de los otros, lo que les da ventaja sobre ellos. Sin embargo, el filtro ideológico puede distorsionar en exceso la realidad sobre la que se tiene que actuar y esa distorsión se convierte en un elemento que puede impedir la aplicación eficaz de los instrumentos de poder. En el caso que se examina en este artículo, la Guerra Fría llevó al gobierno de Washington a llegar a interpretaciones no muy exactas de algunos procesos políticos mexicanos; esas distorsiones en la interpretación de los datos tuvieron efectos prácticos en las relaciones entre los gobiernos de México y Estados Unidos.
Una tercera consideración general de lo que aquí se estudia, es el carácter relativo de la soberanía. La influencia que ejercen las grandes potencias sobre los procesos internos de los países que están dentro de su zona de influencia pone límites a su capacidad de autodeterminación. En el caso específico del México contemporáneo, la explicación fundamental de la naturaleza de su desarrollo político se debe buscar básicamente en sus procesos internos. Sin embargo, teniendo a su lado a una superpotencia, la vecindad se convierte en una variable que puede explicar ciertos desarrollos internos.
INTRODUCCIÓN
La vecindad combinada con la diferencia creciente en la eficacia de sus respectivos sistemas de gobierno y las disparidades en sus economías, demografía y en la fuerza militar entre México y Estados Unidos, llevaron a que muy pronto en el siglo XIX la posición mexicana frente a su vecino del norte se consolidara como básicamente defensiva y se convirtiera en el elemento central de su política exterior. Desde la violenta separación de Texas de México en 1836, el “factor norteamericano” ha funcionado como el eje de la política externa mexicana y, justamente por eso, ha sido una influencia constante aunque a veces indirecta, en el proceso político interno.
La disparidad original de poder entre México y Estados Unidos no ha hecho sino crecer, al punto que hoy tiene pocos paralelos en otras relaciones de contigüidad. Sin embargo, esa asimetría de poder no ha significado que siempre las dirigencias mexicanas hayan terminado por cumplir con las exigencias de Washington. A veces la resistencia mexicana ha sido clara, en otras ambigua y en ocasiones de plano ha estado ausente; a veces ha fallado pero otras ha sido más o menos exitosa. Como sea, esa relación es la esencia de la historia de la política exterior mexicana y parte importante de su historia general.
La Guerra Fría, que por casi medio siglo libraron Estados Unidos y la Unión Soviética en la segunda mitad del siglo XX, sólo se convirtió en caliente en las zonas periféricas. En el caso de México, los efectos de ese magno choque nunca fueron directos, pero eso no evitó que sus reverberaciones se sintieran y a veces dejaron marca. Entre esos efectos locales del conflicto global, destaca el haber justificado y legitimado al sistema autoritario mexicano en el exterior y, por tanto, contribuir a su legitimidad interna. Y es que una vez que quedó claro en la segunda mitad de los años cuarenta que el proceso político mexicano no volvería a correr por la izquierda, la permanencia del régimen del PRI aseguró a Estados Unidos el contar con un régimen sin ligas sustantivas con el bloque comunista y que, además, garantizaba estabilidad a lo largo de los 3 152 km de su frontera sur. Sin embargo, para sostenerse, el autoritarismo priista, heredero del nacionalismo revolucionario, no podía permitirse una identificación incondicional con los intereses norteamericanos; tenía necesidad de mostrar una independencia relativa para que el nacionalismo siguiera generando la legitimidad que la ausencia de democracia no forjaba. Fue por ello que entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y mediados de los años sesenta existió una cierta tensión entre el anticomunismo militante e intervencionista de Estados Unidos en su zona de influencia y el interés del régimen mexicano por mantener y hacer visible un cierto grado de autodeterminación frente al poder hegemónico.
Entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y la conclusión del gobierno de Adolfo López Mateos, la relación política entre Washington y la Ciudad de México se vivió como un estira y afloja que finalmente condujo a la conformación y aceptación de las reglas de un acuerdo no escrito pero que ambas capitales conocían. Mario Ojeda las resumió de esta manera: Estados Unidos, para sostener la legitimidad de su régimen, toleraría la disidencia mexicana en temas importantes pero no vitales para Washington; por su parte, México no confrontaría a Estados Unidos en temas considerados vitales para el interés nacional norteamericano. El proceso que llevó a este entendimiento informal pero generalmente observado, es el eje de este estudio.
EL PUNTO DE PARTIDA: 1945 O LA “PEQUEÑA Y ESPLÉNDIDA GUERRA”
Para México, especialmente para su gobierno y clases dirigentes, 1945 fue un buen año. El país había quedado del lado de los vencedores de la guerra más cruenta librada hasta entonces y el costo había sido muy pequeño, casi inexistente. Por otra parte, la relación de México con su poderoso vecino parecía ir por el mejor de los caminos posibles. Problemas entre ambos países los había, pero en comparación con el pasado, eran secundarios y, sobre todo, manejables.
Oficialmente, la Segunda Guerra Mundial le costó al ejército mexicano la vida de sólo cinco pilotos que murieron en combate en el Pacífico, tres que perecieron en su entrenamiento y dos más que iban a ser reemplazos. En ese sentido, y sólo en ese sentido, el brutal conflicto donde perdieron la vida entre 62 millones y 78 millones de personas en el mundo, puede ser calificado desde la perspectiva mexicana de la manera como lo fue, desde la norteamericana, la guerra hispano-americana de 1898: una “splendid little war ”.
Formalmente, México había entrado en guerra tras el hundimiento de varios de sus buques petroleros por submarinos alemanes, pero la única presencia formal del ejército mexicano en los teatros de guerra consistió en un escuadrón de caza –el 201– que apenas si tuvo oportunidad de operar entre junio y agosto de 1945. Sin embargo, entre 15 000 y 30 000 ciudadanos mexicanos fueron reclutados en el ejército norteamericano y posiblemente entre 250 000 y medio millón de mexicano-americanos también sirvieron en ese ejército mientras duró el conflicto. En noviembre de 1945, el presidente norteamericano, Harry S. Truman, que había asumido el poder como consecuencia de la muerte de Franklin D. Roosevelt, felicitó oficialmente al presidente mexicano por “la esplendida conducta” de sus soldados.
En un sentido amplio, la contribución mexicana al esfuerzo bélico aliado debe de incluir también el acuerdo comercial de 1940 que facilitó la exportación de materias primas estratégicas a Estados Unidos, así como a los trabajadores “braceros” que por millares –dentro o fuera de los términos del acuerdo de 1942– fueron a sustituir a los norteamericanos reclutados en el ejército en tareas agríc...