1. La conducción
«Enhorabuena, Eleuterio. Recoja sus cosas; se va en conducción a una cárcel de régimen abierto. La mejor de todas: Alcalá de Henares.» Era el jefe de servicios del penal de Córdoba, el que me llamó a su despacho para darme la noticia. Me quedé anonadado.
Aún seguía bajo los efectos de la impresión inicial. En mi fuero interno se libraba una cruel y despiadada batalla que me dejaba exhausto. Tan pronto exultaba, luego una voz me decía: «¡Ojo, Eleuterio, no te fíes, no los creas! ¿Te has olvidado de quiénes son, de que siempre jugaron sucio contigo? ¿Qué te hace pensar que ahora puede ser diferente?».
No sabía qué partido tomar. La incertidumbre me habitaba. La zozobra me quemaba el pecho. Me sacaron de la mortífera rutina y me pusieron en movimiento, al tiempo que me contaban una bonita historia. Verdad o no, tenía una cita, iba a su encuentro. Pronto conocería el resultado. Por otra parte, me parecía casi imposible que alguien pudiera hacerme más daño; había, desde tiempo ha, tocado fondo y era dudoso que mi situación pudiera alguien empeorarla más.
La noticia me cogió desprevenido. Llevaba más de un año esperando ser liberado por aplicación del decreto de la amnistía. Vi cómo salían los etarras, GRAPO, FRAP, y algunos presos comunes juzgados igual que ellos por la maldita Ley de Bandidaje y Terrorismo. La misma ley que me condenó —quince años antes— a muerte (ahora se viene hablando de anular esos procesos por la Ley de la Memoria Histórica, que ya se la han cargado casi antes de nacer). Por ello, ante la noticia inesperada de mi traslado, no sabía si reír o llorar. En todo caso no era una decisión seria: me pareció una cruel ironía llevar al Lute a una cárcel de régimen abierto para que él mismo fuera su propio carcelero.
Así fue. No me aplicaron la amnistía —como a todos los presos juzgados por tribunales especiales militares, ya fuera su delito de intencionalidad política o no— porque, «¡con la guerra que había dado el personajillo Lute!», nadie se atrevió, en aquellos momentos convulsos, a ponerle el cascabel al gato. Y me utilizaron —una vez más— como escaparate publicitario de reinsertado social y modelo cívico.
El furgón que me traslada a mi destino es lento pero seguro. Lo molesto es que llevo las manos esposadas y sujetas en medio con otras que me fijan al banco en donde me asiento. Estoy ligeramente ladeado, girado de tres cuartos. Ya digo, muy molesto. Una molestia gratuita, pues si voy, como aseguran, a una cárcel de régimen abierto, ¿para qué esta desconfianza y alarde de seguridad? Pues donde voy no hay rejas, ni muros ni garitas con picoletos custodios. ¿Acaso me han engañado?…
Por fin atravesamos Madrid y poco después llegamos a la ciudad natal del «Loco más cuerdo que tuvo la tierra». El propio Cervantes la definió con buen tino como «pueblo de las tres ces»: conventos, cárceles y cuarteles. Y haberlos haylos por doquier.
El portón se abre y al otro lado aparece un boqui joven, el cual me saluda amablemente:
—Hola, Eleuterio, llegas con retraso. Te estábamos esperando… —Y sin más preámbulo le ordena a mis ángeles custodios—: Quítenle las esposas.
Los guardias se miraron uno al otro sorprendidos, como si no hubiesen oído bien.
—¿Cómo, aquí?
—Sí, hombre, quítenselas. Este señor va a régimen abierto.
«¡Aleluya! ¡Eureka, alegraos hermanos, no me han engañado!» Estaba atónito. En sólo unos segundos pasaba de un extremo a otro y el cambio me dejaba como idiotizado.
Mis ángeles de la guarda se fueron (buen viaje de regreso). El boqui me pasó rápidamente a una oficina para hacerme la ficha, tomarme las huellas dactilares y todo el formalismo del ingreso. Luego me encaminó por pasillos y patios interiores del penal, al tiempo que me dijo —sin duda al notar mi desconcierto:
—Tú, tranquilo… no te preocupes. Aquí vas a estar bien, ya lo verás.
«¿Aquí ha dicho?», pienso temeroso en un relámpago. Mas le pregunto, para tirarle de la lengua:
—Pero, esto no es una cárcel de régimen abierto ¿no?
—No, es un Centro de Cumplimiento. La Sección Abierta está al otro extremo, donde antes estaba la huerta del penal… Allí vamos ahora.
«¡Uf, qué alivio!», suspiro profundamente y algo extrañado, le pregunto:
—¿Y éste es el único acceso?
—No. Tiene entrada independiente, que da a la calle. Sólo entran por aquí los ingresos. Aquí se queda el expediente, se les hace la ficha, etc… Oficialmente la Sección Abierta pertenece al penal. Pero tú, tranquilo; no volverás a entrar aquí hasta que te llegue la libertad.
«Eso está bien.» Cómo le agradecí al boqui estas aclaraciones. Porque, de veras, fue un día desconcertante. Estaba bastante atolondrado. No salía de una sorpresa cuando estaba metido en otra. Por fortuna era un boqui amable, se podía hablar con él y me hizo toda clase de aclaraciones, lo cual es bastante excepcional. En resumen, iba a una cárcel abierta. De eso no me cabía ya duda. Minutos más tarde lo pude comprobar yo mismo.
Tres edificios iguales alargados en forma de túnel, ubicados sobre un cuadrado irregular, forman la tan afamada Sección Abierta de Alcalá de Henares, flor y nata del universo carcelario. La parcela es reducida, ahogada por muros y tapias altas; no está orientada al exterior. Pese a ello, la impresión inicial es buena. Hay arbolitos, césped y un jardín bien cuidado. Más que cárcel, posada o cuartel parece un colegio mayor improvisado, una especie de elegantes barracones construidos con materiales ligeros prefabricados. Sencillo, humilde, pero alegre y funcional. Todo está en orden, huele a limpio. Pero sobre todo, no hay rejas (he aquí lo que importa; se respira paz y una cierta libertad condicionada). En una palabra, es un medio paraíso para el preso recién llegado de un penal.
La garita enclavada en el muro, con el civil en lo alto, me dio mala espina (luego supe que el guardia no estaba allí para vigilarnos a nosotros). Una puertecita de chapa comunica directamente con la libertad. Da al Paseo de la Sección, camino vecinal jalonado de chopos, a lo largo del cual forman caravana inmóvil los coches aparcados de los presos. Frente a la puerta de salida, el Fichero Nacional, un enorme edificio de varias plantas, dominado, por arriba y por abajo, por guardias custodios. En el ángulo noroeste, la Cárcel Militar —ya en desuso— con garitas ubicadas en lo alto del muro (aún impresionan). Por el otro costado, al sureste, el penal —único penal para mujeres en toda la geografía española— (hoy absorbido por los hombres) y al noroeste, el penal de entrada, o sea, al que pertenecen todos los campusianos (preso en régimen abierto) oficialmente. En resumen, que la tan ponderada Cárcel de Régimen Abierto de Alcalá de Henares está rodeada de prisiones y penales. Lo cual —¡qué fastidio!— hace difícil que el campusiano se olvide de que está realmente preso. Al menos en los primeros momentos.
—Siéntate. Supongo que estarás cansado y sediento del viaje —me dice amistoso el boqui que me recibe en la Sección Abierta, y antes de que pueda contestarle me suelta a bocajarro—: ¿Quieres una cerveza?
«¿Cómo?, ¿qué?, ¿he oído bien?» Asiento… Una cerveza… No estaba acostumbrado a esta clase de tratamiento y me quedé perplejo ante su amabilidad.
Fue curioso, él me tuteó desde el principio. Yo, en cambio, le trataba de usted. Eso me chocó un poco. Más tarde supe que era la norma que regía allí. No me gustaba. Me parecía fuera de lugar. Tenía la sensación de que se establecía una especie de relación amo-esclavo, hasta que me di cuenta de que se trataba de puro formulismo.
Sobre la fachada de entrada hay un rótulo con grandes letras doradas: «Sociedad, concédenos el olvido del pasado y te ofrecemos la promesa de un hombre nuevo». «¡Lagarto!, ¡lagarto!, ¡eso lo ha parido un mojigato!», pensé en el acto. El poder, para dominar, siempre recurre al lenguaje oscuro y del misterio, creando en los hombres la ilusión de un paraíso, lo que en realidad es un infierno.
Tanto en uno como en otro caso, de una cosa estaba seguro: mis penurias talegueras (carcelarias) tocaban fin. Había cruzado el Aqueronte y me adentraba en una nueva y luminosa vida. ¿Qué novedades me iba a deparar? ¿Me quedaría mucho tiempo más en esta cárcel de régimen abierto? Eso era un enigma. Todo apuntaba hacia una pronta liberación. En realidad la libertad me la habían dado ya desde el instante en que abandoné el penal de Córdoba. Se trataba de una libertad a plazos, de una liberación en dos tiempos.
A partir de ese día todo fue distinto. Mi vida, en sólo unas horas, había dado un giro de ciento ochenta grados. No me lo podía creer. Tenía momentos de perplejidad, durante los cuales me repetía una y otra vez: «Eres libre, casi libre… y lo que te falta lo puedes tomar cuando quieras».
En eso también me equivocaba. La libertad lo altera todo; es un don inconmensurable, imposible de prever. Una sensación única en su singularidad. Seguramente la más fuerte de cuantas sensaciones pueda ofrecérsele al ser humano. Nunca se está del todo preparado para recibirla. Pues en la cárcel, después de un tiempo, se pierde contacto con la realidad, y los pensamientos, sin advertirlos, se transforman, por mecanismo de autodefensa, en ficción, en mera irrealidad.
Me dediqué durante un buen rato a inspeccionar los aledaños. Absorto en el paisaje, me olvidé del tiempo, cuando de repente me sorprendió oír la voz del boqui que me llamaba amablemente:
—Recoge tu equipaje y ven conmigo. Te voy a mostrar tu dormitorio.
Por la noche, cuando mis nuevos compañeros regresaban del trabajo (el régimen abierto carcelario no se concibe sin un trabajo en el exterior), me recibieron, entre sorprendidos y expectantes, con muestras de cordialidad y, en algunos casos, de cariño. De entre ellos reconocí algún que otro preso llegado de penales de primer grado. De hecho, esta cárcel abierta está reservada para una casta especial de presos, presos «modélicos»: «Conducta intachable», «delitos humanamente comprensibles». En fin, muchos enchufados e hijos de papá. Lo que no excluye que, de vez en cuando, se hiciesen algunas excepciones.
2. Tamaño natural
Consideración aparte merecen los medios de comunicación: prensa, radio y televisión. En efecto, éstos no me dieron tregua ni descanso. No quiero decir que lo hicieran por maldad o con mala intención, ni mucho menos. Ellos sólo iban a lo suyo, pero a mí me destrozaron.
Las dos primeras semanas de mi salida del penal de Córdoba no fueron ni día ni noche; fue tiempo indefinido; fue una continuación extraña de días y noches, sin que supiera bien dónde empezaba y terminaba. El penal no prepara a los hombres para esta clase de lances. La cárcel es el negativo de la vida, un orden geométrico de tumbas en fila. Para entender mi caso particular es menester comprender que, a la sazón, era yo un preso que había padecido durante muchos años la casi total incomunicación, que acababa de salir de una celda, donde había obtenido, en forma autodidacta, gran parte de mi bagaje cultural. De repente me ponían bajo los focos de la notoriedad nacional. El cambio fue brutal. Estaba solo frente a todos, frente a mi ignorancia, solo frente a mis fantasmas. De veras, lo pasé mal.
Creía —como tantas fantasías forjadas en el presidio— estar a cubierto, mitridatado del mito «Lute», de su escandalosa y desproporcionada fama, con la que vastos sectores sociales me asaetaron desde casi el comienzo de mi caída. Sobre ella me habían dicho, había oído, leído y observado, y en base a ese efímero conocimiento me había yo preparado una especie de coraza protectora. Todo inútil. Me equivocaba. Ni siquiera eso, pues en realidad lo que sucedía es que apenas sabía de ese personaje tan próximo y al mismo tiempo tan lejano a mi persona. Cuán poco conocía de su proyección social. La Sección Abierta me sacaba de mi ostracismo milenario, poniéndome al desnudo frente a este personajillo, mitad mito, mitad héroe. Mi vida anterior había discurrido entre cárceles y fugas, apartado de la comunidad, de sus corrientes v...