Breve historia Socialismo y del  Comunismo
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Breve historia Socialismo y del Comunismo

Javier Paniagua Fuentes

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Breve historia Socialismo y del Comunismo

Javier Paniagua Fuentes

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Este libro narra el proceso histórico de ambos movimientos herederos directos de los postulados de Marx. Aquí se describe el nacimiento, el desarrollo y la evolución de cada uno de ellos. En ese sentido, se hace un repaso de las propuestas de los socialistas utópicos y la posterior formación del marxismo teórico y político. Asimismo, se estudian los cambios económicos y la aparición de los partidos socialistas, principalmente europeos y la formación de la II Internacional. Dentro de ese contexto, el libro permite entender el proceso social que deviene en la Revolución rusa y la aparición de los partidos comunistas. Posteriormente se analizan las repercusiones de los fascismos y las consecuencias de la II Guerra Mundial, que dividirá definitivamente a la socialdemocracia de los comunistas. Finalmente, mientras se hace un repaso del proceso de cambio que vive la socialdemocracia que incluso llega a aceptar el libre mercado, también se describe cómo ha quedado el comunismo después de la Perestroika.

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Información

Año
2019
ISBN
9788497637879
1
De los precursores de Marx
a la formación del marxismo
teórico y político
Desde una concepción amplia, podríamos fijar los antecedentes del socialismo en el mismo pensamiento humano. La preocupación por mejorar las condiciones sociales se remontan a diversas culturas. Akhenaton, el faraón egipcio, o Confucio, en China, hacen referencia en el siglo XIV a. C. y en los siglos VI y V a. C., respectivamente, a la necesidad de igualdad de todos los seres humanos y a extender la educación entre toda la población. De igual manera, existen testimonios en la Grecia clásica y en la Roma antigua, como la propuesta de la sociedad ideal de Licurgo para la ciudad de Esparta, que Platón cita en sus obras del siglo IV a. C. Durante la Edad Moderna, la rebelión de los campesinos alemanes en el siglo XVI, bajo la dirección del anabaptista Munster, proponía la abolición de la propiedad privada. También durante la época de Oliver Cronwell los llamados levellers, o «niveladores», planearon, una centuria más tarde, una estructura social igualitaria e incluso algunos cultivaron las tierras comunales para distribuir la producción entre todos. De igual manera, podemos encontrar formas de socialismo en las reducciones jesuíticas establecidas entre los guaraníes de Paraguay en el siglo XVIII, con una organización social donde no existía el dinero y la tierra, los edificios y el ganado estaban colectivizados. Asimismo, durante la Edad Moderna se escribieron diversas «utopías», como la de santo Tomás Moro en 1516 o la de La ciudad del sol, de Tomás Campanella, en 1623, en las que se proponía la propiedad comunitaria.
Pero hasta la Revolución Francesa y la Revolución Industrial no surgen propuestas de lo que realmente entendemos como socialismo o comunismo, que irán extendiéndose en los siglos XIX y XX.
LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL CAMBIA EL MUNDO
Desde la Baja Edad Media hasta bien entrada la Edad Moderna (entre los años 1300 y 1700) los cambios económicos y sociales en Europa se sucedieron de manera lenta. Las ciudades acogieron los oficios, y las cortes de los reyes, que iban imponiéndose a la nobleza, exigían reflejar ese poder absoluto que las monarquías europeas querían representar, lo que comportaba nuevas construcciones, nuevos objetos decorativos y nuevas maneras de vestir. El lujo se convirtió en un elemento demandado por esos monarcas y nobles que disfrutaban de las rentas de sus tierras y de los tributos que los vasallos o siervos rendían a sus señores. Pero el sistema feudal en que se basaba el Antiguo Régimen empezó a ser cuestionado cuando aparecieron nuevas maneras de producción, al tiempo que se creaban inventos que mejoraban las formas de labranza. A principios del siglo XVIII, un campesino labraba 0,4 hectáreas por día con un arado tradicional uncido a un buey, pero a finales del mismo siglo el arado se había perfeccionado y se utilizaba el caballo, lo que permitía labrar el doble en un día. Trabajar la tierra se hizo rentable con unos costes de producción menores y un considerable aumento de la productividad en las tierras cultivadas. Los productos podían venderse a precio más bajo y los propietarios veían incrementarse sus beneficios. Con la introducción de nuevas técnicas se producía, al mismo tiempo, la concentración de la propiedad y el abandono del sistema comunal de cultivos.
En Gran Bretaña, el Parlamento dictó normas sobre la concentración de la propiedad y estableció los cercamientos (enclosures). La aristocracia y los campesinos más afortunados se hicieron propietarios de grandes explotaciones, mientras los más pobres tuvieron que abandonar sus hogares, trasladarse a las ciudades y emplearse como mano de obra barata en talleres y en las nuevas fábricas que cambiaron las formas de producción. En ellas empezó una nueva forma de trabajo que, dado que subsistieron los trabajadores autónomos de los oficios, no sería hegemónica hasta el siglo xx. Las máquinas, movidas por el vapor, concentraban en un mismo espacio a los obreros que realizaban partes diferentes de un producto, no como los artesanos que eran responsables de todo el proceso desde el principio al final. La división del trabajo alteró, poco a poco, las formas de producción al tiempo que el feudalismo entraba en decadencia: los trabajadores ya no estaban obligados a permanecer en la tierra en que habían nacido y trabajar, o proporcionar una parte de su cosecha al propietario aristócrata o eclesiástico.
Muchos artesanos y trabajadores que combinaban las faenas del campo con la elaboración en sus casas de materiales que recibían de los comerciantes vieron cómo su trabajo disminuía, y manifestaron su protesta con la destrucción de las máquinas. Esta forma de violencia se conoce con el nombre de «movimiento ludita», en referencia a la figura mítica del británico Ned Ludd, cuya fama se extendió por los actos de destrucción de los nuevos inventos. En España, la primera acción ludita tuvo lugar en Alcoy, en 1821, cuando más de 1000 trabajadores de esa comarca valenciana que trabajaban en sus domicilios para la industria textil —elaborando con la materia prima que les proporcionaba un comerciante un producto, o parte del mismo— destrozaron las máquinas que algunas empresas habían introducido.
A partir de entonces, de esas primeras décadas del siglo XIX, se trabajaría por un salario que, aunque dependería de la oferta y la demanda, generalmente estaba en el límite de la subsistencia, lo que condicionaba unas formas de vida duras, sin regulación de los horarios de trabajo que sobrepasaban las catorce horas diarias, y sin ningún derecho si los trabajadores se enfermaban o si llegaban a una edad en que ya no podían soportar la dureza de la jornada laboral y las condiciones laborales. Los lugares de trabajo no tenían la ventilación adecuada ni una iluminación propicia. Muchas mujeres y niños que habían perdido a sus maridos y padres tenían también que emplearse para poder alimentarse. El escritor británico Charles Dickens reflejó en muchas de sus novelas las miserables vidas de los obreros industriales. La segunda novela de Dickens, Oliver Twist (1839) es uno de los testimonios más significativos, o La isla de Jacob, donde una prostituta es humanizada como víctima de los cambios sociales, mujeres que eran tachadas de «desafortunadas», inmorales víctimas inherentes a la economía del capitalismo. La casa desolada y La pequeña Dorrit expresaron duras críticas hacia el comportamiento de las instituciones y la moral hipócrita de la época de la reina Victoria, la llamada «era victoriana».
Surgieron instituciones que trataron de paliar estas paupérrimas condiciones de vida, como las casas de beneficencia. En Gran Bretaña se crearon los talleres de trabajo, las workhouses, donde se internaba a indigentes o niños huérfanos a los que se obligaba a trabajar con un régimen disciplinario estricto. En Francia, la Revolución (1789-1815) abolió los derechos feudales sobre las tierras y su propiedad pasó a los campesinos que las labraban, y lo mismo ocurrió en España con la desa mortización de las tierras de la Iglesia. A medida que se desarrollaba la industrialización y los problemas que creaba, la «cuestión social» se convirtió en tema tratado por escritores, ensayistas, economistas, religiosos, filántropos, legisladores y gobernantes, y adquirirá matices interpretativos distintos según autores y épocas.
La dialéctica entre la libertad individual y la lucha por conquistar, mediante la asociación, mejoras en las condiciones de vida o cambiar radicalmente el sistema capitalista fue el eje sobre el que giró la dinámica de los combates sociales de aquellos que vivían en los límites de la subsistencia. Ya en la Francia revolucionaria estalló, en 1796, la «Revolución de los Iguales». Se trataba de una insurrección protagonizada por los seguidores de François Noël Babeuf para derrocar al Directorio e implantar un gobierno revolucionario. Babeuf fue el primero en exponer un programa revolucionario en su Manifiesto de los iguales, publicado en noviembre de 1795, que suponía una concepción radical de las relaciones económicas donde el comunismo distributivo y de consumo se convertía no en una utopía sino en una propuesta ideológica. Intentó construir una sociedad donde no existiera la propiedad privada y se estableciera la comunidad de bienes y de consumo, pero nunca abordó cómo se realizaría la producción. Insistió mucho en la colectivización de la tierra y por ello su comunismo tiene connotaciones agraristas. Representó un salto cualitativo en las manifestaciones y reivindicaciones de los sans-culottes, los artesanos, campesinos y obreros que fueron las bases de los jacobinos, que manifestaron durante la Revolución Francesa el malestar por el alza de los precios de los alimentos de primera necesidad, especialmente el pan, y la necesidad de que se pusiera coto a los cambios de los precios en función de la especulación del mercado. Fracasado su intento, Babeuf murió en la guillotina.
La Asociación de Trabajadores de Londres, que se organizó a principios de los años 30 del siglo XIX por la acción de un ebanista, sin tener todavía un carácter sindicalista, proclamó, en 1838, la Carta del Pueblo. La presentaron en el Parlamento con la intención de conquistar los derechos políticos para todos los ciudadanos, sin distinción de rentas. También reivindicaban mejores viviendas, comida y una jornada laboral más corta. En 1840 se crearía la Asociación Nacional Cartista con el propósito de luchar por los derechos de «la Carta», pero la división entre sus líderes impidió conseguir alguno de sus propósitos. Experiencias similares surgidas en otros países europeos sensibilizaron a los Gobiernos respecto a que no podían inhibirse ante la «situación social» de la clase obrera. Esta todavía no había creado alternativas propias, tan solo algunas asociaciones de oficios que apuntaban a lo que después sería el movimiento sindicalista y los partidos obreros. El sindicato, es decir, la unión permanente de los trabajadores para defender sus intereses, surgiría como tal a finales del siglo XIX y propició la conciencia de que la clase obrera tenía objetivos distintos a los de los propietarios de los medios de producción.
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Babeuf quiso hacer popular la Revolución Francesa.
Pero sigamos con las transformaciones económicas promovidas desde el siglo XVIII. Los cambios de la revolución agraria tuvieron efectos inmediatos sobre la industria del hierro con la fabricación de nuevos aperos de labranza. Posteriormente, los agricultores demandaron, además de máquinas movidas por el vapor, fertilizantes, estimulando la industria química. Además, buena parte del capital acumulado por la agricultura se invirtió en la industria en unos tiempos en que la expansión colonial británica estaba en auge.
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Campesinos convertidos en obreros.
El aumento del comercio más allá de las fronteras de los Estados proporcionó la expansión del capitalismo por todo el mundo y se intensificó la colonización para conseguir materias primas a costes bajos. Esta expansión comercial, iniciada por Gran Bretaña, influyó en la construcción de barcos más potentes y rápidos. Y las rentas obtenidas del comercio fueron, también, un factor de inversión para la producción industrial. A partir de 1830 la expansión del ferrocarril permitió un transporte más fluido de mercancías y pasajeros y una expansión de la industria siderúrgica.
Las ciudades, que comenzaron a desarrollar las nuevas formas productivas, crecieron en el extrarradio de manera improvisada, con nuevos suburbios donde residían los trabajadores en condiciones muy precarias. Las casas, generalmente construidas por ellos mismos, estaban exentas de las condiciones de salubridad mínimas y en ellas se hacinaban las familias que emigraban del campo a la ciudad.
La explosión demográfica que se inició en el siglo XVIII se afianzó durante el siglo XIX: las tasas de mortalidad fueron disminuyendo, al tiempo que la natalidad se mantenía alta. Fue desapareciendo la pandemia de la peste bubónica que hasta el siglo XVII había tenido efectos catastróficos sobre la población, y aunque todavía hubo epidemias importantes de peste junto a otras como la gripe, el tifus y el cólera, los cordones sanitarios que el Ejército imponía, aislando las zonas infectadas, permitieron controlar los focos infecciosos. A partir de mediados del siglo XIX, los nuevos descubrimientos mé dicos —entre ellos las vacunas— también contribuyeron a paliar los índices de mortalidad. Pero, sobre todo, la revolución agraria posibilitó una mayor abundancia de alimentos que mejoró la salud de la población, junto a medidas higiénicas en las grandes ciudades a través de la canalización de las aguas fecales y el cambio de costumbres en el aseo personal.
Todos estos cambios comenzaron, como hemos apuntado en varias ocasiones, en Gran Bretaña y fueron extendiéndose, en más o menos tiempo, por toda Europa hasta llegar, en el primer tercio del siglo XX, a Rusia y los países de la Europa oriental, para abarcar, en el siglo XXI, a todos los continentes. Si la industrialización no ha tenido el mismo grado de desarrollo en todas partes, y aún quedan muchas zonas sin industrializar, sus efectos económicos y sociales han afectado a la inmensa mayoría de la población mundial.
Pero la Revolución Industrial no fue solo una revolución tecnológica que proporcionó mejoras en la agricultura y la producción en serie. Significó un cambio radical en las relaciones de producción que acabaron con el sistema feudal de vasallaje y posibilitó la libertad de comercio y contratación de la mano de obra con el fin de sacar el mayor beneficio posible al menor coste. Esta nueva etapa, que se conoce con el nombre de «capitalismo», alcanzaría progresivamente a casi todos los rincones de la tierra.
LOS IMPROPIAMENTE LLAMADOS «SOCIALISTAS UTÓPICOS»
Las transformaciones económicas y sociales generadas por la Revolución Industrial también afectaron a la organización política. Ellas pusieron las condiciones para permitir el despegue económico. La revolución inglesa del siglo XVII, la estadounidense de 1776 y, sobre todo, la francesa en 1789 dieron pie a la igualdad de derechos —penales, civiles y políticos— y a la abolición de los estamentos feudales con sus privilegios propios y sus diferencias según se perteneciera a la nobleza, al clero o se fuera un simple villano o burgués. Nació el concepto de ciudadanía y una forma diferente de entender la relación entre gobernantes y gobernados. Poco a poco se extendió el liberalismo que, sin constituir una teoría política muy definida, fue el fruto de la confluencia de distintas corrientes de pensamiento que resaltaban la capacidad individual de decidir, por encima de los principios y costumbres considerados inmutables por la tradición.
Los descubrimientos científicos, la filosofía empirista y las ideas políticas de la Ilustración constituyeron las bases ideológicas sobre las que se asentó el liberalismo, que se convirtió en la ideología de la burguesía, principal protagonista de los movimientos políticos revolucionarios. Fue ella la que introdujo las nuevas formas de producción de la Revolución Industrial, la que se enriqueció con los nuevos negocios y los expandió allí donde existiera un mercado para vender sus productos, la que estuvo interesada en explorar continentes como Asia y África a fin de conseguir materias primas a bajo coste. Igualmente, constituyó las nuevas entidades financieras que invertirían en todo aquello que le supusiera beneficios. Esta nueva clase social, que fue desplazando a la nobleza feudal del poder en la primera mitad del siglo XIX, utilizó el lema de Libertad, igualdad y fraternidad para desbancar con la ayuda de los trabajadores, a los viejos gobernantes. Sin embargo, los nuevos obreros no vieron en el liberalismo la mejora de sus vidas, e incluso en muchos casos sus condiciones económicas fueron peores que cuando vivían de la agricultura y la compatibilizaban con el trabajo a domicilio. Lo mismo les ocurrió a los artesanos, que, aunque subsistieron, su trabajo se hizo cada vez más subsidiario y se redujo a determinadas labores en las que la habilidad era fundamental para conseguir el producto final.
Entre la Revolución Francesa y 1848, burgueses y obreros lucharon juntos en las barricadas para conseguir consolidar las libertades políticas a las que todavía se oponían las fuerzas del Antiguo Régimen. Pero los trabajadores descubrieron que el liberalismo significaba, principalmente, libertad para fabricar, comerciar y ampliar los mercados. Libertad para elegir el gobierno apropiado y votar las leyes que se consideraran convenientes. Libertad para salvaguardar la libertad de expresión y asociación y libertad para respetar los derechos individuales. Pero estas libertades no eran iguales para todos. Los financieros, propietarios de las industrias, o grandes comerciantes y terratenientes se las guardaron para sí, y solo los que tenían una determinada renta podían votar u ostentar cargos en el Gobierno.
Los obreros y campesinos sin tierras quedaron desamparados, a merced de la libertad de contratación de los que poseían la propiedad de los medios de producción. Fue entonces cuando se percataron de que solo con sus propias fuerzas podrían mejorar sus condiciones de trabajo, e incluso empezaron a plantearse que el nuevo sistema capitalista podía cambiarse por otras formas productivas que extendieran una mayor justicia en la sociedad.
Surgieron una serie de autores, entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, que analizaron, según sus perspectivas, las causas que habían provocado las nuevas formas productivas y propusieron los remedios que consideraron oportunos para eliminar las injusticias sociales. Son los conocidos como «socialistas utópicos». El socialismo utópico es una expresión que empleó el marxismo para distinguirlo de lo que consideraba que era el socialismo científico propuesto por Frederick Engels y, sobre todo, por Karl Marx. Ambos creyeron haber descubierto las leyes científicas de los procesos históricos y las relaciones de dominación en cada uno de los periodos, que conduciría, inexorablemente, al socialismo. Los «utópicos», según Frederick Engels,...

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