CAPÍTULO 1 LO QUE HACE QUE TÚ SEAS TÚ
Imagínate el cerebro, ese brillante montículo de ser, esa reunión gris-rata de células, esa fábrica de sueños, ese pequeño tirano que vive en el interior de una bola de hueso, ese apiñamiento de neuronas que dicta todas las jugadas, ese organismo pequeño en todos los aspectos, esa voluble cúpula del placer, ese armario con estantes metido dentro del cráneo, como si hubiéramos apelotonado un montón de ropa en la bolsa del gimnasio.
DIANE ACKERMAN
(Extraído de An Alchemy of Mind)
ESTÁBAMOS EN 1992 cuando vi por primera vez un cerebro humano vivo; fue una experiencia muy fuerte, de esas que te cambian la vida. Me costó mucho creer, y todavía me cuesta mucho, que gran parte de lo que somos, de la persona en la que nos convertiremos, de nuestra manera de interpretar el mundo, reside en un intrincado manojo entrelazado de tejido. Cuando describo un protocolo neuroquirúrgico, la mayoría intenta visualizar el aspecto que tiene un cerebro humano, y, por lo general, anda bastante desencaminada. Para empezar, no se parece a una masa gris sosa y blandengue vista desde fuera, a pesar de que nos refiramos a él con el nombre de materia gris. Es más bien rosáceo, con algunos trozos de un color amarillo blancuzco y grandes vasos sanguíneos que lo recorren y atraviesan. Hay en él hondas grietas, conocidas como sulci, y picos montañosos, llamados gyri. Unas profundas fisuras separan el cerebro por sus distintos lóbulos con una sorprendente coherencia. Durante una operación, el cerebro late con suavidad en los bordes del cráneo y parece algo vivo. Sabio en su consistencia, no es tan gomoso como blandito, más bien es parecido a la gelatina. Siempre me ha sorprendido ver lo frágil que es el cerebro, a pesar de su función y versatilidad increíbles. Cuando has visto un cerebro, te entran ganas de protegerlo y cuidar de él.
Para mí, el cerebro siempre ha tenido una cierta connotación mística. Con un peso de algo más de aproximadamente 1,5 kilos, comprende todos los sistemas de circuitos que necesitamos para hacer cualquier cosa. Piensa en ello durante unos instantes: pesa menos que un ordenador portátil, pero puede actuar de un modo que ningún ordenador o rival puede igualar. De hecho, la tan manida metáfora de que los cerebros son como los ordenadores hace aguas por todas partes. Podemos hablar del cerebro en términos de velocidad de procesamiento, de su capacidad de almacenamiento, de su sistema de circuitos, de sus codificaciones y encriptaciones. Sin embargo, el cerebro no tiene una capacidad fija de memoria que esté esperando a que la llenen, y no calcula a la manera de un ordenador. Incluso el modo en que cada uno de nosotros ve y percibe el mundo es una interpretación activa, es el resultado de aquello a lo que prestamos atención y anticipamos, no una recepción pasiva de informaciones. Es cierto que nuestros ojos ven el mundo del revés. El cerebro toma esa información y la convierte en una imagen coherente. Además, la parte anterior del ojo, la retina, proporciona al cerebro dos imágenes dimensionales, una de cada ojo, que luego el cerebro convierte en unas imágenes hermosas y con textura, de tres dimensiones, y así les da profundidad y percepción. Por otro lado, todos tenemos puntos ciegos en nuestra visión que el cerebro se encarga siempre de suplir recurriendo a un flujo de datos constante que probablemente ni siquiera eres consciente de estar reuniendo. No importa lo sofisticada que llegue a ser la inteligencia artificial, porque siempre habrá cosas que el cerebro humano pueda hacer contra las que ningún ordenador pueda competir.
Comparado con el de otros mamíferos, el tamaño de nuestro cerebro respecto del tamaño de nuestro cuerpo es asombrosamente grande. Pongamos, por ejemplo, el cerebro de un elefante: representa el 1/500 del peso total del animal. Nuestro cerebro, por otro lado, representa el 1/40 del peso de nuestro cuerpo. Sin embargo, el rasgo que nos separa más del resto de las especies es nuestra sorprendente capacidad de pensar de maneras que trascienden la mera supervivencia. Se cree que los peces, los anfibios, los reptiles y las aves, por ejemplo, no parecen «pensar» demasiado, al menos de la manera en que nosotros concebimos el pensamiento. No obstante, todos los animales se preocupan de las tareas cotidianas de comer, dormir, reproducirse y sobrevivir: unos procesos instintivos automáticos que están controlados por lo que llamamos «el cerebro reptiliano». Nosotros también tenemos un cerebro interior reptiliano y primitivo que realiza esas mismas funciones y, de hecho, gobierna muchas de nuestras conductas (quizá muchas más de lo que nos gustaría admitir). Es la complejidad y el gran tamaño de nuestro córtex cerebral externo lo que nos permite ejecutar tareas más sofisticadas que, digamos, los perros y los gatos. Podemos usar el lenguaje con mayor eficacia, adquirir habilidades complejas, crear herramientas y vivir en grupos sociales gracias a esa capa parecida a una corteza que hay en nuestro cerebro. Córtex significa «corteza» en latín y, en este caso, es la capa exterior del cerebro, que está llena de pliegues, crestas y valles. Dado que los pliegues del cerebro se doblan sobre sí mismos una y otra vez, su área de superficie es mucho mayor de lo que cabría imaginar; casi un metro cuadrado de media, aunque los cálculos exactos varían (por ejemplo, podríamos extenderla sobre una o dos páginas de un periódico de tamaño normal).1 Y probablemente en lo más profundo de estas grietas se encuentre el asiento de la conciencia. ¡Algo que resulta de lo más apasionante!
El cerebro humano contiene un número estimado (por arriba o por abajo) de 100.000 millones de células neuronales, o neuronas, y miles de millones de fibras nerviosas (aunque nadie está seguro de cuál es el número exacto, porque hacer un cálculo exacto todavía resulta imposible).2 Estas neuronas están vinculadas por trillones de conexiones llamadas sinapsis. A través de estas conexiones somos capaces de pensar de una manera abstracta, de sentir rabia o hambre, de recordar, racionalizar, tomar decisiones, ser creativo, formar el lenguaje, rememorar el pasado, planificar el futuro, sostener nuestras convicciones morales, comunicar nuestras intenciones, pensar en historias complejas, dar nuestra opinión, reaccionar ante sutiles claves sociales, coordinar los movimientos en una danza, orientarnos respecto de lo que está arriba y lo que está abajo, solucionar problemas complejos, decir una mentira o contar un chiste, caminar de puntillas, percibir un determinado aroma en el aire, respirar, sentir el miedo o el peligro, adoptar una conducta pasivo-agresiva, aprender a construir naves espaciales, dormir bien por la noche y soñar, expresar y experimentar emociones muy profundas como el amor, analizar información y estímulos de una manera muy sofisticada y llevar a cabo otras numerosas acciones. Además, podemos hacer muchas de estas tareas al mismo tiempo. Es posible que estés leyendo este libro mientras tomas un refresco, digieres el almuerzo, calibras cuándo te pondrás a ordenar ese garaje que tienes tan atiborrado, piensas en tus planes para el fin de semana («lo tengas en mente») y respires a la vez, entre otras muchas cosas.
Cada una de las partes del cerebro está al servicio de un propósito especial y definido, y esas partes se vinculan entre sí para funcionar coordinadas. Esto último es fundamental para el nuevo conocimiento que tenemos del cerebro. Cuando estudiaba secundaria, se creía que el cerebro aparecía segmentado a propósito: un área estaba destinada al pensamiento abstracto, otra a hacer las cosas a nuestra manera y la última, a formar el lenguaje. Si estudiaste biología en el instituto, quizá te hablaron de Phineas Gage, famoso por haber sobrevivido a una grave lesión cerebral. Ahora bien, lo que es posible que no sepas es que este desafortunado accidente aclaró a los científicos cuál era el funcionamiento interno del cerebro mucho antes de que dispusiéramos de técnicas avanzadas para medir, evaluar y examinar las funciones cerebrales. En 1848, Gage, que tenía veinticinco años, trabajaba en la construcción de una vía férrea en Cavendish, en Vermont. Un día que estaba metiendo una carga explosiva en un agujero con una gran barra de hierro que medía un metro de largo y tres centímetros de diámetro, y pesaba seis kilos, la pólvora detonó. La barra salió disparada hacia su rostro y le entró por la mejilla izquierda. Le atravesó la cabeza (y el cerebro) y salió por la parte superior del cráneo. Gage se quedó ciego del ojo izquierdo, pero no murió, y es posible que ni siquiera perdiera la conciencia y no notara dolor, porque lo que le dijo al primer médico que lo asistió fue: «Me parece que le voy a dar mucho trabajo». En la página siguiente hay una foto (que en los primeros tiempos de la tecnología fotográfica se llamaba daguerrotipo) de Gage después de haberse recuperado del accidente en la que aparece sosteniendo la barra de apisonar que lo había herido. Esta foto se descubrió y se clasificó no hace mucho, en 2009. A la derecha, aparece el dibujo que hizo el doctor John Harlow, que fue quien llevó su caso y guardó este esbozo entre sus notas, documentos que posteriormente fueron publicados por la Sociedad de Medicina de Massachusetts.3
La personalidad de Gage, no obstante, no quedó intacta tras el golpe. Según dicen, pasó de ser un caballero modélico a convertirse en una persona mezquina, violenta y nada fiable. El curioso caso de Phineas Gage fue el primero que demostró que existe un vínculo entre un traumatismo ocasionado en ciertas regiones del cerebro y un cambio de personalidad. Nunca se había demostrado algo así con tanta claridad. Ten presente que en el siglo XIX los frenólogos seguían creyendo que la medición de las protuberancias del cráneo de una persona podía servir para evaluar su personalidad. Doce años después del accidente, Phineas Gage murió a los treinta y seis, tras sufrir una serie de convulsiones. Se ha escrito mucho sobre su caso en los libros de medicina, hasta el punto de que se ha convertido en uno de los pacientes más famosos de la neurociencia. Phineas Gage también nos enseñó otra cosa que resulta especialmente relevante para este libro: lo que se cuenta sobre su vida da a entender que recuperó su naturaleza amigable poco antes de su muerte, y eso indica la capacidad que tiene el cerebro de sanar y recuperarse por sí mismo, aun después de haber sufrido un traumatismo significativo. Este proceso de reestablecer las redes y las conexiones en zonas del cerebro que han sido lesionadas a causa de una herida es lo que llamamos «neuroplasticidad», un concepto importante que investigaremos. El cerebro es mucho menos estático de lo que pensábamos en el pasado. Está vivo, crece, aprende y cambia… a lo largo de toda la vida. Este dinamismo ofrece esperanzas a todo el que busca conservar sus facultades mentales intactas.
A pesar de que la documentación sobre el accidente de Gage nos ofreció un buen ejemplo de la complejidad del cerebro y lo conectado que está con la conducta, nos llevó más de un siglo comprender que el increíble poder del cerebro no se debe tan solo a sus compartimentos individuales anatómicos. Es el sistema de circuitos y de comunicación que existe entre esas secciones el que da cuenta de nuestras complicadas reacciones y conductas. Muchas áreas del cerebro se desarrollan a distinto ritmo y en distintos estadios de nuestra vida. Por esta razón, un adulto soluciona problemas de manera distinta y con mayor rapidez que un niño, un anciano puede que tenga que esforzarse más con las habilidades motoras de caminar y para coordinar en la oscuridad, y un adolescente podría ser una estrella del atletismo dotado de una visión perfecta.
Cuando la mayoría pensamos en el cerebro, probablemente recurrimos a ese elemento que nos hace ser lo que somos, es decir, nosotros mismos. Sopesamos la mente: la parte que incluye nuestra conciencia y se refleja en esa voz interior por excelencia o, como dirían algunos, en esa charla monólogo que escuchamos todo el día. Es tu yo el que te da órdenes durante todo el día, te plantea cuestiones importantes y también inútiles, te vapulea emocionalmente de vez en cuando y convierte tu vida en una serie de decisiones que tomar. Otra cosa que me ha seducido por completo es que cada uno de los episodios de celos, inseguridades y miedos que hemos vivido está situado en las cavernas del cerebro; y que, de alguna manera, el cerebro es capaz de acumular datos y crear esperanza, alegría y placer.
La mente es lo primero que me llevó a estudiar el cerebro. Aunque es curioso, porque todavía no sabemos con exactitud dónde reside la conciencia en el cerebro, o si se encuentra absolutamente contenida en él. Encuentro que este es un punto que reviste una gran importancia. Ese estado de ser consciente de uno mismo y de su entorno (la conciencia), a partir del cual se predica todo lo demás, sigue eludiéndonos. Por supuesto, puedo indicarte las zonas del cerebro donde residen las redes que procesan la visión, solucionan una ecuación matemática, saben hablar un idioma, caminar, logran que te ates los cordones de los zapatos y planees tus vacaciones. Ahora bien, no puedo decirte con exactitud de dónde procede la conciencia que tienes de ti mismo; probablemente sea el resultado de una confluencia de factores que se dan en el cerebro: el resultado de la metacognición, unas actividades que involucran a diversas regiones del cerebro en su interconectividad.
Llegar al cerebro es un viaje muy orquestado y planeado con meticulosidad. En primer lugar, se corta la piel. Por cierto, la piel es la que contiene las fibras del dolor que deben adormecerse para realizar una cirugía del cerebro; el cráneo y el cerebro en sí mismos, ese órgano que inerva el cuerpo entero, no tienen receptores sensoriales propios. Por eso tenemos la opción de hacer una intervención quirúrgica en el cerebro en un paciente despierto (y probablemente por eso Phineas Gage sintió tan poco dolor). La dura mater (o duramadre), la capa que recubre el cerebro, también tiene pocas fibras sensoriales, pero el cerebro en sí mismo carece de ellas. «Esto es meta», como dicen los chicos.
Cuando penetro en el interior de la cabeza de un paciente (y lo digo literalmente), en general dedico unos momentos a reflexionar sobre el hecho de que ahora resulta demasiado fácil manipular el cerebro. Cuando te has metido a hurtadillas en el cerebro (el cráneo), tienes carta blanca. El cerebro flota en un baño de fluido claro que carece de un olor peculiar. El cerebro apenas ofrece resistencia cuando lo diseccionas, lo pinchas, lo sondeas y lo cort...