La historia comienza
El imperceptible avance de la sombra
Sobre el comienzo de Effi Briest, de Theodor Fontane
La novela Effi Briest, de Theodor Fontane, se publicó en 1894; la traducción hebrea de Nili Mirsky, que leí, apareció en 1981. Effi Briest es la historia de una joven prusiana, miembro de una respetada y acomodada familia y cuyos padres la han casado con un hombre de edad, oficial del ejército. Años antes del momento en el que empieza el relato había tenido lugar una historia de amor frustrado entre el barón y la madre de Effi. Es un matrimonio deseable entre dos familias respetables, pero no existe afinidad entre los esposos: Effi es espontánea, emotiva y temperamental; su marido, Innstetten, es un hombre reservado, lógico, decoroso y considerado que quiere a su joven esposa a su manera prudente. No es muy diferente del Alexei Alexándrovich Karénin de Anna Karénina de Tolstói (aunque el noble prusiano está menos fosilizado que el alto funcionario ruso, y sus orejas no son, al parecer, ni con mucho tan grandes como las de Karénin). Los estrictos valores de la clase alta de Prusia desempeñan un papel fundamental en la novela. Son los valores del deber, el honor, la obediencia y la disciplina, de la rígida rutina y de la contención emocional.
Hallándose Innstetten de viaje, Effi inicia una relación con el mayor Crampas, un patilludo mujeriego y jugador, un inteligente donjuán, un hombre de los que gustan de andar «entre faldas». Cuando el asunto llega a conocimiento del barón, éste, por supuesto, reta al amante a un duelo en el cual el marido vence y mata a su adversario.
Effi es desterrada de la casa, en un principio a un apartamento aislado. Es separada de su única hija, Annie, para castigar su delito de adulterio y apartar a la niña de la influencia inmoral de su madre. La pequeña Annie se queda con su padre, el barón, quien la educa en conformidad con los valores del honor y la tradición. Effi Briest es una pariente lejana de Anna Karénina y de Emma Bovary, y tiene quizá un par de cosas en común con la Tirtza del relato de Agnón En la flor de la vida. Hacia el final de la historia, Effi regresa a casa de sus padres, donde encuentra una cierta serenidad como consecuencia de una especie de aceptación. Algún tiempo después muere en la casa en la que había nacido y crecido, la misma casa cuyo exterior se describe al comienzo de la novela. Una rápida ojeada al principio de la narración revela únicamente un mundo inmóvil y despoblado. Más exactamente: un mundo casi inanimado. Y aún más exactamente: unos objetos inmóviles que imponen la inmovilidad.
Enfrente de la mansión que, en Hohen-Cremmen, habitaba la familia Briest desde tiempos del príncipe elector Georg Wilhelm, un sol radiante caía sobre la calle en la calma del mediodía mientras, por el lado del parque y el jardín, un ala lateral del edificio, adosada al mismo formando un ángulo recto, arrojaba una vasta sombra primero sobre una vereda de baldosas cuadriculada en verde y blanco, y después sobre una gran rotonda, más allá de la vereda, con el bordillo plantado de canna indica y arbustos de ruibarbo, y en el centro un reloj de sol. Unos veinte pasos más adelante, justo en la dirección y situación correspondientes al ala lateral, corría una tapia de camposanto, cubierta en su totalidad de hiedra de hoja menuda, sólo interrumpida en un lugar preciso por una pequeña puerta de hierro pintada de blanco, tras la que se erguía la torre hohencremmeniana con su tejadillo de ripias y su veleta reluciente a causa de que hacía poco había recibido un nuevo baño de oro. Fachada principal, ala lateral y tapia de camposanto formaban una herradura que rodeaba un pequeño jardín en cuyo espacio abierto se distinguía un estanque con un embarcadero y un bote amarrado, así como, muy cerca del mismo, un columpio cuya tabla horizontal pendía de dos cuerdas en cada extremo, mostrándose los palos del armazón un tanto combados. Y entre estanque y rotonda se alzaban, ocultando a medias el columpio, unos enormes y añosos plátanos.
¿No es como una postal turística? ¿Un paisaje de sacarina, del tipo de los que antes ponía la gente en el salón, encima del piano, haciendo juego con los sillones y los candelabros de cristal, para dar a la habitación un aire de riqueza, elegancia y comodidad? Sea como fuere, es una descripción muy lenta y tranquila, de las que ya no se encuentran en la prosa contemporánea y para las que los lectores contemporáneos ya no tienen gusto ni paciencia, y es posible que haga encogerse de hombros con impaciencia a un lector que llegue a ella directamente después de Raymond Carver. El lector que busque un argumento serpentino no lo encontrará aquí. Effi Briest es un nenúfar en unas aguas casi quietas. De todas las formas de prosa narrativa, la novela es la más capaz de representar la trayectoria diminuta, microscópica, las desviaciones que hacen que toda una vida se aleje lentamente de su curso, extraviándose y acabando en la desilusión.
Una lectura atenta revela que la tranquilidad del párrafo inicial es tensa y que la armonía de la escena está amenazada: la calle del pueblo se prolonga delante de la casa, una y otra envueltas en sosiego e inundadas de luz. A diferencia de la calle, el parque y el jardín se hallan en la sombra, pero esta sombra es dinámica, no estática: la sombra del ala del edificio se proyecta primero en la vereda de baldosas y desde allí avanza hacia el parterre circular. Detrás de la rotonda se alza la tapia del cementerio, que, como la calle, se prolonga.
No sólo las líneas de sombra, desde la vereda hasta la rotonda, sino casi todas las cosas están configuradas con una severidad geométrica: el ala lateral forma ángulo recto con la casa; la vereda está pavimentada con losas verdes y blancas; el parterre es circular, con un reloj de sol en el centro y bordes decorativos; el muro del cementerio es paralelo al ala. Y, más allá de todo ello, se eleva una torre. Los edificios y el muro encierran el jardín en una «herradura». Incluso se nos dice que el columpio está formado por un asiento horizontal de madera colgado con dos cuerdas de una viga transversal también de madera, apoyada en unos postes que no están derechos. La imagen resulta, pues, geométrica, casi cubista.
La sensación de prolongada observación, el transcurrir del tiempo, que pasa con lentitud, se logra aquí insinuando el avance de las sombras, por su propia naturaleza continuo, desde la vereda de baldosas hasta la rotonda: una mirada rápida no podría captar el deslizarse de las sombras, merced al cual entendemos que la observación de los edificios y del jardín es una actividad en marcha y que el observador está quieto, que su punto de vista es invariable. Hay también una presencia de otros movimientos, que han quedado bloqueados o congelados: el columpio, el estanque, el bote amarrado al embarcadero.
Se dice que la tapia del cementerio guarda exacta simetría con el ala del edificio, pero esta simetría se torna claustrofóbica y opresiva. Se nos dice que hay una abertura en el muro, sólo una; después nos enteramos de que no es una puerta, sino una verja blanca de hierro, y de que es «pequeña». Se origina así una sensación de prisión, una atmósfera de claustrofobia, aun antes de que sepamos que el preso es un pequeño jardín ornamental rodeado por tres pesados cuerpos inanimados: la gran casa, el ala en ángulo recto y la tapia del cementerio, que sólo tiene una puertecita. En el lado abierto de la herradura, aunque hay un pequeño lago con un bote, el bote está amarrado al embarcadero. Al final descubrimos que el lado abierto, que permite abarcar con la vista desde la rotonda hasta el lago, está en realidad bloqueado: entre el lago y la rotonda hay varios enormes y añosos plátanos que casi ocultan el columpio.
Y de este modo tenemos aquí a una joven, Effi Briest, y su mundo, que se ha cerrado en torno a ella, descritos aun antes de que aparezcan el personaje, sus orígenes sociales, su época, sus prohibiciones y su fracasado intento de escapar.
La veleta que hay en lo alto de la torre no es nueva. Tal vez la veleta, como la casa de los nobles Von Briest, lleva allí desde los tiempos del elector Georg Wilhelm. Sólo su pan de oro es nuevo y brillante. Toda la imagen expresa fuerza y estabilidad, el poder acumulado de muchas generaciones, orden estricto, autoridad, severidad. Pero se trata de una fortaleza amenazada desde dentro: los postes alabeados del columpio, el jardín sitiado, y sobre todo el ahogo. Hay algo opresivo en una descripción detallada del columpio, suspendido con cuerdas de una viga de madera apoyada en unos postes, un columpio inmóvil.
De hecho, ningún movimiento, ni siquiera una suave brisa, pasa por toda esta descripción: ni por la puerta en la tapia ni por ninguna puerta abierta. Nadie entra, nadie sale. No ladra un perro, ni revolotea un pájaro, ni tiembla una hoja, todo está mudo, todo está inanimado y congelado. No se oye un sonido en todo el pasaje. Ni un murmullo, ni el más leve soplo de aire agitan el parque, el jardín, las plantas, la veleta, la superficie del lago, la barca amarrada, el columpio paralizado y las copas de los añosos plátanos. Un mundo inanimado. El único movimiento que hay en toda la descripción es, como hemos observado, el imperceptible avance de la sombra. Y ésta se extiende lentamente: al principio se proyecta sobre la vereda de baldosas, desde la cual se desliza hacia la rotonda, y finalmente alcanzará, a veinte pasos de aquí, la tapia del cementerio, cubierta de diminutas hojas de hiedra. El interior de la casa permanecerá sellado durante varias páginas más. Éste es el mundo de Effi Briest: lo opresivo de las estructuras, el jardín fosilizado, el lago congelado. La sombra reptante es lo único que los muros no pueden detener.
¿Qué clase de contrato exige al lector este pasaje inicial como condición previa para entrar en la casa y en la novela? La seria exigencia de una lectura lenta y pormenorizada: sin una observación prolongada no podemos oír la totalidad del silencio y la inmovilidad. A menos que asimilemos los detalles, este párrafo inicial no es nada más que una grata postal de una gran casa nobiliaria rodeada de un parque y envuelta en sosiego a la orilla de un estanque. El lector demasiado ansioso deducirá tal vez, simplemente, que los ricos son felices, y continuará a toda velocidad. Los términos del contrato inicial de Fontane exigen que entremos en esta novela de puntillas, o casi. Y que nos tomemos nuestro tiempo para ver lo que se nos muestra, que escuchemos silenciosamente el silencio que se adensa, aun antes de que se nos presente a la propia Effi Briest.
¿Quién viene?
Sobre el comienzo de
En la flor de la vida, de S. Y. Agnón
Como Effi Briest, publicada unos veintisiete años antes, En la flor de la vida es la historia de una joven casada con un hombre mayor que ella que antaño estuvo enamorado de la madre de su esposa. Effi, en su momento, accedió a casarse con Innstetten y no abrigaba aspiraciones amorosas, ya que había aceptado y asimilado los valores de su medio social en tal medida que, a su juicio, «sin duda era el hombre adecuado. Todo hombre es el adecuado. Por supuesto, con la condición de que pertenezca a la nobleza, goce de buena posición y sea apuesto». Por el contrario, Tirtza, la protagonista de En la flor de la vida, tiene un gran deseo de casarse con Akavia Mazal y lucha para que las cosas salgan como ella quiere, y está claro que Akavia es el hombre adecuado de acuerdo con los deseos de su corazón y acaso también de acuerdo con una especie de sentido transgeneracional de la justicia. A diferencia de Effi, Tirtza no acepta lo que entiende que son los valores dominantes del mundo que la rodea. Para Tirtza, el amor está por encima de todo lo demás: ama a Akavia Mazal… o tal vez sólo ama el reflejo de la imagen de éste en el amor frustrado de su madre por él. Está dispuesta incluso a ponerse gravemente enferma, utilizando la enfermedad como un arma no convencional para conseguir al hombre que ama, aun cuando a él no le entusiasma ese matrimonio, ni ningún otro, y en términos generales no es un tipo de persona muy entusiasta. El objetivo de Tirtza es enmendar una injusticia cometida en la generación de sus padres. Al final del relato, el lector tal vez se da cuenta a espaldas del narrador, por decirlo así, de que la injusticia erótica es irreparable. Por cierto, de vez en cuando corretea un perrito en esta historia. No es un perro rabioso, como el de la novela de Agnón Ayer y anteayer; en realidad es bastante cariñoso, pero se llama Meu’vat, que quiere decir retorcido, distorsionado, deforme.
A fin de conseguir lo que desea, Tirtza convierte su enfermedad en un arma, como si dijera «si no me dais a Akavia, me perderéis lo mismo que perdisteis a mi madre». El vínculo entre amor y enfermedad es aquí sutil y dialéctico: la madre de Tirtza era una mujer enfermiza y por ello la mantuvieron alejada de Akavia, mientras que la hija consigue a éste cayendo enferma de gravedad. Pero el amor de Tirtza recuerda el fuego de Heráclito: su victoria es su derrota. La vida matrimonial de Tirtza es fría, bien porque, con el paso de los años, el ídolo romántico se ha convertido en un caballero de mediana edad cortés y atento, bien porque eso es lo que ha sido siempre, al margen de las fantasías románticas de madre e hija. A Tirtza, que trata de ser la gemela idéntica de su madre, su marido le empieza a parecer un gemelo de su propio padre (tanto que, hacia el final de la historia, hasta los confunde).
La vida de Tirtza con un hombre de la generación anterior deviene una exacta réplica del matrimonio de sus progenitores: hay amabilidad y consideración, pero no lo que Tirtza había buscado. No buscaba la tierra sino el fuego que se le había negado a su madre.
El motivo de los gemelos idénticos aparece una y otra vez en el relato, llenándolo de confusiones de identidad grandes y pequeñas, triviales y simbólicas, cómicas y trágicas....