El almirante
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El almirante

La odisea de Blas de Lezo, el marino español nunca derrotado

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El almirante

La odisea de Blas de Lezo, el marino español nunca derrotado

Descripción del libro

Blas de Lezo, el almirante, cojo, manco y tuerto que logró una victoria determinante sobre los ingleses en Cartagena de Indias, alcanzó las cimas del escalafón de la Armada a una edad tan temprana que puede que no hayan existido casos semejantes en la dilatada historia de la institución naval. Lezo se vio obligado a ejercer el mando de buques y agrupaciones navales en los escenarios bélicos más difíciles de imaginar y en circunstancias, casi siempre combates al cañón, que no permitían dudar ni hacer concesiones que pudieran ser aprovechadas por esos zorros de los mares que han sido siempre los marinos ingleses. Más allá de su larga lista de virtudes como hombre y como marino, y también con sus imperfecciones, que las tuvo como cualquier ser humano, la figura de Blas de Lezo se identifica con la de un líder militar extraordinariamente heroico y con la de un entrañable ser humano que a los españoles no debería movernos a otro sentimiento que el de un enorme y sanísimo orgullo. Las heridas y mutilaciones recibidas por nuestro personaje en la batalla naval de Vélez-Málaga, en la defensa del castillo de Santa Catalina, en Tolón, y durante el asalto a Barcelona en 1714, a consecuencia de las cuales quedó cojo, tuerto y manco, son completamente veraces. Con cada parte de su cuerpo que se fue dejando en los combates en los que participó, ganó un pequeño trozo de gloria para España. Gracias a la defensa de Blas de Lezo en Cartagena de Indias, quinientos millones de centro y suramericanos hablan hoy la lengua española en lugar de la inglesa.

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Información

Año
2018
ISBN del libro electrónico
9788417558314
Categoría
Literatura
1. Pasajes de San Pedro, mayo de 1698
La nave enfiló la bocana de la ría de Pasajes con las velas flameando al viento, aunque a buena velocidad. El centenar de paisanos que esperaban su llegada respiraron profundamente. El resplandor de la hoguera del cabo de la Plata había avisado de su llegada y más tarde los espejos confirmado su identidad, sin embargo eran tantas las veces que aquel angosto brazo de mar en el que las dulces aguas del río Oiarso se abrazaban con las saladas del Cantábrico se había convertido en el escenario de los peores combates, desde los ataques de los vikingos muchos siglos atrás a los de cualquiera de los enemigos de España en épocas más recientes, que cuando el Aingura1 hizo por fin su aparición, el suspiro contenido de la aldea se elevó hacia las alturas del monte Ulía como si se tratase de una oración.
Respondiendo a la etimología de los barcos de su clase, el Aingura era una pinaza construida enteramente en madera de pino. Se trataba de una embarcación pequeña, de cubierta corrida, popa cuadrada y tres palos: el trinquete, en el que arbolaba una vela cuadra con los blasones de la familia propietaria de la nave, el mayor, con dos velas igualmente cuadradas en la más alta de las cuales se repetían los blasones, y el mesana, con una vela latina o triangular que recogía garbosamente los vientos popeles. Un barco de construcción relativamente reciente como denunciaban los grumos que todavía se formaban en su madera, aunque su verdadera edad era imposible de calcular, pues había sido tomada por la fuerza a sus propietarios originales, un grupo de holandeses que habían asolado la costa vasca unos años atrás con la mala ocurrencia de haber rapiñado en Orio una partida de txacolí de la que decidieron disfrutar fondeados frente al promontorio de Telaizarra aprovechando la bonanza de la noche.
Los holandeses nunca volvieron a ver la luz del sol. Suponiendo que estarían borrachos, un par de balleneras de Pasajes, conocedores sus habitantes de la incursión en Orio, asaltaron la nave durante la noche y pasaron a cuchillo a los piratas. En vista de que habían tomado el barco mientras se encontraba plácidamente fondeado, los pasaitarras decidieron renombrarlo como Aingura, ya que su nombre original resultaba excesivamente difícil de pronunciar incluso para ellos, acostumbrados a la nomenclatura vasca más enrevesada. Tras la correspondiente subasta, el Aingura pasó a ser propiedad de Pedro Francisco de Lezo y Lizárraga, que con título de capitán de la Armada había servido a la patria con honor durante más de 20 años, siendo su intención a partir del momento en que se hizo con los servicios de la pinaza continuar sirviéndola bajo patente de corso.
Al llegar al pequeño muelle de la aldea el propio Lezo fue el primero en desembarcar. Después de gritar un par de órdenes a Patxi Nanclares, su fiel contramaestre y hombre de confianza, se fundió en un abrazo con su familia y amigos. Allí estaban Casimiro Pereira, nacido en Pontevedra, aunque hacía muchos años que empuñaba la vara de la municipalidad pasaitarra, Juan de Sabaña, vicario parroquial, Miguel Mújica, propietario de la fábrica de harina, Pedro Urquidi, Presidente de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, con sede en la localidad, José de Leizaur, caballero de la orden de Santiago que no daba un paso sin consultar con su mujer, María Teresa de Cobarrubias, y así hasta una docena larga de amigos inseparables a los que acostumbraba a confiar a su familia cuando salía a guerrear, como solía decir él mismo. Y naturalmente allí estaba también su familia, empezando por Agustina de Olavarrieta, su esposa, flanqueada por sus padres y suegros, Francisco de Olavarrieta y Magdalena Ubillos, y Francisco de Lezo y Pérez de Vicente y Rafaela de Lizárraga. Correteando entre ellos y tratando de abrazar al padre, sus hijos no disimulaban la excitación que les producía el feliz regreso del patriarca. Manuel Alberto, Agustín Cruz y Pedro Francisco ya habían cumplido 13, 12 y 11 años respectivamente, y aunque eran brillantes estudiantes aún no habían mostrado inclinación por ningún tipo de profesión en concreto. Con sólo tres años, Joseph Antonio tiraba del faldón del marsellés de su padre insistiendo en que abriera el arcón con el que solía embarcar para sus periplos marineros y en el que acostumbraba a guardar los objetos más pintorescos cuando se daba la captura de algún buque, y por su parte, María Josepha y Theressa Antonia, las más púberes con excepción de María Joaquina, que con sólo dos meses de edad dormitaba en su canasto de mimbre, jugaban a unir las palmas de sus manos al compás de una vieja canción vasca que probablemente todos los presentes habían cantado alguna vez.
En el ascenso de la comitiva a la casa de los Lezo, en la calle de San Pedro, en cuyos jardines estaba previsto celebrar el feliz regreso del paterfamilias asando una ternera joven, el capitán se detuvo y cogió en brazos a su hijo Joseph Antonio, al que tenía un cariño especial por haber heredado el nombre de su hermano del mismo nombre fallecido de fiebres dos años atrás.
—No hijo. Lo siento. No hemos encontrado en la mar enemigos ni piratas con los que batirnos. Sin embargo —el padre hizo una seña a Roberto, su paje, que portaba el arcón—, creo que es posible que encontremos algo dentro del cofre.
Tras rebuscar en el arcón, el padre extrajo una figura de madera que mostraba a un oficial de la Armada blandiendo el sable y que el chico tomó entre sus manos sin disimular un gesto de decepción antes de entregárselo a su madre. En ese momento y tras dejar a Joseph Antonio en el suelo, el padre paseó la vista entre sus hijos reparando en que faltaba uno de ellos.
—Dónde está Blas —preguntó buscando la respuesta en los ojos de su madre, que le devolvió la mirada con una sonrisa.
—¿Dónde crees? —terció el padre Sabaña apuntando a la pinaza amarrada al pequeño muelle de la aldea.
Una risa espontánea se levantó de entre el grupo cuando vieron al pequeño Blas encaramado a la parte baja de la jarcia de la Aingura sujeto por los brazos del viejo Sebas, su amigo inseparable, que trataba de evitar que el chico trepara a las alturas. El agudo silbido nacido de los labios del contramaestre Nanclares, que se había unido al grupo que ascendía por la cuesta de San Pedro, hizo que Blas desistiese de sus intenciones y descendiese la plancha como un galgo para correr a echarse en brazos de su padre, mientras el pobre Sebas trataba de seguirlo agitando la cabeza y haciendo gala de una ostensible cojera.
—Padre —exclamó el niño alborozado cuando se vio en brazos de su progenitor—. ¿A cuántos enemigos habéis rendido?
—Aquí está mi muchacho —exclamó el capitán alzando el menudo cuerpo de su hijo —De modo que prefieres jugar con Sebas antes que venir a besar a tu padre.
—Claro que no —respondió Blas con dificultad desde su postura en el aire —. Sebas prometió enseñarme el barco. De no ayudarle a cumplir su promesa habría ido directamente al infierno.
Todos volvieron a reír ante la ocurrencia del chiquillo, en el momento en que Sebas lograba unirse al grupo con evidentes síntomas de fatiga.
—Demonio de muchacho —exclamó congestionado por el esfuerzo—. Lleva semanas soñando con este momento.
—Adora a su padre —terció doña Agustina con un mohín de ternura.
—Digamos que al menos tanto como a la Aingura —rio el capitán reiniciando la marcha hacia la casa.
Algunos quisieron continuar la chanza y buscaron al pequeño Blas con la mirada, pero este había descubierto la talla de madera que tan poco había entusiasmado a su hermano y se batía con ella contra un enemigo invisible.
Mientras tanto, el capitán caminaba ofreciendo el brazo a Sebas para ayudarle a sostenerse en pie, mientras atendía alguna confidencia del fiel amigo de su hijo Blas, cuarto de la larga prole del matrimonio Lezo Olavarrieta.
Sebas era un hombre entrado en los cuarenta que de joven se había ganado la vida en los balleneros hasta que una estacha quedó enganchada a su pie y al coger tensión le descalabró la pierna hasta el punto que hubo de serle amputada y sustituida por una de madera. A partir de aquel trágico momento dejó de navegar, empleándose primero en la propia factoría de ballenas de Pasajes y más adelante en la conservera de bonito, pero lo suyo era el contacto con la mar y con independencia de los trabajos en los que se empeñase para ganarse la vida, solía vérsele a menudo por el muelle ayudando a los pescadores a remendar sus redes y confeccionar sus sedales antes de afrontar la marea. A pesar de su tara, el mundo de Sebas seguía siendo la mar y aunque ya no pudiera ejercer el oficio de marinero, le gustaba sentarse en la taberna a recordar viejas historias y escuchar las de los que seguían haciendo de la mar su modo de vida. La primera vez que vio al pequeño Blas bajar la cuesta de San Pedro hasta el pequeño muelle pensó que se había perdido y se ofreció a devolverlo a su casa, pero pronto se dio cuenta de que, como él, el niño llevaba el mar en las venas y a partir de ese momento pasaban largas horas juntos, tiempo en el que Sebas le transmitía sus conocimientos de la profesión, recibiendo a cambio la ilusión que reflejaba siempre la mirada limpia del muchacho.
La fiesta duró hasta la caída de la noche. Antes, uno detrás de otro, los pequeños se fueron despidiendo de sus padres, abuelos y amigos de la familia y se retiraron a dormir. Luego, una vez se quedaron solos, los adultos hablaron de las preocupaciones propias de la situación del país.
—He oído que la salud del rey es delicada —comentó Casimiro Pereira con su habitual deje gallego.
—Bah, ese hace tiempo que no gobierna. Dicen que todo lo fía a ese catalán en quien tanto descansa la reina Mariana—se quejó la Covarrubias—. Pero mejor mantener los labios sellados, que en estos días dicen que hasta las paredes oyen.
—El conde de Oropesa —intervino don José de Leizaur tratando de justificar la alusión de su esposa al valido real—, es hombre inteligente y de recursos. En estos momentos de zozobra en que tantos esperan la muerte del rey para desmembrar el imperio, puede que sea el primer ministro más conveniente para España.
—Sí, pero el suyo es un gobierno títere en favor de los que mueven los hilos de la reina. Todos se hacen cruces con lo que haya de venir —volvió a escucharse la voz quejumbrosa de Pereira.
Se refería el gallego a que igual que la primera, la segunda esposa de Carlos II, Mariana de Neoburgo, tampoco había dado al rey un vástago capaz de heredar la corona española, y siendo la mala salud del monarca asunto común, muchos elucubraban en torno a su sucesión.
—Si la sucesión ha de ser cosa de Oropesa —se dejó oír la voz grave de Francisco de Lezo, padre del capitán de la Aingura—, me consta que la Corona de España podría ceñir la pequeña cabeza de José Fernando de Baviera. Así al menos parece haber testado nuestro rey Carlos.
—Santo Dios —terció doña Rafaela, su esposa—. Si no es más que un niño.
—Sería el final de los Habsburgo —sentenció don Francisco agitando la cabeza con pesadumbre.
Durante más de media hora la conversación giró alrededor de la sucesión de la Corona de España, asunto sobre el que se pronunciaron todos excepto el capitán Lezo, que en un momento dado la interrumpió levantando la mano derecha para reclamar la atención de sus invitados.
—Escuchadme —dijo una vez impuesto el silencio que reclamaba—. Como bien sabéis no hay nadie que conozca el alma de mi hijo Blas como su ami...

Índice

  1. Introducción
  2. 1. Pasajes de San Pedro, mayo de 1698
  3. 2. Palacio Real de Madrid, noviembre de 1700
  4. 3. Combate naval de Vélez-Málaga, agosto de 1704
  5. 4. Pasajes, Guipúzcoa, otoño de 1704
  6. 5. ¡Al abordaje!
  7. 6. Teniente de Guardacostas, 1707
  8. 7. Fin de la Guerra de Sucesión, 1715
  9. 8. América, verano de 1716
  10. 9. Lima, verano de 1730
  11. 10. Cádiz, otoño de 1730
  12. 11. Cartagena de Indias, marzo de 1737
  13. 12. Westminster, Londres, noviembre de 1684
  14. 13. Cartagena de Indias, Nueva Granada, 1739
  15. 14. Portobelo, noviembre 1739
  16. 15. Cartagena de Indias, enero 1741 Se fragua el ataque
  17. 16. Cartagena de Indias, febrero de 1741 La traición
  18. 17. Cartagena de Indias, 13 de marzo de 1741 Llegan los ingleses
  19. 18. Cartagena de Indias, 5 de abril de 1741 Cede Bocachica
  20. 19. Cartagena de Indias, 20 de abril de 1741 La traición del caballero
  21. 20. Cartagena de Indias, castillo de San Felipe de Barajas La suerte de un imperio
  22. Epílogo