EL ESTADO EN LA CONFIGURACIÓN DE LA ESPAÑA CONTEMPORÁNEA. UNA REVISIÓN DE LOS PROBLEMAS HISTORIOGRÁFICOS
Salvador Calatayud, Jesús Millán y M.ª Cruz Romeo
Universitat de València
EL CAMBIO SOCIAL Y EL ESTADO-NACIÓN DEL SIGLO XIX
Los problemas que se abordan en este libro se sitúan en una fase decisiva en la configuración de nuestra realidad actual, pero, no obstante, aparecen hoy como una cierta «fase intermedia». A menudo se ha repetido que España como realidad política dispone de raíces históricas lejanas, si bien éstas no pueden considerarse como un precedente obligado de su configuración como Estado en los dos últimos siglos. Por otra parte, el papel, a veces trágico y siempre decisivo, que han desempeñado los Estados nacionales en la configuración de nuestro mundo actual hace necesaria su revisión en una época en que esta forma política, aunque persiste de modo notablemente alterado, no ostenta el monopolio del poder público, ni se prevé que tenga en el futuro el protagonismo que alcanzó tiempo atrás en la organización de las sociedades.
El Estado nacional –que no pocas veces ha sido más una autodefinición que una realidad indiscutible– ocupa, como señalan los estudiosos, una época reducida de la evolución histórica: la que ha estado protagonizada, en los siglos XIX y XX, por una organización de poder público dominante y con pretensiones de exclusividad, que se presenta diferenciada de los lazos personales y que pretende responder a un conjunto social que comparte vínculos culturales y de conciencia histórica. Así pues, entre las tendencias hacia el monopolio estatal que se dieron desde el ascenso del absolutismo monárquico y el cuestionamiento del dirigismo del Estado, propio de la Europa más desarrollada de finales del siglo XX, el Estado-nación como proyecto con pretensión de un protagonismo indiscutido requiere ser analizado. Esta necesidad dispone de argumentos especiales en el caso de España. A sus controvertidas raíces, en una época que se remonta a la Baja Edad Media, se añaden otras dimensiones, en cuanto a las peculiaridades de ese Estado en el ejercicio de las funciones que se consideran características de la evolución general seguida en Europa, hasta mediados del siglo XX.
Desde este ángulo, España muestra una trayectoria que va desde un conglomerado dinástico –cohesionado de manera territorialmente asimétrica, pero con un énfasis especial en la exclusividad de la ortodoxia religiosa– a la aparición de algunas brechas en su identidad, precisamente a comienzos del siglo XX, en el período hegemónico del nacionalismo de los Estados y del naufragio de las últimas fórmulas dinásticas que habían sobrevivido de etapas anteriores. Este camino también se ha podido sintetizar bajo la fórmula que lleva de un imperio a una nación. Sin embargo, no se dio un reemplazo obvio de una fórmula por la otra. El ascenso de la fórmula estatal fue acompañado precisamente de un reforzamiento del ya minoritario factor colonial, cuya pérdida, en 1898, redundaría en la doble crisis del Estado y de la nación en la vieja metrópoli. También ha sido objeto de debate hasta qué punto este proyecto de Estado nacional fomentó el tipo de desarrollo capitalista que, pese a todas las luchas sociales, era capaz de cohesionar de modo profundo la sociedad de clases y legitimar la identidad nacional, a la manera que fue característica de Europa en la primera mitad del siglo XX.
España ofrecía la imagen de una sociedad agraria desgarrada a menudo por grandes desigualdades y conflictos sociales, pero, a la vez, esta idea ni era generalizable ni respondía a un orden de simple estancamiento. Además, en su interior se contaba con experiencias de industrialización antiguas y arraigadas, como sucedía desde finales del Setecientos en Cataluña, y la que un siglo después se produjo en otros ámbitos de la periferia, con especial intensidad en Vizcaya y de modo mucho más gradual en el País Valenciano. En fases intermedias, había habido otros brotes industriales, que a largo plazo no se consolidaron, como sucedió en Andalucía. Hacia comienzos del siglo XX, en el arranque de la sociedad de masas en Occidente, estos desequilibrios y desigualdades se sumaron a otras herencias del pasado, en especial a la diversidad cultural y lingüística, para fomentar espacios identitarios diferentes, que se contraponían a los designios de homogeneidad desarrollados por el Estado-nación. Éste, sacudido por las oleadas de conflictividad social y afectado por la falta de credibilidad política, parecía responder a un proyecto dominante, pero incapaz de obtener unos consensos activos suficientemente integradores.
A un siglo de distancia de la «doble revolución» industrial y política con que suele identificarse el nacimiento del mundo contemporáneo, la trayectoria seguida por España alimentaba algunas paradojas. El colapso, en 1808, del absolutismo dinástico que había dominado el imperio transatlántico hispano forma parte de las grandes sacudidas que alteraron los centros neurálgicos del orden mundial previo al triunfo del capitalismo, como había sucedido poco antes con la Revolución Francesa. Sin embargo, las realizaciones conseguidas luego, bajo el orden del Estado-nación, han resultado en España más controvertibles para la historiografía. Para buena parte de ella, esto reflejaría una evolución que, al menos en ciertos aspectos considerados como definitorios, alejaría el caso español del protagonismo del culto al nacionalismo de Estado como fuente última de recursos integradores y movilizadores, en la etapa capitalista previa a la sociedad del consumo de masas. El colapso de la España de comienzos del siglo XIX, uno de los «eslabones fuertes» del viejo orden a escala mundial, no fue el preludio de su transformación en una pieza sólida del nuevo sistema de los Estados nacionales.
Sin duda, este planteamiento no es el único en la historiografía actual. En la década de 1990, bajo el doble impacto de la consolidación de la democracia tras la dictadura franquista y la integración española en Europa, se incrementaron los estudios que discutían con razón el dramatismo de las supuestas peculiaridades de la historia española reciente, que habían sido sistemáticamente interpretadas en el sentido de un fracaso excepcional. Sin embargo, el propósito de este libro se aleja de este planteamiento. En nuestra opinión, corregir los rasgos excepcionalmente negativos que se han atribuido a la España de los dos últimos siglos no debe desembocar necesariamente en su inclusión en una supuesta y mal definida «pauta normal». El esquematismo de un enfoque de este tipo está lastrado por el carácter circular y la incapacidad para plantear problemas relevantes en la investigación histórica que, reiteradamente, se han señalado en la teoría de la modernización.
La orientación de los trabajos que aquí se incluyen parte, por el contrario, de la necesidad de analizar problemas históricos concretos y significativos, tanto desde la perspectiva actual de la investigación como desde el punto de vista comparativo. Aquí hemos ensayado una perspectiva determinada, pero suficientemente amplia, como es la de las relaciones entre el nuevo Estado que se construyó sobre el colapso del viejo absolutismo y el panorama heterogéneo y desigual de fuerzas e intereses que emergían de una sociedad cambiante y que, con demasiada frecuencia, se han catalogado a efectos de la argumentación histórica a partir de supuestos o simplificaciones poco contrastados. A estas alturas, nos parecía que el avance de las investigaciones hacía necesario someter a discusión muchas de las explicaciones heredadas.
Son evidentes los riesgos que ello conlleva, pero también nos parecía arriesgado y empobrecedor no intentar ir más allá de los estudios parciales, aunque necesariamente haya de ser siempre de modo provisional. Muchos de estos estudios vienen sugiriendo un plano de discusión más elevado, a partir de sus mismos resultados, a fin de superar algunas de las escisiones más llamativas en los estadios interpretativos de la historiografía actual. Sobre todo, la inercia de algunos de los planteamientos más arraigados no acaba de ser cuestionada por el conjunto de estudios empíricos que en las últimas décadas matizan considerablemente, o parecen dejar obsoletas, algunas de las claves explicativas heredadas en la historiografía.
El debate sobre los vínculos y apoyos sociales del Estado-nación no representa una tarea simple en el terreno de la investigación histórica. Tampoco está exenta del riesgo de las simplificaciones en ámbitos a menudo tentadores para el reduccionismo, como durante tanto tiempo han sido el de la política y los intereses presentes en la sociedad. Sin embargo, la importancia de este marco social en que se apoyó el Estado nacional español del siglo XIX es fácil de percibir como trasfondo de múltiples argumentaciones o debates de primer orden en nuestros días. El carácter que tuvo el Estado centralista, el alcance de su actuación en los diversos ámbitos y el tipo de intereses que lo condicionaban desempeñan un papel importante, cuando se analizan hoy cuestiones de cohesión o identidad nacional y se discute la expansión de las infraestructuras, la educación o múltiples aspectos de la vida pública hasta un pasado próximo a nosotros. A menudo, las teorías han supuesto que la generalización de un sistema de Estados nacionales era una pauta obligada en el mundo avanzado. No obstante, las investigaciones históricas muestran que su traslación a la realidad social tuvo más dificultades de las que se habían pensado como norma.
España contaba con una cierta tradición como entidad política antes del ingreso en la época de los Estados. ¿Fue el suyo un comienzo acertado? ¿O las hipotecas derivadas de los intereses en que se apoyaba la nueva formación política esterilizaron pronto los posibles impulsos innovadores? Desde las últimas décadas del siglo XIX se ha ido nutriendo preferentemente una consideración negativa de este problema. En su origen, ésta derivaba de un doble contexto, que iniciaba la época de la sociedad de masas y de la creciente internacionalización del capitalismo. Cuando estos procesos comenzaban su ascenso en el espacio europeo, en los inicios del siglo XX, España vivía una etapa de estabilidad institucional y política que, por primera vez en mucho tiempo, parecía insertarla en una cierta normalidad con respecto a otros Estados-nación de la Europa más próxima. Sin embargo, dicha estabilidad se asentó en el caso español bajo unas premisas que, en pocos años, socavarían la imagen de estabilidad del Estado y abrirían el cuestionamiento sobre su adecuación con respecto a sus cometidos dentro de una sociedad a la altura de los tiempos. En efecto, la imagen del atraso económico español, ante el auge y la competencia de otros países, se combinó con el carácter claramente ficticio de la política institucional, hasta llegar a consolidar el dictamen de una trayectoria fracasada en lo que se aceptaba que eran los cometidos de un Estado y sus vías de legitimación y de obtención de apoyos efectivos. La derrota en la guerra contra Estados Unidos y la pérdida de las colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, en 1898, acabó de dar fuerza a esta valoración, por encima incluso de los múltiples signos de dinamismo económico que se comprobaron en las décadas siguientes.
Cuando habían pasado seis décadas del final de la monarquía absoluta, casi un siglo después del arranque nacional que había supuesto el alzamiento contra los franceses en 1808, era sobre todo la construcción del edificio estatal en España lo que parecía no haber respondido a las expectativas que hacían en todas partes del Estado-nación el máximo agente civilizador y de cohesión social. El significado social del Estado y su papel en el desarrollo económico y de la identidad nacional se convertirían desde entonces en tres problemas discutidos. La explicación de lo que entonces se consideró un país «sin pulso» apuntó a lo que se pensaba que había sido una dinámica errónea o fracasada, precisamente en una tarea, la construcción del moderno Estado nacional, que en otras partes obtenía mayores consensos o reconocimientos.
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