Introducción
9
I. El periodo precrítico
9
II. La Crítica de la razón pura
24
1. La Estética trascendental
32
2. La Lógica trascendental
38
2.1. La Analítica de los conceptos
38
2.2. La Analítica de los principios
48
2.3. La Dialéctica trascendental
56
3. Los Prolegómenos y la segunda edición de la Crítica de
la razón pura
63
III. La ética
64
IV. La Crítica de la facultad de juicio
73
V. La filosofía de la historia. Los últimos años 81
Antología de textos
87
1. Historia general de la naturaleza y teoría del cielo
(1755). Prólogo
89
2. Sueños de un visionario , ilustrados por sueños de
la metafísica (1766)
97
2.1. Segunda parte. Capítulo 2
97
2.2. Capítulo 3. Conclusión práctica del entero tratado 98
3. Crítica de la razón pura
104
3.1. Prólogo a la primera edición (1781)
104
3.2. Prólogo a la segunda edición (1787)
108
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3.3. Introducción
120
3.4. [Intuiciones y conceptos]
(Lógica trascendental. Introducción)
132
3.5. Teoría trascendental elemental
133
3.5.1. Primera parte: Estética trascendental 133
3.5.2. Segunda parte: Lógica trascendental. Introducción 138
3.5.2.1. De la lógica trascendental
138
3.5.3. [División de la lógica]
140
4. Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? (1784) 140
5. Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785) 148
5.1. Capítulo 1: Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón al conocimiento filosófico
148
5.2. Capítulo 2: Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres
155
5.3. Capítulo 3: Tránsito de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón práctica pura
170
6. Crítica de la razón práctica (1788) 171
6.1. Prólogo
171
6.2. Libro primero: Analítica de la razón práctica pura. Capítulo 1, § 6: Observación
173
6.3. Conclusión
175
7. La religión dentro de los límites de la mera razón (1793) 177
7.1. Tercera parte, sección segunda: Representación histórica de la fundación gradual del dominio del principio bueno sobre la tierra
177
8. Metafísica de las costumbres (1797) 180
8.1. Segunda parte: Fundamentos metafísicos de la teoría de la virtud. VIII.2: La felicidad ajena como un fin que es a la vez deber
180
8.2. Fragmento de un catecismo moral
181
8.3. El ascetismo ético
185
Bibliografía
187
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Schopenhauer declaró que a Kant —como a todo filósofo verdadero—
sólo se le puede conocer por sus propios escritos; que está en un fatal error quien crea que puede enterarse de su filosofía por las exposiciones de otros. Creo que, en este punto al menos, hay que estar de acuerdo con Scho pen hauer; no quisiera que este librito induzca al lector a de -
soír esa saludable ad vertencia. El estudio introductorio y la antología de textos que aquí ofrezco aspiran, pues, a facilitar al lector profano o principiante en filosofía una primera aproximación —y aun incita-ción— a la lectura de los escritos kantianos, en modo alguno a suplan-tarla; tal vez puedan ayudar también a despejar algunos malenten didos frecuentes en quienes, por gracia de lecturas apresuradas y resúmenes escolares, se creen informados de lo que Kant dice.
No sé si hace falta advertir especialmente que mis desacuerdos con el maestro de Königsberg son harto más numerosos y más profundos de lo que estas páginas acaso dejen entrever; el caso es que tales discrepancias ni ca bían —ra zonadas con un mínimo de rigor— en el escaso es -
pacio de este estudio, ni ve nían a cuento en un escrito introductorio co -
mo éste: aquí no se trata de hacer crítica ni apología de Kant sino, ante to do, de empezar a entender lo que decía.
Barcelona, junio de 2007
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Introducción
I. El periodo precrítico
La biografía de Kant carece felizmente de esos rasgos anecdóticos que, en otros autores, suelen distraer de la lectura de sus escritos: ni viajes, ni amores, ni enemistades, ni ambiciones lo apartaron de la vasta y minuciosa labor de la filosofía. La vida de Kant es, esencialmente, su obra; lo demás puede resumirse en pocos párrafos.
Immanuel Kant nace en 1724 en Königsberg, ciudad portuaria de Prusia oriental, hijo de artesanos pobres y profundamente religiosos; de los ocho a los dieciséis años cursa estudios secundarios en el Collegium Fridericianum, donde adquiere el dominio cumplido del latín, la devoción por los autores antiguos (mayormente latinos tam -
bién) y los hábitos de disciplina y sobriedad que lo acompañarán durante toda la vida. El entorno familiar y escolar respira la pe culiar religiosidad del pietismo —especie de equivalente luterano de lo que, en los países anglosajones, se llama puritanismo—, cuya rígida disciplina espiritual de reglamentaciones, ejercicios piadosos y minuciosos exámenes de conciencia prolonga y complementa la férrea disciplina militar del Estado prusiano, pero también, a su ma nera, la sublima y dulcifica (la música de Bach y de Händel no es ajena a su inspiración).
A los dieciséis años, Kant ingresa en la universidad de Kö nigs berg.
Cierta leyenda lo quiso estudiante de teología; la verdad es que el currículum de estudios de Kant fue un enigma ya para sus bió grafos contemporáneos: al parecer, ninguna rama del conocimiento humano 9
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(ni siquiera la teología) fue ajena a su afán de saber. Sabemos que acu-dió asiduamente a las clases del profesor Martin Knutzen sobre filosofía y matemáticas, asignaturas que incluían ge nerosamente la física de Newton y el derecho natural, la lógica y el cálculo infinitesimal, la ética y la astronomía. A los veintidós años, el studiosus Immanuel Kant presenta a la facultad de filosofía su primera obra, Ideas sobre la verdadera apreciación de las fuerzas vivas, que será publicada en 1749: un primer intento, de ejecución no muy exitosa, de terciar en el debate entre los seguidores de Leibniz, Des car tes y Newton sobre el concepto de fuerza y las relaciones entre física y metafísica.
Tras la muerte del padre, en 1746, pasa algunos años ganándose el sustento como preceptor en las casas de modestas familias burguesas de provincias; en sus ratos de ocio, en la soledad de remotas aldeas prusianas, sigue estudiando y escribiendo infatigablemente. En 1755, obtiene el doctorado en la universidad de Königsberg, con una tesis Sobre el fuego, y un modesto cargo de profesor en la misma universidad, con una disertación titulada Nueva dilucidación de los primeros principios del conocimiento metafísico. Durante quince años so portará, con paciencia y aun con fervor, unas abrumadoras cargas lectivas de hasta treinta y seis horas por semana. Enseña lógica y me tafísica, mecánica y física teórica, aritmética, geometría y trigonometría, antropología y geografía física (disciplina en la que era reconocido como primer espe-cialista de su país); todo por un sueldo que apenas le alcanza para sobrevivir, lo que explica suficientemente que sus publicaciones du -
rante este periodo se limiten a una serie de ensayos relativamente breves y escritos de ocasión. Sólo en 1770, a los cuarenta y seis años, obtiene la plaza de profesor ordinario de lógica y metafísica que ocupará hasta su retiro en 1796, y que le brindará el sosiego necesario para dedicarse a la elaboración de su filosofía. Mientras tanto, el joven profesor sobrelleva con imperturbable serenidad y buen humor las fatigas y las estrecheces de su empleo; quienes lo conocieron durante aquellos años lo recordarán como a un sabio de vida harto mundana, de trato 10
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afable y agudo in ge nio, asiduo de los salones de la burguesía local y de las fondas, donde juega al billar y a los naipes y alterna con comerciantes, viaje ros y militares, a los que de paso imparte lecciones de matemáticas, geografía e ingeniería militar.
La filosofía que en aquel entonces impera en las universidades prusianas es el racionalismo de Christian Wolff (1679-1754) y sus discípulos, la “metafísica escolar” que será el blanco de la polémica kantiana en los escritos de madurez. El núcleo de esa doctrina es la filosofía de Leibniz, o más exactamente, los pocos escritos de Leib niz que eran conocidos por entonces. Leibniz había concebido el re mo to ideal de un saber universal que tuviera la certeza de las de mos traciones lógicas o matemáticas; Wolff, con menos cautela, construye un vasto sistema filosófico que pretende ser la realización de ese ideal. A fuerza de definiciones y silogismos, rehaciendo argumentos prestados de Leibniz y de los escolásticos, demuestra la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, los fundamentos de la moral y del de recho. Kant debió de barruntar pronto lo falaz de esas deducciones, cuya refutación precisa, sin embargo, no alcanzará sino al cabo de muchos años y diversos intentos preliminares. Aun así, recordará con gratitud y elogio a Wolff, en la misma obra en la que emprende la demolición definitiva de su sistema, como al creador de aquel “espíritu de rigor” que debe presidir a toda investigación metafísica (Pró logo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, B XXXVI).
Para la historia, Wolff será el gran precursor de la Aufklärung, la Ilustración alemana, cuya culminación será la obra del propio Kant. A petición de algunos profesores pietistas, recelosos de su excesivo racionalismo en teología, el rey Federico Guillermo I, el “rey sargento”, des-tituye a Wolff de su cátedra; lo restituye pocos años después, en 1740, su hijo y sucesor, Federico II. Virtuoso de la flauta travesera y del arte militar, corresponsal de Voltaire, amigo de ilustrados y librepensado-res, Federico II promulga la libertad de culto y de pensamiento, medida bastante insólita en su tiempo. Kant le dedica en 1755, con sincera 11
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admiración, su Historia general de la naturaleza; aún en 1784, en su ensayo más célebre, la “edad de la Ilustración” le equi vale a “el siglo de Federico”.
La Ilustración alemana, notoriamente menos radical que la francesa, carece de posturas materialistas, ateas o revolucionarias; su historia consiste, esencialmente, en un erudito debate entre los partidarios de una religión “racional” (Reimarus, Lessing, Mendelssohn) y los no me -
nos comedidos defensores de la religión revelada (Ha mann y Her der); debate en el que las convicciones del ala más extremista —li mitada a la persona de Reimarus, cuya obra fundamental fue de publicación póstu-ma, anónima y fragmentaria— son más bien afines a la “religión natural” de los ilustrados franceses más mo derados, Maupertuis y Voltaire; Lessing profesaba, en privado, el pan teísmo de Spinoza, según reveló tras su muerte, no sin levantar notable escándalo, su amigo Jacobi. La vida de Kant transcurre en esa atmósfera de educada controversia: Hamann fue amigo suyo; Herder, el teórico del Sturm und Drang, había sido su alumno en Königsberg, y ambos fueron críticos severos de su filosofía; el filósofo y literato judío Moisés Mendelssohn fue el primero que, desde 1763, llamó la atención del público culto sobre los escritos de Kant.
A esas influencias intelectuales es preciso añadir la de la física de Newton, con la que Kant estaba familiarizado desde que fue estudiante de Knutzen. Los problemas de la nueva física inspiran gran parte de sus primeros escritos: la tesis doctoral Sobre el fuego (1755), la Mo -
nadología física (1756), los opúsculos Nuevo concepto del movimiento y del reposo (1758) y Ensayo para introducir las magnitudes negativas (1763), así como el curioso bosquejo Sobre el fundamento primero de la diferencia entre las regiones del espacio (1768). En 1763 escribe, en su Investigación sobre la claridad de los principios de la teología natural y de la moral: “El auténtico método de la metafísica es, en el fondo, el mismo que el que Newton introdujo en la ciencia de la naturaleza”.
A los treinta años, Kant no sólo estaba al corriente de la ciencia fí sica 12
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de su tiempo, sino que fue incluso capaz de contribuir a su pro greso con algún hallazgo notable. En su Historia general de la na tu raleza y teoría del cielo, publicada en 1755, sugiere que las nebulosas elípticas que se observan en el cielo nocturno —fenómeno por en tonces muy discu-tido entre los astrónomos— no son otra cosa que vastos y remotísimos cúmulos de estrellas fijas. La hipótesis, confirmada hacia finales del siglo, aún en vida de Kant, por las observaciones del astrónomo William Herschel, acredita al filósofo de Kö nigsberg como descubridor de lo que hoy llamamos galaxias. Y lo que es más, en el mismo libro presenta una audaz teoría sobre el origen del universo: en el principio
—tal es su conjetura— estaba el caos, la sola materia dispersa al azar; pero esa materia estaba ya in vestida de las dos fuerzas mecánicas que ahora registramos: la fuerza de atracción o gravedad y la fuerza de repulsión. En el tiempo infinito, la acción y la interacción de esas dos fuerzas va provocando, poco a poco, la concentración de la materia dispersa en un movimiento de torbellino y de ahí, finalmente, la formación de galaxias, sistemas solares y planetas. Como es sabido, Newton mismo, en el célebre “Escolio general” a la segunda edición de los Principia mathematica, de 1713, había declarado imposible semejante explicación, sosteniendo que el orden y la regularidad del universo no pueden deberse a simples leyes mecánicas, sino únicamente a la obra directa de Dios.
La suerte fue adversa a los descubrimientos científicos de Kant: la quiebra del editor, mientras el libro estaba en prensa, y la sub si guiente confiscación de sus fondos impidieron que la Historia general de la naturaleza llegara a conocimiento del público en su momento; la obra no se reim primió hasta en 1799 y permaneció casi desconocida durante me dio siglo más. Tres años antes, en 1796, el astrónomo y ma temático francés Pierre-Simon de Laplace había propuesto, en su Exposition du système du monde, una cosmogonía mecánica que coinci día, en todo lo esencial, con la de Kant (de la cual Laplace, con to da probabilidad, no tuvo noticia), con el añadido de una formalización matemática rigurosa. El clima 13
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intelectual de la Gran Revo lución era propicio a las teorías materialistas; es fama que Laplace, interrogado por Napoleón Bonaparte acerca del lugar que ocupaba Dios en su sistema del mundo, respondió ufa-namente: “Señor, no he tenido necesidad de esa hipótesis”. No fue éste, ciertamente, el parecer de Kant, que introduce su tratado con una protesta de escrúpulo religioso: “No me resolví a atacar esta empresa hasta que no me vi en seguridad respecto a los deberes de la religión (…).
Mas justamente la concordancia que hallo entre mi sistema y la religión eleva mi confianza en vista de todas las dificultades a serenidad imper-térrita”. El argumento que justifica tal concordancia, equidistante de la piadosa reserva de Newton y del desparpajo ateo de Laplace, no carece de sutileza teológica: crear un puro caos que, provisto tan sólo de dos sencillísimas leyes mecánicas, fuera capaz de generar por sí solo un orden infinito —arguye Kant—, era cometido inesti ma blemente más digno de una inteligencia divina de lo que hubiera sido la mera pro-ducción del artefacto cósmico acabado: “Hay un Dios justamente porque la ...