
- 206 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
Según Borges "Wakefield" es el mejor relato de Hawthorne y acaso uno de los mejores de la literatura.El argumento es el siguiente: Wakefield decide ausentarse por unos días de su casa y de su mujer. Le dice a su esposa que se va de viaje, pero alquila una habitación a unas pocas cuadras de su casa, desde donde puede espiar a su cónyuge. Así pasa los siguientes veinte años, hasta que un día regresa como si nada hubiera pasado.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Literatura general1860. Regreso a Estados Unidos
Novela: The Marble Faun
1862. Comienza a sufrir depresiones y diversas afecciones psíquicas y físicas.
1863. Publica Our Old Home, colección de apuntes sobre Inglaterra
1864. Fallece (mayo 19) en una zona montañosa cercana a New Hampshire.
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WAKEFIELD
De alguna vieja revista o periódico recuerdo una historia, contada como cierta, respecto a un hombre —llamémosle Wakefield— que se ausentó durante un largo tiempo del hogar que compartía con su esposa. El hecho, dicho así en abstracto, no es muy raro, ni tampoco —sin una debida consideración de las circunstancias— debe ser condenado como malo o insensato. Sin embargo, aunque haya estado lejos de ser el caso más grave, es quizás el más extraño que se haya registrado sobre la inconducta marital, y además uno de los fenómenos más notables que se pueden encontrar en toda la lista de las rarezas humanas. La pareja vivía en Londres. Con el pretexto de un viaje, el hombre alquiló otra vivienda en una calle cercana a su propia casa, y allí, sin que lo supieran esposa o amigos, y sin la sombra de un motivo para ese auto-exilio, permaneció durante veinte años. Durante ese periodo vigiló cada día su hogar y frecuentemente a la abandonada Mrs. Wakefield. Y tras un intervalo tan prolongado en su situación matrimonial —cuando su muerte ya fue presumi-da como cierta, su herencia arreglada, su nombre borrado del recuerdo, y su esposa ya resignada al cabo de mucho tiempo a su viudez otoñal— entró por la puerta una tarde, silenciosamente, como al cabo de un solo día de ausencia, y se con-21
virtió en un amante esposo hasta su muerte.
Este resumen es todo lo que recuerdo. Pero el episodio, siendo de la más pura originalidad, sin precedente, y probablemente nunca repetido, llama a la generosa simpatía de la humanidad. Sabemos, y cada uno lo sabe por sí mismo, que ninguno de nosotros habría de perpetrar tal locura, pero pensamos que otro podría hacerlo. En mis propias contem-placiones, por lo menos, ha resurgido a menudo, siempre provocando el asombro, pero con una sensación de que el relato debe ser cierto y con una concepción sobre el carácter de su protagonista. Siempre que algún tema afecte con tanto vigor la mente, bien estará dedicar tiempo a pensar en él. Si el lector lo prefiere, que haga su propia meditación, o si prefiere divagar conmigo a través de los veinte años del extravío de Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá allí un sentido general y una moraleja, aunque no consiga-mos encontrarlos, fijarlos nítidamente y condensarlos en la frase final. El pensamiento tiene siempre su eficacia, y todo incidente llamativo tiene su moraleja.
¿Qué clase de hombre era Wakefield? Estamos en libertad de formarnos nuestra propia idea, y llamarla por su nombre.
Estaba en la mitad de su vida; sus afectos matrimoniales, nunca violentos, se habían amoldado a un sentimiento cal -
mo, habitual; entre todos los maridos, era probable que fuera el más constante, ya que cierta indolencia ponía su corazón en reposo, dondequiera que estuviera situado. Era un intelectual, pero no en forma activa; su mente se ocupaba de largas y perezosas meditaciones que terminaban sin finalidad alguna o carecían de vigor para obtenerla; sus pensamientos rara vez eran tan dinámicos como para atrapar las palabras.
La imaginación, en el sentido correcto del término, no inte-graba los dones de Wakefield. Con un corazón frío pero no depravado ni vagabundo, y con una mente que nunca fue 22
febril en ideas rebeldes, ni afligida por la originalidad, ¿quién pudo prever que nuestro amigo habría de obtener un sitio prominente entre los protagonistas de hechos excéntricos? Si se le hubiera preguntado a sus relaciones quién podía ser en Londres el hombre que con más certeza nada haría hoy que fuera recordado mañana, todos habrían pensado en Wake -
field. Sólo su entrañable esposa podría haber vacilado. Sin haber analizado su carácter, ella estaba parcialmente al tanto de un tranquilo egoísmo que se había derrumbado en su men -
te inactiva; al tanto de una peculiar clase de vanidad, su atributo más incómodo; al tanto de cierta inclinación a la astucia, que rara vez había producido efectos más positivos que guardar mezquinos secretos, que no valía la pena revelar; al tanto, finalmente, de lo que ella denominaba una pequeña rareza, alguna vez, en el buen hombre. Esta última cualidad es indefinible, y quizás inexistente.
Imaginemos ahora a Wakefield diciendo adiós a su esposa.
Es el crepúsculo en una tarde de octubre. Su equipo es un viejo abrigo, un sombrero recubierto de hule, botas altas, un paraguas en una mano, una pequeña maleta en la otra. Ha informado a Mrs. Wakefield que ha de tomar un carruaje nocturno hacia el campo. Ella de buena gana le preguntaría por la duración del viaje, su finalidad, la fecha posible de regreso; pero, indulgente con su inofensivo amor por el mi -
nisterio, sólo le interroga con una mirada. Él le dice que con certeza no le espere en el carruaje de retorno, y que no se alarme si llega a demorar tres o cuatro días, pero, en todo caso, que le espere para cenar al viernes siguiente. El mismo Wakefield, hay que considerarlo, no sospecha lo que tiene por delante. Le extiende la mano, ella extiende la suya, y responde a su beso de despedida en el estilo rutinario de diez años de matrimonio; y allí se va este Mr. Wakefield de edad mediana, casi resuelto a afligir a su dama con la ausencia de 23
toda una semana. Cuando la puerta se ha cerrado, ella advierte que ha quedado una rendija, y tiene una visión del rostro de su marido, a través de la apertura, sonriéndole, y desapareciendo en un momento. Por ahora, este pequeño incidente queda descartado sin pensarlo. Pero mucho después, cuando ella ha sido ya durante más años una viuda que una esposa, esa sonrisa reaparece y titila entre todos sus recuerdos sobre el rostro de Wakefield. En sus muchas meditaciones, ella rodea a la sonrisa original con una multitud de fantasías, haciéndola extraña y atroz: como, por ejemplo, si le imagina en un ataúd, esa mirada de despedida ha quedado congelada entre sus rasgos pálidos; o, si le sueña en el cielo, su espíritu bendito luce una sonrisa tranquila y astuta.
Por esa sonrisa, empero, cuando los demás le han dado por muerto, ella a veces duda de ser una viuda.
Pero nuestro asunto es con el marido. Debemos apresurar-nos tras él en la calle, antes de que pierda su individualidad y se confunda con la gran masa de la vida de Londres. Sería vano buscarle allí. Sigamos cerca de sus talones, por tanto, hasta que, tras varios giros y retrocesos superfluos, le encon-tramos cómodamente instalado junto al fuego de un pequeño apartamento, previamente reservado. Está en la calle inmediata a la suya y ha terminado su viaje. Apenas sí puede creer en su buena suerte, por haber llegado inadvertido hasta allí, recordando que, en cierto momento, fue entretenido por la multitud, justamente a la luz de una linterna encendida; y, asimismo, que había pasos que parecían seguir a los suyos, más nítidos que los de la muchedumbre que le rodea, y, en seguida, que escuchó una voz gritándole desde lejos, e imaginó que pronunciaba su nombre. Sin duda, una docena de entrometidos le habían estado vigilando y le contaron a su es posa todo el asunto. ¡Pobre Wakefield! Poco conoces tu pro -
pia insignificancia en este mundo enorme. Ningún ojo mor-24
tal te ha seguido hasta allí. Vete tranquilamente a la cama, tonto, y por la mañana, si lo crees sensato, vete a casa, donde está la buena Mrs. Wakefield, y dile la verdad. No te apartes, ni aun por una semana, de tu sitio en su casto seno. Si ella, por un solo momento, te creyera muerto, o perdido, o dura-deramente separado de ella, serías espantosamente consciente del cambio que tu honesta esposa experimentaría para siempre. Es peligroso provocar una grieta en los afectos hu -
manos, no porque se abra tan larga y tan ancha, sino porque se cierra tan rápidamente.
Casi arrepentido de su travesura, o de como pueda llamár-sela, Wakefield se reclina en el lecho, y, desde su primer sue-ñecillo, extiende sus brazos hasta la extensión amplia y solitaria de la desacostumbrada cama. “No —piensa, reuniendo la ropa de cama a sus costados—, no habré de dormir solo otra noche.”
Por la mañana se levanta más temprano que de costumbre, y se dedica a considerar qué es lo que realmente quiere hacer.
Tan inconexos y divagadores son sus modos de pensar, que ha tomado este paso especial con la conciencia de un propósito, en verdad, pero sin ser capaz de definirlo suficiente-mente para su propia contemplación. La vaguedad del proyecto, y el esfuerzo convulsivo con el que se sumerge en su ejecución, son por igual las características de un hombre vacilante. Wakefield tamiza sus ideas, sin embargo, con tanta minuciosidad como puede, y se descubre curioso por saber cómo están las cosas por casa: cómo su esposa ejemplar soportará la viudez de una semana, y, concisamente, cómo la pequeña esfera de criaturas y de circunstancias, en la que él era objeto central, será afectada por su ausencia. Una vanidad morbosa, por tanto, yace cerca del fondo del asunto.
Pero, ¿cómo habrá de conseguir él sus fines? No, ciertamente, encerrándose en este confortable alojamiento, donde, 25
aunque duerma y despierte a una calle de distancia de su hogar, estaría tan eficazmente afuera como si el carruaje le hubiera nevado durante toda la noche. Pero, si él llegara a reaparecer, todo el proyecto recibiría un duro golpe. Después de que su pobre cerebro quedara desconcertado sin remedio por este dilema, a la larga se aventura a salir, resolviendo en parte que habrá de cruzar por el comienzo de la calle y echar una rápida mirada sobre el domicilio abandonado. La costumbre —porque se trata de un hombre de costumbres— le lleva de la mano y le guía, totalmente sin advertirlo, hasta su propia puerta, donde, justo en el momento crítico, se sobresalta por el roce de su pie en el escalón. Wakefield, ¿adónde vas?
En ese instante su destino está pendiente de un punto deci-sivo. Sin sonar con el destino que le depara su primer paso de retroceso, se apresura, ya sin aliento, en una agitación nunca antes sentida, y apenas si se atreve a girar la cabeza en la alejada esquina. ¿Puede ser que nadie le haya visto? ¿Es que toda la gente de la casa —la honesta Mrs. Wakefield, la despierta criada, el pequeño y sucio recadero— no armará un alboro-to, a través de las calles de Londres, en persecución de su fugitivo amo y señor? Maravillosa huida. Junta el valor de hacer una pausa y mirar hacia el hogar, pero queda perplejo con la sensación de un cambio en el edificio familiar, tal como nos afecta a todos cuando, tras una separación de meses o de años, volvemos a ver cierta colina, cierto lago, cierta obra de arte, que antes nos fueron familiares. En casos comunes, esta impresión indescriptible es motivada por la comparación y el contraste entre nuestros recuerdos imper-fectos y la realidad. En Wakefield, la magia de una sola noche ha forjado una transformación similar, porque en ese breve periodo se ha producido un gran cambio moral. Pero ese es un secreto personal. Antes de dejar el lugar, obtiene un vis-26
tazo lejano y momentáneo de su esposa, que pasa tras la ventana del frente, con la cabeza orientada hacia el comienzo de la calle. El astuto simplón gira sus talones, asustado por la idea de que, entre un millar de similares átomos de mortalidad, el ojo de ella pueda haberle detectado. Contento queda su corazón, aunque su cerebro esté algo confuso, cuando se encuentra junto al fuego de su alojamiento.
Esto en cuanto al comienzo de este largo capricho. Tras la concepción inicial, y el revoltijo en el perezoso temperamento del hombre para llevarlo a cabo, todo el asunto se desarrolla en un cauce natural. Podemos suponer que el protagonista, tras el resultado de una profunda deliberación, se ha comprado una nueva peluca, de cabello rojizo, y ha seleccionado en un ropavejero judío algunas prendas, en una moda distinta a la de su traje marrón habitual. Ya está conseguido.
Wakefield es un nuevo hombre. Establecido ya el nuevo sistema, un movimiento retrógrado hacia el anterior sería casi tan difícil como el paso que lo colocó en esta posición singular. Por otra parte, se ha puesto cariacontecido por un malhumor que es rasgo ocasional de su carácter, y que ha sido provocado ahora por la inadecuada sensación que cree se ha producido en Mrs. Wakefield. No volverá hasta que ella no esté atemorizada casi hasta la muerte. Bien, dos o tres veces ella ha pasado frente a su vista, cada vez con paso más pesado, mejillas más pálidas, un ceño más ansioso, y a la tercera semana de su no-aparición, detecta un símbolo del mal que entra en la casa, bajo el disfraz de un boticario. Al día si -
guiente el aldabón queda almohadillado. Hacia el crepúsculo llega el carruaje de un médico, y deposita su pesada y pati-lluda carga en la puerta de Wakefield, de donde emerge tras una visita de un cuarto de hora, quizá como el heraldo de un funeral. ¡Mujer querida! ¿Morirá? A estas alturas, Wakefield se siente excitado hacia algo que es como una energía del sen-27
timiento, pero todavía se mantiene lejos del lecho de su esposa, consolando a su conciencia con la idea de que no debe ser molestada en esta emergencia. Si alguna otra cosa le retiene, él no lo sabe. A las pocas semanas ella gradualmente se recupera; la crisis ha pasado; su corazón está quizá triste, pero tranquilo, y, vuelva él tarde o temprano, nunca ese corazón volverá a estar febril por él. Tales ideas se perfilan a través de la neblina en la mente de Wakefield, y le hacen vagamente consciente de que un golfo ya casi imposible de atravesar separa su alojamiento alquilado y su hogar anterior. “Pero si está en la otra calle”, se dice a veces. ¡Tonto! Está en otro mundo. Hasta allí, ha postergado su regreso desde un día específico hasta otro; a partir de allí, deja indeterminada la fecha exacta. Mañana no; quizá la próxima semana; muy pronto. Pobre hombre. Los muertos tienen casi tanta oportunidad de revisitar sus hogares terrenales como la tiene el auto-proscrito Wakefield.
No tuviera yo todo un libro para escribir, en lugar de un artículo de unas doce páginas. Entonces podría ejemplificar cómo una influencia que está más allá de nuestro control coloca su pesada mano sobre cada uno de nuestros actos y teje sus consecuencias en esa férrea tela de necesidad.
Wakefield ha quedado hechizado. Debemos dejarle, durante unos diez años, merodeando por las cercanías de su hogar, sin cruzar una sola vez el umbral, siendo fiel a su esposa, con todo el afecto de que su corazón es capaz, mientras a su vez se va esfumando del corazón de ella. Hace ya mucho tiempo, debe señalárselo, que él ha perdido la percepción de la singularidad de su conducta.
Y ahora una escena. Entre la multitud de una calle de Lon -
dres distinguimos a un hombre que está envejeciendo y que posee pocas características que atraigan a observadores desa-tentos, pero que luce, en todo su aspecto, la escritura de su 28
destino poco común, para quienes sepan así leerla. Es un hombre delgado; su frente baja y estrecha está profundamente arrugada; sus ojos, pequeños y opacos, a veces vagan con aprensión en su derredor, pero más a menudo parecen mirar hacia adentro. Inclina su cabeza y se desplaza con una marcha indescriptiblemente oblicua, como si no quisiera exponer toda su parte frontal ante el mundo. Vigiladlo el tiempo suficiente para ver lo que hemos descrito, y compren -
deréis que las circunstancias —que a menudo producen hom bres notables entre la tarea común de la naturaleza—
han producido a uno aquí. Luego, dejándole caminar furti-vamente por la acera, posad vuestros ojos en la dirección opuesta, donde una mujer corpulenta, que ha avanzado considerablemente hacia el crepúsculo de la vida, y que lleva en la mano un libro de plegarias, se encamina hacia la iglesia que está más allá. Tiene ya el semblante plácido de la viudez estable. Sus lamentos se han esfumado o se han convertido en tan esenciales dentro de su corazón, que mal podrían ser cambiados por la alegría. Justo cuando el hombre delgado y la mujer corpulenta están pasando, se produce una ligera obstrucción, lo que lleva a ambas figuras a un contacto directo. Sus manos se tocan; la presión de la multitud fuerza al pecho de ella contra el hombro de él; ambos están de pie, cara a cara, mirándose a los ojos. Tras una separación de diez años, así reencuentra Wakefield a su mujer.
La multitud sigue en marcha y los arrastra a ambos. La sobria viuda, retomando su paso anterior, se encamina hacia la iglesia, pero hace una pausa en el portal y echa una mirada perpleja a lo largo de la calle. Entra, sin embargo, abrien-do al tiempo el libro de plegarias. ¡Y el hombre! Con una cara tan extraña que el Londres ocupado y egoísta se detiene a contemplarlo, se apresura a llegar a su alojamiento, cierra con un portazo y se arroja sobre la cama. Los sentimientos 29
latentes durante años ahora irrumpen; su mente endeble adquiere con ellos una breve energía; toda la rareza miserable de su vida se le revela de golpe: y llora, apasionadamente,
“Wakefield, Wakefield. ¡Estás loco!”
Quizá lo estaba. La singularidad de su situación debe ha -
bérsele moldeado en tal forma que, considerado en relación con sus semejantes y con el quehacer de la vida, no po dría decirse que estuviera sano. Obtuvo, o quizá le ocurrió, segre-garse del mundo, desaparecer, abandonar su sitio y los privilegios de los hombres vivos, sin ser admitido entre los muertos. La vida de un ermitaño no llega a ser paralela a la suya. Estaba en el bullicio de la ciudad, como siempre, pero la multitud pasab...
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