Irán: memorias del paraíso
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Irán: memorias del paraíso

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Irán: memorias del paraíso

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Descripción del libro

Higinio Polo viajó por Irán en busca de la vieja Persia: rastreó las huellas de Omar Jayyám y de Hasan Sabbah, el fundador de la secta de los asesinos; visitó Bam, la vieja ciudad del desierto ahora abandonada; paseó por Shiraz y Persépolis; comprobó por qué Estahan es la mitad del mundo; buscó y halló a los seguidores de Zoroastro; burlando a sus guardianes se introdujo en el mausoleo de Fátima y en la mezquita de imam Reza, el templo más sagrado del país; y se detuvo en los caravasar qeu aún se mantienen orgullosamente en pie, recordando las épocas que las caravanas recorrían la ruta de la seda. Esa vieja Persia está todavía ahí, encerrada en un Irán hermético, un país en el que las nuevas generaciones pugnan por vivir superando las severas limitaciones impuestas por la teocracia gobernante.Veinte años después de la revolución islámica, el poder los ayatol·las empieza a ser cuestionado, aunque el futuro está lleno de incógnitas: décadas de represión, primero del sha y después de los clérigos chiítas, casi consiguieron exterminar cualquier signo de progresismo, y el país bulle en un escenario en el que la vieja guardia jomeinista, que sigue controlando los principales resortes del poder, bloquea los tímidos intentos reformistas que parece querer impulsar el presidente de la república, Jatamí."Irán: Memorias del Paraíso" nos habla a un tiempo de todo eso: de los grandes poetas de la historia persa y de las condiciones en que hoy se desenvuelve la mujer; de la alegría popular ante la caída del sha y de los miedos a contar lo que ahora sucede; del fervor religioso del pueblo y de cómo se utiliza lo religioso para obtener prebendas del poder; en definitiva, nos habla del pasado y del presente, y lo hace de forma magnética, atrapando al lector con la amenidad tradicional de la literatura de los grandes viajeros.

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2002
ISBN del libro electrónico
9788495776136
ne de ca mello.
Había muchas torres de ventilación en la ciudad. En un de pósito de agua conté seis torres, airosas y blancas, que airea -
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ban las profundidades; la entrada a los subterráneos aparecía cerrada con una reja. Cuando estaba agotado quise aún pasar de nuevo por las torres del silencio, para ver de nuevo el crepúsculo sobre aquella desolación y, al volver, tomé de nuevo el libro de Jayyám. Leí en la cuarteta número 11: “Aquí, con un trozo de pan bajo los árboles, un cántaro de vino, un libro de versos —y tú a mi lado cantando en la soledad— ¡la soledad sería el paraíso!” La cuarteta número 27 decía: “Vine al mundo, como el agua que corre ciegamente, sin saber por qué, ni de dónde; y habré de abandonarlo como el viento que sopla en el desierto, sin saber a dónde ni por qué.” Miré aún, vacilante, la cuarteta 36, que decía que el pasado ya no existe y el futuro aún no ha llegado. Aquella noche me dormí recordando el olor característico del sudor humano en las ciudades del desierto que había notado en el bazar, aunque me nos agresivo que en otros lugares. Antes de abandonarme al sueño vi que en el Tehran Times hablaban de competicio-nes coránicas, de la recitación, memorización y traslación del Co rán, que se celebraban en agosto en la ciudad de Ker mans -
hah, en la ruta hacia Bagdad.
Al día siguiente fui a ver la torre de ventilación del palace -
te Bagh-e Doulat. El palacio contaba con un jardín fresco y un guardián nos ofreció verbenas y campanillas mientras nos hacía admirar otras flores y arbustos olorosos. Allí estaba el paraíso persa. La torre de ventilación era una obra notable: tenía por dentro una estructura de ocho compartimentos aislados entre sí, que se elevaban hasta una altura de treinta y ocho metros. El aire entraba por arriba y se canalizaba por los tubos triangulares de la torre, pe gados unos a otros en el in -
terior, formando un solo conjunto. Justo debajo de aquella chi menea de aire había un pequeño estanque con surtidor; junto a él, en el patio central que cumplía la función de dis -
tri buidor del palacete y de las habitaciones, había una alber-106
ca con otro surtidor. La estancia estaba cubierta por una bó -
veda, por la que entraba la luz, y a ella daban dieciséis venta -
nas ocultas con celosías de madera y de vidrios coloreados.
Fue ra, alrededor de la casa, se extendía el jardín, con uvas fres cas que ya es taban maduras, dos meses antes que en Eu -
ropa. Había palosantos y avenidas de pinos y el guardián nos ofrecía flores amarillas mientras nos enseñaba los caquis aún ver des: dijo que estarían así hasta que llegasen los meses fi -
nales del año.
En los bazares de Yazd vimos azúcar: lo hacían hervido con agua y después lo dejaban reposar cuatro días. Era azúcar de caña, al que llaman nabãt, que sirve para combatir los dolores de estómago. Los desperdicios de su fabricación, unas pla cas blancas, eran vendidos como alimento. El nabãt parecía un amasijo de diamantes burdos o de cristales minerales.
Mi raba los montones del nabãt y el movimiento del bazar: había grupos de mujeres con chador que compraban el ajuar para las novias y que recorrían las tiendas con alegría. En la calle, dos niños que arrastraban carros se peleaban con un anciano que también llevaba una carretilla. La disputa nacía de su común interés por ser contratados para llevar los fardos que descargaba una furgoneta. El viejo llevaba un casquete blanco en la cabeza y tenía una frondosa barba amarillenta, y apenas podía competir con la fuerza de los niños. Estuve mi rándolos un rato y vi que uno de los chavales se colgaba paquetes a la espalda. Al final, el viejo se marchó sin carga.
Ha bía perdido la partida. Todos estaban a la espera de quienes llegaban con mercaderías y cuando divisaban a uno inicia ban una dura lucha para colocar sus pequeños carros in -
me diatamente detrás de las furgonetas, para cerrar el paso a los competidores y forzar así al transportista a contratar sus ser vicios. Vi que lo hacían en medio del tráfico y que seguían du rante un largo trecho a los conductores.
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Después nos sentamos en la hierba de la plaza Chajmagh, ante el edifico de los dos minaretes esbeltos que simulaba ser una mezquita, aunque no lo era: el eyvãn Amir Chajmagh, y es peramos a que empezase a caer la tarde. El sol se había ocul tado tras las casas y el Amir Chajmagh se teñía de tonos dorados mientras los azulejos empezaban a confundirse con la noche. De vez en cuando llegaban ráfagas de aire caliente del desierto. Cuando ya no se distinguía un hilo blanco de un hilo negro, como en el Corán, había numerosos grupos de personas sentadas en la hierba. Se oía al muecín que llamaba al rezo. Era la última oración del día y desde los altavo ces llegaba un canto que se perdía después entre los ca lle jones.
La última noche en Yazd me entretuve mirando a un grupo de japonesas que sonreían alborozadas, en la tienda de re -
cuer dos que tenía el hotel, ante unos collares y unos brazale-tes: acababan de llegar desde el aeropuerto, directamente des -
de Japón. Después, mientras esperaba la cena, leí otra cuarteta de Jayyám, la número 66: “¡Ah, quién pudiera crear el mun do de nuevo, y obligar al en cargado del libro del destino, a inscribir nuestros nombres en otra hoja sin mácula, o a bo rrarlos por completo!”
Mi nombre, en el libro del destino.
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ESFÃHÃN, LA MITAD DEL MUNDO
Camino de Esfãhãn toda la tierra era un desierto. No era ex traño. De hecho, buena parte de Irán es un desierto. De já -
bamos resbalar con cansancio la mirada por extensiones que parecían infinitas, monótonas, hasta que aparecía un caravasar abandonado, de cuando el mundo —no hace tantas décadas— se movía todavía con el ritmo cansino de las caravanas, o hasta que aparecían unos cerros. Nos detuvimos en un ca -
ravasar: ahora guardaban en él los camellos y las partes de -
rruidas de los muros estaban cerradas con grandes ruedas de camión, para evitar que los animales se escapasen. Los muros de barro se deshacían, volvían a la tierra como si quisieran ha cernos olvidar que un día pasaron por allí las caravanas.
Llegamos a Nain. La mezquita tenía unos sótanos frescos que se iluminaban desde el harãm a través de unas piedras traslúcidas que cubrían las lucernas practicadas en el suelo.
Pensé que aquellas planchas serían una variedad de mármol o una sortija de luz. El interior de la mezquita era muy fresco y era agradable sentarse allí para olvidar el fuego del de -
sierto. “Tiene mil años”, nos de cía el guardián, “y el mihrab setecientos”, mientras tocaba el púlpito de madera labrada, 109
orgulloso de mostrar la historia de Irán. Era la mezquita del viernes de Nain, la más notable de la ciudad.
Vimos que era una población de calles polvorientas y casas abandonadas alrededor de la mezquita, con algún depósito de agua y torres de ventilación aisladas. Casas y calles enteras estaban abandonadas, casi derruidas, en un estado tal que daba la im presión de que aquel mundo se estaba terminando: todo volvía a ser desierto y apenas la mezquita —el Is lam—
resistía a la rui na. En las áreas más modernas de la ciu dad en -
contramos las habituales tiendas con productos expuestos en la calle, autobuses desvencijados y motocicletas ruidosas, pe -
ro también se hacía notar la decadencia. Casi to do el bazar estaba cerrado: apenas quedaban algunas tiendas que permanecían abiertas, aunque sus propietarios parecían saber que todo había terminado. Un hombre melancólico nos dijo que el bazar estaba desierto porque muchos mercaderes habían muerto o se habían ido a otro lugar de la ciudad o emigrado a otros países. El bazar ofrecía una impresión de soladora: aban donado a su suerte, los pocos comercios que re sistían pa recían testimonios de otra época. Se estaba mu riendo, si no ha bía muerto ya. Era un bazar completamente cubierto, con claraboyas abiertas en las bóvedas y las largas galerías desiertas ofrecían la visión de un mundo que ya ha bía dejado de existir. Como si fuera una premonición, en una de las pa redes vi una extraña pintada, en ruso, un aviso o una frontera de aquella escritura en cirílico, que asiste a su decadencia. Al marcharme de Nain tuve la impresión de que ha bía visto el final de Irán, o, al menos, de la vieja Persia que había surgido del desierto y de los bazares.
Vi de lejos los primeros signos de Esfãhãn. Antes de entrar en la ciudad pensé que no sabía dónde se encontraba el Kar -
gas Kuh, o montaña de los buitres: allí tenían antaño su gua-110
rida los bandidos que atacaban los caminos de Esfãhãn. Y, sobre todo, pensé en el observatorio de Omar Jayyám y en su calendario, en su trabajo paciente, en sus días ganados a la vi da en el jardín que tanto amaba el poeta. El calendario que hizo Jayyám en Esfãhãn entró en vigor cuando ya hacía tres años que vivía en la ciudad y, según Amin Maalouf, fue inau-gurado el día cristino del 21 de marzo de 1079, o el primer día de Favardin del año musulmán 458. Crear un calendario, casi nada.
Al entrar iba leyendo algunas frases de Byron, en las que se mostraba admirado por la enorme cantidad de monumentos con que contaba la ciudad y seguro de que su riqueza artís-tica era comparable a Atenas o Roma. En algún lugar había leído que los cuatro monumentos más notables de Persia eran el mausoleo de Gonbad-e Ghãbus, que estaba en el nor -
te del país, la mezquita de Goharshãd, en Mashán, y las mezquitas del viernes y de Lotfol.lãh, ambas en Esfãhãn. Dos de ellas las tenía ya al alcance de la mano. Esfãhãn, por su belleza, era la mitad del mundo. Era una ciudad jardín, o, al me -
nos, lo había sido en otro tiempo. De hecho, los jardines persas habían sido la maravilla de oriente y aun de occidente, y Tamerlán y otros emperadores de Samarcanda hicieron construir allí espacios evocadores de los que nada ha llegado hasta nosotros: Ornamento del mundo, Jardín del paraíso —que era una redundancia puesto que la palabra jardín procede del persa “paradaeza”, o, como quiere Cansinos Assens, de “par-dis” o “pardus”, que quiere decir lo mismo— e incluso Jar -
dín de la alegría, todos eran jardines persas que habían ilumi -
nado los días de sus contemporáneos. Pero han desaparecido, y no sólo en Esfãhãn: en Teherán hubo un palacio-jardín, que fue construido por el sha ghãyãr Fath’ Ali en una colina del norte de la ciudad. Apenas tenemos de él una acuarela de J.
Laurens, hecha hacia 1848, que nos lo muestra; se encuentra 111
ahora en París, en la co lec ción Ziai-Gharagozlou. Otros célebres jardines funerarios del mundo, como el Taj Mahal de Agra, o la tumba del emperador Humâyûn en Delhi, en la In dia mongola, deben mucho a la idea de los jardines persas, idea que bebe en la imagen del paraíso en el Corán: ruiseñores y agua pura, vino delicioso, miel. El paraíso de los creyentes es también un jardín. Y el propio Pierre Loti recor -
da ba que los caravasares eran considerados jardines que se ofrecían al viajero.
Cuando llegué a Esfãhãn me di cuenta de que había acariciado aquel momento desde hacía mucho tiempo. Quería en -
contrar el rastro de Jayyám, aunque después supe que apenas quedaba nada de su época, ni tampoco nada relacionado con él: sólo podría mirar tres cosas que también el poeta había visto: eran la mezquita del viernes , la mezquita de Ali y el cementerio o mausoleo de Nezãm ol-Molk. No quedaba ninguna otra. El resto había desaparecido, no en vano la deca -
den cia de la ciudad se había iniciado en la época de los mongoles.
En Esfãhãn, la primera escena que vi en la plaza del imam Jomeini fue la protagonizada por un tipo con barba: salió de una tienda y escupió por un colmillo; después volvió a entrar con toda naturalidad. Al rato, me asaltó un sujeto hablándo-me en italiano. Era un comerciante. Cuando acabó el discurso le dije que gracias, pero que yo no era italiano, aunque no entendió ni una palabra. Todo el italiano que sabía se limitaba a aquellas frases hechas para el comercio. Después escuché el martilleo de los artesanos trabajando el cobre, el latón y otros metales. El calor era agobiante, espantoso, y cualquiera podría entregar la vida a cambio de no tener que pasar bajo el sol de la plaza del imam Jomeini a las seis de la tarde.
Había que refugiarse en los pasadizos interiores, buscando la sombra, imaginando el pasado o persiguiendo alguna visión 112
que pudiera haber visto también Omar Jayyám. Allí, en la os curidad del bazar, viendo trabajar a los artesanos, era inevitable pensar en la ciudad del cobre citada en Las mil y una no -
ches, una ciudad en la que nunca salía el sol, en la historia del perezoso entregado al capricho del destino que se inicia en la noche 211: cualquiera firmaría no ver nunca más el sol de fuego que nos abrasa.
Me senté en una terraza situada sobre el bazar. Al fondo se veían los cuatro minaretes y la cúpula de la mezquita del imam, y la gran portada, majestuosa sobre la plaza. A la derecha había un palacio con una terraza de columnas llamado Ali Ghãpu, y, enfrente del palacio, reinaba la cúpula de la mez quita Lotfol.lãh. La escena recordaba al pintor francés Eugène Flandin, que había hecho un viaje a Persia a lo largo de 1840 y 1841 y que pintó la plaza de Esfãhãn que yo tenía ahora ante los ojos. El francés la hi zo una explanada: era exactamente así, como yo la veía, aunque él contaba con el añadido exótico de los camellos, que ahora no po dían verse.
Flandin pintó comidas persas realizadas en el suelo por indí-genas tocados con sombreros puntiagudos, y recogió los de -
talles de techos y pinturas de las paredes. La enorme plaza ha bía servido como escenario para muchas cosas. En otra épo ca, las fa milias nobles bajtiyãr llegaron a jugar al polo, co mo los británicos, y allí tenían las porterías y preparaban los caballos antes del juego. No deja de ser una visión que hoy se nos antoja imposible. Grupos minoritarios como los bajtiyãr tuvieron después dificultades: ya tenían una difícil po sición en el país, que venía de décadas atrás y que Byron atribuye a su amistad con los ingleses.
Recordé, era inevitable, una de las escenas que, aunque nun ca había contemplado, había llenado mi imaginación durante mu cho tiempo. Ni tan siquiera recordaba dónde la había leído. Con ocasión de una de las manifestaciones con-113
tra el último sha, en aquella misma plaza de Esfãhãn, una cá -
mara cinematográfica fil mó unas imágenes en que se veía la acción de los militares dis pa rando contra el gentío para acabar con la protesta. El horror y la confusión, los gritos y el mie do dejaron paso al silencio en la gi gantesca plaza del imam, que entonces aún se llamaba plaza real: cuando todo el espacio se despejó la sangre teñía el suelo y, en medio de la explanada, solitario, quedó un inválido que miraba desde su silla de ruedas la boca de los fusiles. Entonces pensé en los comunistas iraníes, en el Tudeh, siempre perseguidos, vi viendo en la clandestinidad, asesinados por el sha Reza Pahlevi y por su hijo Mohamad Reza, por la embajada norteamericana y por los clérigos de Dios que ahora gobernaban. De hecho, la per -
se cución contra ellos venía de muy lejos. El doctor Taghi Arãni, principal dirigente comunista iraní, fue detenido en 1936 y asesinado después en la prisión. También corrió la mis ma suerte Josro Ruzbe, fusilado en 1958, y Ali Jãvari, y Parviz Hekmatyu, que fueron condenados a muerte, aunque una campaña internacional de de nuncia consiguió que les fue ra conmutada la pena: se les impuso cadena perpetua en pri sión, en 1966. Pero no era algo del pasado. En aquel pre -
ci so instante, mientras yo miraba la plaza del imam, el órga-no central del Tudeh, un periódico llamado N...

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