—¿Ya consumiste un haz?
—Perdonadme, pero hay haces y haces, y el vuestro era bastante pequeño12.
—Te enviaré un tronco económico13. Conserva más el calor.
—Lo conserva, precisamente, porque no lo da.
—Bien, mandaré que te suban un haz pequeño —asintió el piamontés, marchándose—. Pero quiero que mañana esté listo el ca -
pí tulo de los Caloríferos.
—Cuando tenga calor, tendré inspiración —replicó el turco, a quien acababan de encerrar bajo llave.
Si escribiéramos una tragedia, éste sería el momento de que apa-reciese el confidente. Se llamaría Nureddin u Osmán, y con aire a la vez discreto y protector, se adelantaría hasta nuestro héroe y le soltaría los siguientes versos:
Señor ¿qué horrenda pena aflige vuestra vida?
¿Por qué la augusta frente mostráis entristecida?
¿Acaso vuestros planes Alá, cruel, rechaza, o el sanguinario Alí, severo, os amenaza, los votos conocidos de vuestro corazón,
con desterrar la hermosa, que fue vuestra ilusión?
Pero esto no es una tragedia y a pesar de que necesitamos un confidente, tendremos que prescindir de él.
Nuestro héroe no es lo que parece, ni el turbante hace al turco.
El joven es nuestro amigo Rodolphe, recogido por su tío, para quien está elaborando un Manual del Perfecto Fumista. Efectivamente, el tío Monetti, apasionado de su oficio, había consagrado sus días a la fumistería. El digno piamontés había dispuesto para su uso particular una máxima poco más o menos semejante a la de Cicerón, y en sus momentos de entusiasmo exclamaba:
—Nascuntur poe... liers14.
12. Il y a fagots et fagots. Juego de palabras intraducible.
13. Bûche économique. Otro juego de palabras sin traducción posible.
14. Poelier, fumista en francés.
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Un día, pensando ser útil a las futuras generaciones, se le ocurrió formular un código teórico de los principios del arte en que tanto sobresalía y, según hemos visto, escogió a su sobrino para en cua -
drar el fondo de sus ideas en una forma que resultara compren si -
ble. Rodolphe tenía comida, cama, mesa, etcétera... y debía co brar a la terminación del Manual una gratificación de cien escudos.
Al principio, para animar a su sobrino, Monetti le adelantó ge -
ne rosamente cincuenta francos. Pero Rodolphe, que no había vis -
to una suma igual desde hacía más de un año, salió enloquecido en compañía de sus escudos y permaneció tres días fuera de ca sa.
¡Al cuarto día volvió solo!
Monetti, a quien urgía acabar su Manual, con el que esperaba ob -
tener un privilegio, temió que su sobrino cometiera otra trave su ra y para obligarle a trabajar, impidiéndole salir, le quitó las ro pas y en su lugar le entregó el disfraz bajo el cual le acabamos de ver.
Pero el famoso Manual no por esto adelantaba más, pues Rodol -
phe carecía de la inspiración necesaria para aquel género de literatura. Su tío se vengaba de su indiferencia holgazana en materia de chimeneas, haciendo sufrir a su sobrino una interminable serie de desdichas. Bien le acortaba la ración, bien le privaba de tabaco.
Un domingo, después de haber destilado sangre y tinta en el capítulo de los Ventiladores, Rodolphe rompió la pluma que le que ma ba los dedos y fue a pasearse por el jardín.
Como para burlarse de él y aún excitar más su deseo, no podía lanzar una mirada en torno suyo sin divisar en todas las ventanas una cara de fumador.
En el dorado balcón de una casa nueva, un elegante en batín mas cullaba entre dientes un aristocrático habano. Un piso más arri ba, un artista echaba a grandes bocanadas las olorosas nubes de un tabaco levantino que ardía en una pipa con boquilla de ám bar.
En la ventana de una cervecería, un rubicundo alemán so plaba la espuma de la cerveza y despedía con mecánica precisión los círculos concéntricos que se escapaban de una pipa de Cud mer. Al otro lado pasaban cantando grupos de obreros que se dirigían a las ba -
rreras, con la corta pipa entre los dientes. Los demás transeúntes, en fin, que cruzaban la calle, también fumaban.
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—¡Ah! —exclamó Rodolphe con envidia—. Excepto yo, y las chimeneas de mi tío, todo el mundo echa humo.
Y, con la frente apoyada en la barandilla del balcón, consideró cuán amarga era la existencia.
De pronto, oyó abajo una carcajada alegre y ruidosa. Rodolphe se asomó un poco para ver de dónde surgía aquel estallido de loca alegría y se dio cuenta de que la inquilina del piso inferior, la señorita Sidonie, dama joven del Teatro Luxemburgo, le había visto.
La señorita Sidonie salió a una terracita liando entre los dedos, con habilidad muy española, un papel relleno de tabaco amarillo que sacó de una bolsa de terciopelo bordado.
—¡Oh, qué hermosa tabaquera —murmuró Rodolphe, embo-bado en su contemplación.
“¿Quién será este Alí Babá?”—se preguntó por su parte la bella dama joven.
E imaginó un pretexto para entablar conversación con Ro -
dolphe, quien a su vez deseaba hacer lo mismo.
—¡Vaya, qué contrariedad! —se quejó Sidonie, como hablando para sí misma—. ¡Pues no encuentro los fósforos!
—Señorita ¿me haréis el obsequio de aceptar los que os ofrezco?
—y tras estas palabras, Rodolphe dejó caer desde el balcón dos o tres cerillas envueltas en un papel.
—Muchas gracias —y Sidonie procedió a aplicar lumbre a su cigarrillo.
—Oídme, por favor —la interpeló el falso turco, a cambio del pequeño servicio que os he prestado ¿podría atreverme a pediros...?
“¡Caramba, ya pide! —pensó maliciosamente Sidonie—. Ah, esos turcos tienen fama de volubles, pero son muy simpáticos.”
—Bien, decid, caballero —dijo en voz alta—. ¿Qué deseáis?
—Sólo suplicaros la limosna de un poco de tabaco. Hace dos días que no fumo. Tan sólo una pipa...
—Con mucho gusto, caballero... Pero, ¿cómo lo haremos? Si os tomáis la molestia de bajar a mi piso...
—¡Ay, no es posible! Estoy encerrado. Pero me queda el recurso de emplear un medio muy sencillo.
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Y Rodolphe ató su pipa a un bramante, deslizándola hasta la azotea, donde Sidonie la llenó abundantemente. Rodolphe procedió acto seguido y con gran lentitud, a la ascensión de la pipa, que llegó a él sin contratiempos.
—¡Ah, bella dama! —suspiró—. ¡Cuánto mejor me sabría este tabaco si pudiera encenderlo con la lumbre de vuestros ojos!
Sidonie oía este piropo ya por centésima vez, al menos, y, no obstante, no dejó de encontrarlo muy inspirado.
—Me halagáis... —declaró con falsa modestia.
—Ah, hermosa mía, os aseguro que sois tan bella como las Tres Gracias.
“Decididamente, este Alí Babá es muy galante”, pensó Sidonie.
—¿Sois turco, realmente? —quiso saber luego.
—No por vocación, sino por necesidad. Soy autor dramático.
—Y yo actriz —le informó ella. Y agregó—: Vecino, ¿querréis hacerme el honor de cenar y pasar conmigo la velada?
—Ah, señorita, aunque esta proposición entreabre para mí las puertas del paraíso, no puedo aceptar. Como ya os he comunicado, mi tío, el señor Monetti, fumista, me ha encerrado.
—Pero no por esto dejaréis de cenar conmigo—replicó Sidonie—. Escuchadme con atención. Entraré en mi cuarto y gol-pearé el techo. Fijaos en la dirección de los golpes y veréis la señal de una trampilla que hace tiempo condenaron. Procurad quitar la pieza de madera que tapa el agujero y, aunque cada cual esté en su casa, cenaremos juntos.
Rodolphe puso inmediatamente manos a la obra. Al cabo de cinco minutos de esfuerzos, quedaba establecida la comunicación entre ambas piezas.
“Ah —pensó Rodolphe—, el agujero es pequeño, pero siempre quedará espacio suficiente para enviarle a esa bella mi corazón.”
—Ahora vamos a comer —decidió Sidonie—. Preparar vuestro cubierto, que os pasaré exquisitos platos.
Rodolphe deslizó su turbante atado a un cordel al cuarto de aba -
jo, y volvió a subirlo cargado de comestibles; el poeta y la actriz, cada cual en su cuarto, empezaron a comer. Rodolphe de voraba con los dien tes el pastel y con los ojos a Sidonie.
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—¡Ay! —exclamó cuando terminaron el yantar—. Gracias a vos, mi estómago está satisfecho. ¿No podríais satisfacer también el hambre de mi corazón, que hace tiempo está en ayunas?
—¡Pobre muchacho! —se compadeció Sidonie.
Y encaramándose a un mueble, acercó su mano a los labios de Rodolphe, que se la cubrió de besos.
—¡Ah! —exclamó el joven turco—. Lástima que no podáis ha -
cer como San Dionisio, que tenía la facultad de llevar la cabeza en -
tre las manos.
A continuación se entabló una plática amoroso-literaria. Rodolphe habló de El Vengador y Sidonie le pidió que lo leyera. Aso mado al agujero, Rodolphe comenzó a declamar su drama a la actriz, la cual, para escuchar mejor, se había sentado en una butaca subida a una cómoda. Sidonie declaró que El Vengador era una obra maestra y como gozaba de cierta influencia, le prometió a Rodolphe que le haría admitir el drama.
En el momento más tierno del idilio, el tío Monetti dejó oír en el pasillo su paso grave, como el del Comendador. Rodolphe sólo tuvo tiempo de cerrar la trampilla.
—Toma —le dijo Monetti a su sobrino—, aquí tienes una carta que te persigue desde hace un mes.
—¿De quién será? ¡Ah, querido tío! ¡Soy rico! Esta carta me anun -
cia que he ganado un premio de trescientos francos en un certamen de Juegos Florales. ¡Pronto! ¡Mi levita y todo lo demás, pa ra que pueda ir a recoger mis laureles! Me esperan en el Ca pitolio.
—¿Y el capítulo de los Ventiladores? —inquirió Monetti con frialdad.
—Oh, tío, la cosa ha cambiado de aspecto. Devuélveme mis cosas. No puedo salir con este equipo.
—No saldrás hasta que hayas concluido mi Manual —le anunció el tío Monetti, encerrando al joven con dos vueltas de llave.
Tan pronto estuvo solo, Rodolphe no vaciló mucho tiempo sobre el partido a seguir. Ató sólidamente a un balcón una sábana transformada en cuerda de nudos y, a pesar del riesgo que corría, bajó, mediante aquella improvisada escalera, al terradillo de Si -
donie.
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—¿Quién hay? —preguntó ésta, al oír que Rodolphe llamaba con los nudillos en los cristales.
—¡Silencio! ¡Abridme!
—¿Qué queréis? ¿Quién sois?
—¿Y lo preguntáis? Soy el autor de El Vengador y vengo en busca de mi corazón, que se me cayó por la trampilla a vuestros pies.
—¡Desdichado! Pudisteis mataros.
—Oíd, Sidonie —continuó Rodolphe, mostrándole la carta que acababa de recibir—. Ya veis, la gloria y la fortuna me sonríen...
¡Que el amor haga lo mismo!
Al día siguiente, merced a un traje masculino que le proporcio-nó Sidonie, Rodolphe pudo huir de casa de su tío. Corrió a casa del corresponsal del certamen de los Juegos Florales, de quien recibió una rosa de oro de cien escudos, que vivieron poco más o me -
nos lo que las rosas verdaderas.
Un mes más tarde, el señor Monetti estaba invitado por su so -
brino al estreno del drama El Vengador. Gracias al talento de Sidonie, la obra obtuvo diecisiete representaciones y le produjo cuarenta francos a su autor.
Algún tiempo después, ya en primavera, Rodolphe vivía en la avenida de Saint Cloud, en el tercer árbol a la izquierda saliendo del bos que de Bolonia, en la quinta rama.
74
V
EL ESCUDO DE CARLOMAGNO
Al final de diciembre, los carteros de la administración Bi dault, recibieron el encargo de distribuir cien ejemplares de un bi llete de participación, cuya copia incluimos respondiendo de su ve ra -
cidad:
Señor...
Los señores Rodolphe y Marcel ruegan a usted se sirva dispensarles el honor de pasar la noche del sábado, víspera de Navidad, en ésta su casa. ¡Habrá bulla!
P. D. ¡Sólo se vive una vez!
PROGRAMA DE FESTEJOS
A las 7, apertura de los salones, conversación alegre y animada.
A las 8, entrada y paseo por los salones de los espirituales autores de El parto de los Montes, comedia rechazada en el teatro Odeón.
A las 8,30, el señor Alexandre Schaunard, distinguido filarmónico, ejecutará al piano “Influencia del azul en las artes”, sinfonía imi-tativa.
A las 9, primera lectura de la Memoria sobre la abolición de la pena de la tragedia.
A las 9,30 el señor Gustave Colline, filósofo hiperfísico, y el señor 75
Schaunard, entablarán un coloquio de filosofía y metapolítica com-paradas. Con objeto de evitar toda colisión entre ambos antagonis-tas, serán atados entre sí.
A las 10, el señor Tristán, literato, relatará sus primeros amores. El señor Alexandre Schaunard le acompañará al piano.
A las 10,30, lectura de la Memoria sobre la abolición de la pena de la tragedia , por segunda vez.
A las 11, relación de una cacería de...