La sencillez de las cosas.
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La sencillez de las cosas.

La razón de la República Constitucional.

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  1. 128 páginas
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La sencillez de las cosas.

La razón de la República Constitucional.

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Descripción del libro

La sencillez de las cosas es la contundente respuesta a la catástrofe política, social y económica provocada por el régimen de 1978. España no es una democracia, sino una monarquía de partidos estatales. El Estado impide a los ciudadanos elegir de forma libre y directa a su Gobierno. Igualmente, impide que los ciudadanos puedan elegir a sus diputados, todos ellos impuestos por los jefes de los partidos estatales. Esta es la catástrofe y su motor es el sistema electoral proporcional. Las listas de partidos –con independencia de que sean cerradas o se abran– son el medio por el que la corrupción se legitima y blinda su impunidad. En La sencillez de las cosas se analizan las instituciones que vertebran el Estado actual, se describen sus males, cuál es su origen y cómo estos afectan a la vida de los ciudadanos. A continuación propone la solución que la República Constitucional tiene para cada uno de estos males. Todas las soluciones expuestas parten de la libertad con la que nacen todos los ciudadanos y que ha sido secuestrada por los partidos estatales con la complacencia de la corona. El Gobierno sólo será digno cuando su presidente –que también lo será de la República Constitucional– pueda ser elegido en circunscripción única de toda España de forma directa y por mayoría absoluta, a doble vuelta si fuera necesario. La elección de los diputados sólo será digna cuando cada uno de ellos sea elegido por su nombre en distritos electorales de 100.000 habitantes y por mayoría absoluta, a doble vuelta si fuera necesario. Un hombre, un voto; un distrito, un diputado. La República Constitucional separará al fin los poderes del Estado e instituirá la representación política natural de los ciudadanos.

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Información

Editorial
El Viejo Topo
Año
2014
ISBN del libro electrónico
9788416288229

La corona

Todos los hombres nacen iguales, hechos de la misma sustancia.
¿Quién se atrevería a cuestionar esta verdad? Me aventuro a decir que nadie. Sin embargo son muchos –cada vez menos, afortuna-damente para la humanidad– los que están dispuestos a afirmar, y aún a defender, que viven hombres entre nosotros que son mejores que nosotros; afirman que la estirpe de una familia particular tiene mejor sangre que la que corre por nuestras venas; aseguran que, aún antes de nacer, los miembros de una familia determinada tienen derecho natural a sentarse por encima de los demás; nos dicen que tienen derecho a exigirnos contribuciones a los demás para que esta familia pueda vivir sin trabajar a costa del trabajo y los esfuerzos de todos los que no son ellos; nos mienten sus partidarios afirmando que en el seno de esta familia tienen todos cualidades con las que no han nacido ni se han molestado en cultivar; con la complicidad de su corte de lacayos aduladores nos impone leyes deleznables como la carta otorgada a la que llaman Constitución y que faculta al jefe de esta familia para cometer crímenes y disfrutar con impunidad de los beneficios que les reportan estos críme nes –¡y aún nos dicen que su legalizada impunidad no constituye un privilegio!–; quieren hacernos creer que viven a nuestro 20
servicio: ¡qué formidable factura nos hacen pagar por un servicio que se limita a su existencia!… ¿Cuántas infamias necesita soportar un hombre para apercibirse de la bota que le oprime el pecho?
¿En qué basan este derecho? En que los ascendientes de esta familia han sometido a nuestros ascendientes durante siglos y en que ello les legitima para someternos a nosotros y también a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos. Es inmoral la idea de que los descendientes de una única familia nazcan con derechos que están vedados al resto de la humanidad. Un hecho político que se legitima con la inmoralidad es necesariamente inmoral. ¿Por qué es inmoral la monarquía? Porque impone el principio de desigualdad entre los hombres al establecer que uno esté por encima de los demás por mera razón de nacimiento; porque la monarquía es la parte sometiendo al todo: un único miembro de la humanidad somete al resto de la humanidad con la única limitación del territorio; porque la sustancia de la que se compone la monarquía es el privilegio y este es invariablemente un ataque frontal a la dignidad humana: allí donde hay un privilegio la libertad está ausente.
Y aún más. La monarquía española actual no es ni tan siquiera la monarquía española tradicional. Esta última yace en El Escorial sin herederos. Soportamos una monarquía impuesta por un dictador. Quien acepta la corona que le entrega un dictador es el heredero del dictador. Quien se hace llamar rey en detrimento del orden sucesorio que caracteriza a la legitimidad dinástica de los monarcas es un usurpador que traiciona a su propio padre. Un olivo que viva cien años dará aceitunas cada año, su naturaleza no cambia aunque hayan sido varias las generaciones de hombres que hayan recogido su fruto cada otoño; del mismo modo, el paso del tiempo no puede cambiar la naturaleza de una corona creada por un dictador: su sustancia totalitaria se transmite a cada generación que pueda ceñirla. Si la monarquía es odiosa por sí misma, ¿cuánto 21
más no lo será una monarquía impuesta por un dictador? Si Juan Carlos ha sido y es el hijo político de Franco, Felipe es su nieto.
Nada importa que la omnipresente máquina de propaganda de este régimen manipule, mienta, niegue o desconozca la realidad de las cosas: la gravitación universal ya existía antes de que Newton la describiera. La realidad es ajena a la observación y no deja de ser la realidad con independencia de que alguien o nadie la des-criba. La monarquía actual es una monarquía franquista que alcan -
zó su presente status legal cuando Juan Carlos aceptó ser heredero de Franco a título de rey y juró lealtad a los principios fun da -
mentales del franquismo. Esta es la realidad de las cosas y no hay palabras, hechos ni años capaces de cambiarla.
¿Qué efectos tiene esta realidad política? Cuando un hecho –una situación política en el caso que nos ocupa– se legitima a sí mismo mediante una inmoralidad, todos los hechos emanados de este serán igualmente inmorales. El hecho en cuestión es una corrupción del orden natural por el que todos los hombres nacen iguales, compuestos de la misma sustancia. Son las aptitudes de cada quien, el azar y el esfuerzo invertido en el desarrollo de sus aptitudes por cada persona lo que distingue a unos de otros. Afirmar lo contrario o –no haciéndolo– actuar de forma contraria a la realidad es afirmar que la naturaleza biológica de los monarcas y sus familias se compone de una sustancia distinta a la del resto de la humanidad.
¿Y qué es esto sino una ensoñación? Sabedores de que la sustancia del monarca y la del súbdito es la misma, es una infamia que uno pretenda ser rey entre sus iguales y también lo es que estos consien -
tan que uno de sus semejantes se desiguale de ellos y se haga lla -
mar rey.
Si todos lo seres humanos nacen iguales, ¿cómo llegaron unos hombres a ser reyes en detrimento de otros? ¿De dónde proceden 22
estas estirpes que se enseñorearon de los demás? Acaso sucediera co mo apunta Paine: No podría ser difícil, en las primeras edades de un mundo poco poblado, cuando el empleo principal de las gentes con-sistía en atender a rebaños y manadas, que una banda de rufianes in-vadiera un país y le impusiera contribuciones. Una vez establecido así su poder, el jefe de la banda se las arreglaba para perder el nombre de
“ladrón” y adoptaba el de “monarca”, y de ahí el origen de la monarquía y de los reyes.
La inmoralidad pública es una corrupción de la moral pública.
La legitimación de esta corrupción es la fuente que produce todas las corrupciones imaginables. Muy al contrario de lo que afirman los medios adictos al catastrófico régimen del 78 y sus cortesanos, la corrupción no es una suma de fenómenos aislados e inconexos que tienen orígenes independientes entre sí en las personas que las llevan a cabo. La corrupción que caracteriza al régimen político español no es la de la codicia de quien encuentra la oportunidad para robarle impunemente a los contribuyentes, pues esta no es sino la más mezquina de sus manifestaciones. No, la más vil co rrup ción es de carácter moral, se asienta en la jefatura del Estado y desciende verticalmente a todos los órganos de los que se compone la estructura del Estado contaminándolo todo con su podredumbre.
Lo anterior no quiere decir que exista un plan preconcebido, una conspiración para corromperse y saquear el Estado hasta lle-varlo a la catástrofe política, social y económica que nos aplasta.
Lo que impulsa la piratería del Estado es la impunidad, que es la madre de la corrupción material. Una vez que quien tiene la oportunidad de corromperse tiene también la certeza de que el estado de cosas actual le permite hacerlo impunemente, los demás estamos inermes ante los criminales.
¿Cuál es, entonces, la más natural y sencilla de las soluciones 23
pa ra esta monarquía que, para nuestro mayor escarnio, ha sido co-ronada por un dictador? La supresión de la corona.
La corona ha de ser sustituida por una Presidencia de la República Española que también debe encargarse de formar Gobierno.
La elección de la persona que deba ocupar la Presidencia solo será digna cuando se realice en circunscripción única de todo el universo de electores españoles. Para que esta elección sea válida, el candidato necesitará contar con la mayoría absoluta de los electores, a doble vuelta si fuera necesario.
Desde hace décadas te hacen creer, ciudadano, que los entresijos del poder son de una complejidad tal que su conocimiento y com-prensión no están a tu alcance. Pero lo cierto es que la naturaleza de la urdimbre de intereses que rodea al poder se explica con pas-mosa sencillez: el fin único de la política es el de la conquista y conservación del poder. Todo es sencillo porque todo procede de la naturaleza. El jefe de la manada de lobos se impone a sus iguales por la fuerza. La naturaleza nos ha distinguido de entre el resto de los animales con la razón. Si solo la utilizamos para describir y comprender el universo no seremos más que lobos (ellos) y ovejas (nosotros) que saben dónde nacen, viven y mueren.
¿Quieres, ciudadano, elegir a tu jefe de Estado y de Gobierno o prefieres que elijan por ti un dictador muerto y el azar biológico?
Es una elección sencilla: dignidad o servidumbre voluntaria.
La dignidad solo es posible con el concurso de la libertad y esta solo se da en ausencia de la servidumbre.
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Los partidos estatales

No es el objetivo de esta obra describir las causas y el proceso por el que los partidos llegaron –hace décadas– a ser lo que hoy son.
Mucho habría que decir al respecto, pero, lejos del revanchismo, buscamos la libertad por encima de todas las cosas. Andando el tiempo, la libertad formará historiadores que describirán lo suce-dido en estas décadas ominosas ateniéndose a la realidad de los hechos y no a la propaganda oficial del catastrófico régimen del 78. Aún así, se hace necesario explicar brevemente el proceso de estatalización de los partidos para entender mejor los efectos que este hecho ha producido y que han dado lugar al estado de cosas actual.
El régimen del 78 –nacido en el 75– ha mantenido el Estado totalitario del que es heredero. El totalitarismo franquista se per-petuó con la fuerza de las armas. El totalitarismo neofranquista que caracteriza a este régimen se vale del engaño para producir el mismo resultado. El franquismo prohibió los partidos políticos y se dotó de un partido único integrado en el Estado. El juancarlismo comenzó arrogándose ilegítimamente la capacidad de dar la consideración de legal a los partidos políticos. Y decimos ilegítimamente porque la creación de un partido político es algo para lo 25
que los ciudadanos no necesitamos el permiso de nadie: es la ley natural la que nos da derecho a asociarnos para defender nuestros intereses y no consentimos que nos lo presenten como una dádiva.
Si aceptamos que nuestro derecho a asociarnos y a crear partidos políticos proceda del consentimiento de alguien, entonces estamos aceptando que ese alguien conserve el derecho a prohibirnos que nos asociemos. Y esto es inaceptable.
No obstante, los partidos aceptaron. Otra muy grave nota a este respecto es que distintos partidos aceptaron obtener la consideración de legal mientras otros partidos seguían siendo ilegales ante el Estado. Suponga usted que usted mismo y un amigo suyo deciden crear cada uno un partido y que el Estado aprueba la creación del partido de su amigo, pero rechaza el suyo y lo califica de ilegal.
Pues bien, no es necesario que lo imagine, esto es lo que sucedió y fue aceptado por los que –uno tras otro– iban pasando por la ven-tanilla del Estado postfranquista. Hubo incluso quien celebró su legalización, pero esta celebración fue en realidad la de su sometimiento a la ilegítima legalidad franquista contra la que llevaban luchando 40 años. Resulta incomprensible que se celebre la humillación, pero así fue. La glorificada Transición no es otra cosa que la humillación de la clandestinidad que acepta que el poder de la dictadura la acoja en su seno.
Tras la aceptación de los partidos de que Juan Carlos les otor-gara la consideración de legal, el juancarlismo se dio buena prisa en liquidarlos subrepticiamente mediante su integración en el Estado a través de dotaciones presupuestarias públicas a los propios partidos: el Estado compró a los partidos políticos. Y los partidos políticos se dejaron comprar por el mezquino dinero; unido este hecho al sistema electoral proporcional, se produjo la estatalización de los partidos, que perdura hasta la actualidad y que emponzoña 26
a cada nuevo partido que acepta estas reglas de juego totalitarias y que se inscribe voluntariamente en el sórdido registro estatal de partidos. El mismo proceso se repitió con los sindicatos y las asociaciones patronales.
El poder del Estado es inmenso. Los intereses de los ciudadanos y los del Estado son distintos y están, las más de las veces, enfrentados. Un único ciudadano que se enfrente al Estado será siempre derrotado. Esta es la razón de ser de un partido político: sumar el mayor número de ciudadanos que defiendan intereses comunes para hacerlos valer enfrentándose al Estado. Pero si los partidos está a sueldo del Estado, ¿quién defenderá frente al Estado los intereses de los que no estamos a sueldo del Estado? Nadie.
Son muchos los que justifican y aún defienden la financiación pública de los partidos a pesar de que esto suponga su estatalización. Argumentan que esta es la forma de impedir que una línea ideológica tenga más medios que otra para conquistar y conservar el poder. Señalan que unos partidos tienen más afiliados que otros y que este hecho desequilibra las capacidades de unos y otros. A ellos les digo que la democracia consiste en la adopción de decisiones por mayorías y minorías. Y también que es tarea de los partidos –y no del Estado con el dinero de los contribuyentes– la obtención del sostenimiento económico que precisen para la defensa de sus intereses –frente a los intereses de otros– mediante la persuasión a los ciudadanos para que se afilien a uno u otro partido con el fin de que participen en este sostenimiento. El dinero pro-cederá del mismo sitio, del bolsillo de los ciudadanos. Pero la posibilidad de que cada quien dé su apoyo económico exclusivamente a quien considere que mejor defiende sus intereses es cosa bien distinta a que el Estado nos exija contribuciones obligándonos a todos a financiar a todos los partidos al tiempo que nos impiden ejercer 27
ningún control sobre este reparto del botín de nuestros bolsillos.
La prohibición de la financiación pública de los partidos reportará un doble beneficio a los ciudadanos: pagaremos menos impuestos y tendremos control absoluto sobre a quién queremos financiar.
¿Cuál es el resultado de la estatalización de partidos, sindicatos y patronal? El consenso. ¿Qué gana el Estado con ello? La neutra-lización, desactivación, secuestro y control de la libertad política de los ciudadanos y del enfrentamiento de intereses, cuya existencia se niega constantemente desde todos los ámbitos del Estado y sus órganos de comunicación adictos. El consenso es la negación de la existencia de intereses enfrentados. El consenso es la negación de que tus intereses y demandas, amigo lector, están enfrentados a los de la banca o las eléctricas. El consenso es la afirmación de que lo que beneficia a la banca o a las eléctricas te beneficia a ti. Este colosal fraude político es lo que fortaleces cada vez que –con el actual sistema electoral proporcional– depositas un sobre en una urna, con independencia del sentido del voto.
La estatalización de los partidos –mediante su financiación pública unida al sistema electoral proporcional– y la no separación de poderes producen como resultado un Estado totalitario que impide a la Nación toda forma de expresión de sus demandas: los electores no pueden elegir nada porque las listas electorales se lo impiden (da igual que las listas sean cerradas o abiertas); los trabajadores no tienen quien defienda sus intereses frente a los de sus empleadores; y los empresarios crean asociaciones patronales con-troladas por una oligarquía que tienen como único objetivo em-butirse en el Estado, influir en la redacción y aprobación de las leyes y lucrarse con el dinero que, procedente de nuestros impuestos, el Estado les regala.
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* * *
El régimen político vigente en España en la actualidad es una monarquía de partidos. No es una democracia. La propaganda oficial le dice a usted lo contrario desde hace cerca de 40 años. A continuación demostraremos que la propaganda miente.
La democracia consiste en la libre y separada elección por parte de los ciudadanos de su Gobierno y de cada uno de sus diputados.
Volveremos más adelante sobre esta cuestión. Para mejor llegar a ella, examinemos antes cuál es la naturaleza del régimen político que soportamos y del papel que juegan los partidos estatales en él.
Partiremos de las dos esferas de acción política, la legislativa y la ejecutiva.
Si Juan Carlos era el hijo político del dictador, Felipe es su nieto político como ya hemos visto en el capítulo dedicado a la monarquía. Si descendemos verticalmente en la estructura del régimen de poder existente en España, el siguiente peldaño está ocupado por los partidos estatales. ¿Qué hay de los partidos? Para ser un partido político, este tiene que surgir necesariamente de la polis, de la ciudad, de la sociedad civil que se asocia para defender sus intereses. Habiendo distintos intereses en la sociedad tendrá que haber distintos partidos. La sociedad civil está compuesta de ciudadanos, el Estado no forma parte de la sociedad civil. De hecho, los intereses de los ciudadanos están enfrentados a los del Estado.
El nacimiento de la institución del Parlamento responde precisamente a este enfrentamiento: es el medio por el que los ciudadanos pueden defenderse de los abusos del inmenso poder que el Estado (esto es, el Gobierno) tiene a su disposición. Gobierno y Parlamento han de defender los intereses, respectivamente, del Estado y la Nación. El Estado es el Gobierno y la máquina administrativa 29
de sus instituciones. La Nación es la reunión de todos sus ciudadanos. El Estado se compone de institucion...

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