Francis Scott Fitzgerald
Cuentos de la Era del Jazz
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FRANCIS SCOTT FITZGERALD
Cuentos de la Era
del Jazz
Traducción de Esther Pérez Pérez
M o n t e s i n o s
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Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural Diseño portada: Miguel R. Cabot
ISBN. 978-84-96831-95-7
Déposito legal: B-3.533-2009
imprime: Limpergraf
Impreso en España
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SUMARIO
MIS ÚLTIMAS “FLAPPERS”
El Gominola
Esta es una historia sureña que se desarrolla en el pueblecito de Tarleton, en Georgia. Siento un profundo afecto por Tarleton, pero por alguna extraña razón, cada vez que escribo un cuento que transcurre en él recibo cartas procedentes de todo el Sur en las que arremeten contra mí en los términos más rotundos. “El Gominola”, publicado en The Metropolitan, atrajo la cuota que le correspondía de esas notas reprobatorias.
Lo escribí en circunstancias extrañas, poco después de que se publicara mi primera novela, y, además, fue el primer cuento en el que conté con colaboración, porque cuando me di cuenta de que era incapaz de resolver el episodio de la partida de dados, se lo pasé a mi esposa, quien, siendo como es una chica sureña, presumiblemente era experta en la técnica y la terminología de ese gran pasatiempo de la región.
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El lomo del camello
Creo que de todos los cuentos que he escrito este es el que me ha costado menos esfuerzo y quizás el que me ha divertido más. En cuanto al esfuerzo, lo escribí en un día en la ciudad de Nueva Orleáns, con el expreso propósito de comprar un reloj de pulsera de platino y diamantes que costaba seiscientos dólares. Lo empecé a las siete de la mañana y lo terminé a las dos de la madrugada. Se publicó en el Saturday Evening Post en 1920 y más tarde se incluyó en la O’Henry Memorial Collection de ese mismo año. Es el que menos me gusta de los cuentos recogidos en este volumen.
La diversión se derivó del hecho de que la parte del cuento relativa al camello es literalmente verídica; de hecho, tengo el 7
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compromiso con el caballero en cuestión de asistir al próximo baile de disfraces al que ambos seamos invitados vestido de parte trasera del camello, para resarcirlo de haberme convertido en su cronista.
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Primero de mayo
Esta historia algo desagradable, publicada como noveleta en Smart Set en julio de 1920, relata una serie de acontecimientos que tuvieron lugar en la primavera del año anterior.
Cada uno de esos tres sucesos me produjo una gran impresión.
En la vida real no guardaban ninguna relación entre sí, a no ser la histeria generalizada de esa primavera que inauguraba la Era del Jazz. Pero en mi cuento he intentado, me temo que sin éxito, trenzarlas, para poner de manifiesto un hilo conductor que revele el efecto que tuvieron esos meses sobre Nueva York, tal como lo percibió, al menos, un miembro de la que entonces era la generación más joven.
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Porcelana y rosa
—¿Y escribe para alguna otra revista? —inquirió la joven.
—Oh, sí —le aseguré—. He publicado algunos cuentos y obras de teatro en Smart Set, por ejemplo…
La joven se estremeció.
—¡ Smart Set! —exclamó—. ¿Cómo es posible? Esa revista publica cosas sobre chicas en bañeras azules y otras tonterías por el estilo.
Y experimenté el inmenso gozo de informarle que se refería a “Porcelana y rosa”, que fue publicado algunos meses antes.
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FANTASÍAS
Un diamante tan grande como el Ritz Los cuentos que siguen están escritos en lo que, si tuviera yo una estatura imponente, llamaría mi “segunda voz”. “Un 8
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diamante tan grande como el Ritz”, que apareció el verano pasado en Smart Set, fue concebido de punta a cabo para mi propio disfrute. Me encontraba en ese estado de ánimo que me es tan familiar caracterizado por una tremenda hambre de lujos, y el cuento comenzó como un intento de saciar esa hambre con alimentos imaginarios.
Un crítico famoso ha tenido a bien gustar de esta extrava-ganza más que de todas las demás cosas que he escrito. Perso-nalmente, prefiero “El pirata de la costa”. Pero, enmendando ligeramente a Lincoln: si este es el tipo de cosas que le gusta, este, posiblemente, es el tipo de cosa que le gustará.
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El curioso caso de Benjamin Button
Este cuento está inspirado en un comentario de Mark Twain, quien afirmó en cierta ocasión que era una lástima que la mejor parte de la vida transcurriera al inicio y la peor al final. Como puse a prueba su idea con un solo hombre en un mundo perfectamente normal no le hice ni siquiera la más mínima justicia a su aserto. Varias semanas después de terminarlo, descubrí un argumento casi idéntico en los Cuadernos de Samuel Butler.
Collier’s publicó el cuento el verano pasado, y provocó al hacerlo que un admirador anónimo de Cincinnati me enviara esta asombrosa carta:
Señor…
Leí el cuento de Benjamin Button en Colliers y quiero decirle que como cuentista sería usted un buen lunático. He conocido muchos chiflados en mi vida pero de todos los chiflados que he conocido usted es el más chiflado. Detesto gastar una hoja de papel con usted pero lo haré.
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Tarquino de Cheapside
Escrito hace casi seis años, este cuento es hijo de mis días de estudiante en Princeton. Después de haberlo sometido a una considerable revisión, Smart Set lo publicó en 1921. En la época en que lo concebí tenía una idea fija —la de ser poeta—
y el hecho de que me interesara en el sonido de cada frase, de que detestara lo obvio en la prosa, si no en el argumento, se transparenta en toda la trama. Probablemente, el peculiar afecto que siento por él se deba más a su antigüedad que a ningún mérito intrínseco.
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¡Oh, bruja de cabellos rojizos!
Cuando escribí este cuento acababa de completar la primera versión de mi segunda novela, y una reacción natural me hizo disfrutar una historia en la que no había que tomar en serio a ninguno de los personajes. Me temo que me dejé llevar hasta cierto punto por la sensación de que no tenía ningún plan preestablecido al cual ajustarme. No obstante, después de considerarlo debidamente, decidí dejarlo como estaba, aunque el lector puede sentirse algo perplejo por el elemento temporal. Debo añadir que sea como fuere que los años hayan lidiado con Merlin Granger, yo siempre pensaba en tiempo presente. El cuento se publicó en Metropolitan.
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OBRAS MAESTRAS INCLASIFICABLES
Los posos de la felicidad
De este cuento puedo decir que llegó a mí de manera irre-sistible, clamando porque lo escribiera. Se le acusará, quizás, de ser una obra de mero sentimentalismo, pero, en mi opinión, es mucho más. Por tanto, si carece de acentos de since-ridad, o incluso de tragedia, la culpa no es del tema, sino de cómo lo he utilizado.
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Apareció en el Chicago Tribune, y luego tengo entendido que uno de los antologadores que actualmente se arremolinan a nuestro alrededor le concedió el cuádruple laurel dorado o algún premio parecido. El caballero al que me refiero por lo general corre al encuentro de melodramas desoladores en los que aparece un volcán o el fantasma de John Paul Jones en el papel de Némesis, melodramas cuidadosamente disfrazados por unos párrafos escritos a la manera de James, que apuntan a las oscuras y sutiles complejidades que se verán a continuación, más o menos como lo siguiente:
“Curiosamente, el caso de Shaw McPhee no tuvo ningún efecto en la casi increíble actitud de Martin Sulo. Esto es un elemento parentético, y al menos a tres observadores cuyos nombres debo reservarme por el momento, les parece improbable, etc., etc., etc.”, hasta que se obliga al fin a salir de su cueva a la pobre rata de la ficción y comienza el melodrama.
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El señor Icky
Este cuento ostenta la distinción de ser el único escrito en un hotel neoyorquino que haya sido publicado por una revista. El hecho se verificó en un cuarto del Knickerbocker, y poco después esa memorable hospedería cerró sus puertas para siempre.
Transcurrido el período de duelo apropiado, apareció en Smart Set.
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Jemina
Escrito, como “Tarquino de Cheapside”, cuando me encontraba en Princeton, este relato se publicó años después en Vanity Fair. Le pido perdón por su técnica al señor Stephen Leacock.
Me reí mucho con él, especialmente cuando lo escribí, pe-ro ya no me provoca ninguna risa. Aun así, como hay quienes me dicen que es divertido, lo incluyo aquí. Me parece que vale 11
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la pena conservarlo unos cuantos años más, al menos hasta que el ennui de las modas cambiantes nos borre a mí, a mis libros y a este cuento, a todos de un plumazo.
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Con las debidas disculpas por este índice imposible, depo-sito estos Cuentos de la Era del Jazz en manos de quienes leen mientras corren y corren mientras leen.
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MIS ÚLTIMAS FLAPPERS
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EL GOMINOLA
Jim Powell era un gominola. Aun cuando me gustaría presentar-lo como un personaje atractivo, siento que estaría falto de escrúpu-los si os engañara sobre ese punto. Era gominola de corazón, de pura cepa, noventa y nueve y tres cuartos por ciento gominola, y creció perezosamente durante la estación de los gominolas, que en el país de los gominolas es cada estación, allá, muy al sur de la línea Mason-Dixon.
Hay que tener en cuenta que si llamáis gominola a un hombre de Memphis, es muy probable que se saque del bolsillo de atrás una cuerda larga y resistente y os cuelgue de un poste de telégrafo que se halle a una conveniente distancia. Si llamáis gominola a un hombre de Nueva Orleáns, probablemente sonría y os pregunte quién lleva-rá a vuestra chica al baile de Mardi Gras. El vivero de gominolas que produjo al protagonista de esta historia se encuentra en un punto equidistante entre ambas ciudades: es un pequeño pueblo de cuarenta mil habitantes que ha sesteado soñoliento durante cuarenta mil años en el sur de Georgia, y que se despereza ocasionalmente de su amodorramiento mascullando unas palabras acerca de una guerra que ocurrió en algún momento, en algún lugar, y que todo el resto del mundo ha olvidado desde hace tiempo.
Jim era un gominola. Vuelvo a escribir la frase porque suena muy bien, como si fuera el inicio de un cuento de hadas, como si Jim fuera encantador. De algún modo, evoca la imagen de un rostro redondo y apetecible y una gorra de la que salen todo tipo de hojas y vegetales. Pero Jim era largo y flaco y andaba doblado de tanto inclinarse sobre las mesas de billar, y era lo que en el Norte, donde to-do lo igualan, habrían calificado corrientemente de vago. Gominola 15
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es el nombre que se le da en todos los rincones de la irredenta Confederación a quien se pasa la vida conjugando el verbo holgazanear en la primera persona del singular: estoy holgazaneando, he holgaza-neado, holgazanearé.
Jim nació en una casa blanca situada en una esquina verde. Tenía en la fachada cuatro columnas muy castigadas por los elementos y al fondo una gran cantidad de celosías que formaban un alegre diseño a cuadros en el césped soleado y salpicado de flores. Originalmente, los habitantes de la casa blanca habían sido propietarios del terreno aledaño, y del aledaño a éste y del aledaño al aledaño también, pero de eso hacía tanto tiempo que ni siquiera el padre de Jim lo recordaba muy bien. De hecho, le había concedido tan poca importancia al asunto que, cuando agonizaba, como resultado de una herida de bala que recibiera en una reyerta, se le había olvidado contárselo a Jim, quien tenía entonces cinco años de edad y estaba terriblemente asustado. La casa blanca se convirtió en una pensión administrada por una dama de Macon de labios siempre apretados, a quien Jim llamaba Tía Mamie y detestaba con toda su alma.
Jim cumplió quince años, fue a la escuela secundaria, se dejó crecer unas greñas negras y le daban miedo las chicas. Odiaba su casa, donde cuatro mujeres y un viejo sostenían una cháchara interminable que se prolongaba de verano en verano acerca de qué terrenos habían pertenecido originalmente a la propiedad de los Powell y qué plantas serían las próximas en florecer. A veces los padres de las chicas del pueblo, al recordar a la madre de Jim e imaginar un parecido entre ambos en los ojos y el pelo, lo invitaban a sus fiestas, pero las fiestas lo intimidaban y prefería con mucho sentarse en un cigüeñal en el garaje de Tilly mientras jugueteaba con los dados o se explora-ba la boca ...