La llamada de España: escritores extranjeros en la guerra civil
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La llamada de España: escritores extranjeros en la guerra civil

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2004
ISBN del libro electrónico
9788496356016

E N S AYO

© Niall Binns, 2004
Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural Diseño: Elisa N. Cabot
ISBN: 84-96356-01-9
Depósito legal: B-37212-04
Imprime Trajecte, S.A.
Impreso en España
Printed in Spain
Many have heard it on remote peninsulas, On sleepy plains, in the aberrant fisherman’s islands Or the corrupt heart of the city,
Have heard and migrated like gulls or the seeds of a flower.
W. H. AUDEN
Para Peter y Alison Binns, mis padres Quiero agradecer, ¿cómo no?, a Vanesa Pérez-Sauquillo por su minuciosa lectura del manuscrito y sus muchas sugerencias y correcciones. Agradezco también a Justo Pérez y Jorge Riechmann, y a Rick Chaney y Anne McCabe, de la Universidad de Saint Louis (Madrid Campus), por su apoyo fundamental en el inicio de estas investigaciones hace ahora casi seis años.
INTRODUCCIÓN
El simple hecho de que se hayan escrito estos poemas tiene una significación literaria paralela a la existencia de la Brigada Internacional. Porque algunos de estos poemas, y muchos más que no hemos podido publicar, fueron escritos por hombres para quienes la poesía apenas existía antes de la Guerra Española. Algunos de estos escritores, por primera vez despertados a la poesía en España, murieron antes de poder cultivar su talento.
Los poetas y la poesía han tenido un papel importante en la Guerra Española, porque para mucha gente la lucha de los republicanos ha sido una lucha por las condiciones sin las cuales la escritura y la lectura de la poesía son casi imposibles en una sociedad moderna.
STEPHEN SPENDER, introducción a la antología
Poems for Spain (1939)
UNA GUERRA NI CIVIL NI ESPAÑOLA
“Vosotros sois la historia. Vosotros sois la leyenda. Vosotros sois el heroico ejemplo de la solidaridad y universalidad de la democracia”, clamó Dolores Ibárruri, La Pasionaria, en su despedida a los últimos voluntarios extranjeros de la guerra civil, encarnando con sus palabras una mitificación de las Brigadas Internacionales que no pierde su fuerza seductora con el paso de las décadas. El poeta inglés Stephen Spender, en las palabras del epígrafe de esta introducción, apuntaba a otra mitificación paralela, la del papel de los intelectuales en el conflicto: la guerra fue, se ha dicho, una guerra de poetas, la última gran causa capaz de cautivar y convencer ( ¿perderéis pero convenceréis? ) a los pensadores y escritores de todo Occidente.
Como siempre, mitificar supone falsificar, y no sólo han sido los historiadores franquistas y sus secuaces quienes se han burlado del supuesto heroísmo de los brigadistas; basta leer Men in 11
Battle (1939), la triste crónica de Alvah Bessie, comunista convencido hasta su muerte y fervoroso defensor del legado de las Brigadas, para saber de la indisciplina, las deserciones, las mezquindades y la hipocresía que existen en cualquier ejército pero que sin duda hieren más cuando se está peleando por un ideal: para salvar al mundo del fascismo. Bessie reconoce (y comprende) el recelo de los soldados españoles hacia los internacionales, un sentimiento que seguiría vivo a lo largo de las décadas: en los años sesenta Camilo José Cela dedicaría San Camilo 1936 “a los mozos del reemplazo del 37, todos perdedores de algo”, y no “a los aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar a españoles como conejos y a quienes nadie había dado vela en nuestro propio entierro”. Desde luego, la desmitificación a rajatabla resulta tan falsificadora como su contrario: pocos de los brigadistas fueron aventureros; el impulso de venir a España para los voluntarios marxistas (muchos de ellos exiliados de sus patrias, muchos de ellos comunistas convencidos) no es equiparable al de los soldados enviados por Mussolini y Hitler; reducir sus motivaciones a la sed de sangre y al desdén es aberrante. Porque Madrid fue el corazón del mundo: en palabras de W. H.
Auden, Madrid is the heart. Miguel de Unamuno, en su fatídico discurso del 12 de octubre de 1936, afirmó que “la nuestra es sólo una guerra incivil”, y la verdad es que no era ni civil ni española. Una tras otra, Italia, Hungría, Polonia, Portugal, Yugosla-via, Rumania, Alemania y Austria habían caído bajo regímenes fascistas o fuertemente antidemocráticos, condenando a sus oposi tores a la muerte, la cárcel o el exilio. Por eso la resistencia po pu lar en España, frente a un ejército rebelde apoyado desde el ini cio por Hitler y Mussolini, fue interpretada como un primer frenazo al efecto dominó, al inexorable avance del fascismo.
¿Có mo iba a ser una lucha meramente española?
La llamada de España atrajo la atención del mundo entero, y tanto política como intelectualmente colmaba un ansia que se había hecho cada vez más patente en las largas y mundiales se -
cuelas del derrumbe de 1929. La crisis social y económica de las 12
grandes democracias, Estados Unidos, Inglaterra y Francia, era interpretada por muchos como el agotamiento del capitalismo, y el discurso liberal sonaba cínico en medio del galopante desem-pleo y la pobreza. Surgía un urgente anhelo de grandes respuestas y el mundo intelectual, más sensible que nunca al cosquilleo de las utopías, se politizaba y se polarizaba. Unos pocos, impresionados por la agresividad contagiosa de Mussolini y Hitler, vi -
ra ban hacia la derecha filonazi de los frentes nacionales; otros, muchos más, se dejaban hechizar por las asombrosas hazañas, a la vez sacralizadas y demonizadas, de la Revolución Rusa, y se hacían miembros o compañeros de viaje de sus respectivos partidos comunistas. Así, cuando en julio de 1936 se divulgaba la noticia del levantamiento militar en España y del apoyo oportu-no de los Junkers y los Savoias para trasladar las tropas sublevadas a la península, no era extraño que tantos intelectuales, aunque ajenos a las realidades básicas de la historia española y al contexto conflictivo de los cinco años de la República, vislumbraran en la incipiente guerra civil la encarnación de su lucha por la utopía. En España se decidiría el futuro de la humanidad.
La literatura de los años treinta muestra todas las huellas de esta politización. En la década anterior el trauma de la Gran Guerra había alejado a los escritores de su entorno social y se palpaba el pacifismo en la autonomía estética de los poetas puros, en el ex -
perimentalismo formal de las vanguardias, en los buceos surrealistas por el inconsciente —las “amapolas cubiertas de metafísica” de Pablo Neruda— y en el “método mítico” que T. S. Eliot ha bía detectado en el Ulises de James Joyce y practicado en su propia obra, La tierra baldía: “simplemente un modo de controlar, de ordenar, de dar forma y significación a ese panorama in -
menso de futilidad y anarquía que es la historia contemporánea”.
Para el escritor de los años treinta, en cambio, herido ahora por la Gran Depresión, los experimentalismos y purezas y métodos míticos eran caprichos de una burguesía definitivamente decadente. El viejo orden estaba en crisis y los jóvenes tenían que comprometerse en la búsqueda de soluciones, de dar forma a un 13
nuevo mundo no en el escapismo trascendentalista de un poema o un cuadro, sino tomando posiciones ideológicas tanto en la es -
critura —una escritura directa, realista y política— como en la ac ción vital (mítines, manifestaciones, comités). Sólo los de otras generaciones podían permanecer ajenos: el irlandés W. B. Yeats preguntaría, en su poema “Política”: “¿Cómo puedo yo, estando allí esa joven, / concentrarme / en la política romana, / en la rusa o en la de España?”; y Virginia Woolf, al enterarse de la muerte en Bru nete de su sobrino favorito, el escritor Julian Bell, inten-taría en vano encontrarle sentido: “¿Por qué lo hizo? Supongo que es una fiebre en la sangre de la generación joven que nosotros no podemos entender. No he conocido a nadie de mi ge -
nera ción que sintiera así respecto a una guerra. Todos éramos objetores de conciencia en la Gran Guerra. Y aunque compren-da que ésta es una ‘causa’, y que puede ser llamada la causa de la libertad, etcétera, mi reacción natural sigue siendo la de luchar inte lectual men te; si yo sirviera para eso, escribiría en contra (...).
Pero en cuanto se emplea la fuerza, todo se convierte en algo absurdo e irreal para mí”.
Años atrás Virginia Woolf había dicho —y lo dicho se hizo cé -
lebre— que “más o menos en diciembre de 1910, el carácter hu -
mano cambió”. Había vuelto a cambiar, más o menos en octubre de 1929, desplazando a las vanguardias, haciendo de los intelectuales militantes y de su arte un arma. Las nuevas soluciones podrían parecer abstractas y utópicas, pero para algunos la utopía —el no lugar por definición— realmente existía, estaba te -
niendo lugar en la Unión Soviética. A ella viajaron, y volvieron con el optimismo más o menos intacto, André Malraux, John Dos Passos, Langston Hughes, Arthur Koestler, Gustav Regler y César Vallejo: la Revolución, aunque aún se notaran los trastor-nos de un parto violento, luchaba contra injusticias y desigualda -
des seculares y cuidaba a sus escritores. En el Primer Congreso de Escritores Soviéticos de 1934 se había promovido, es cierto, la ca -
misa de fuerza del realismo socialista —realismo en la for ma, so -
cia lismo en el contenido—, pero Stalin dignificaba al escritor como 14
“ingeniero de almas”, decretándolo así protagonista del nuevo mun do, alguien muy distinto del elitista y purista esnob de los sa -
lones capitalistas. Al año siguiente se celebró en París, bajo los aus -
picios de in telectuales comunistas, el Primer Congreso Internacional de Es critores en Defensa de la Cultura, donde las figuras estelares eran Malraux y André Gide, compañeros de viaje del comunismo pero defensores de la independencia del escritor. El congreso si guiente tendría lugar en julio de 1937 en España, donde la utopía había vuelto a tomar tierra y el carácter humano había vuelto a cambiar, más o menos a mediados de julio de 1936.
Lo diría Einstein, desde su exilio americano: “Lo único, da das las circuns tancias que cercan nuestra época, que puede guardar viva en no sotros la esperanza de tiempos mejores, es la lucha heroica del pue blo español por la libertad y la dignidad humana”.
Puede parecer inverosímil que se volviera tan pronto, después de la hecatombe de las trincheras de 1914, a glorificar el heroísmo de una guerra, pero así ocurrió en España. La espontaneidad de la resistencia popular, la fe de los voluntarios en su capacidad de influir en el rumbo del conflicto y del mundo, la sensación de estar haciendo o siendo Historia, y el uso casi improvisado y arte-sanal de la dinamita —“la vieja arma novelesca de las Asturias”, según Malraux— redujeron la guerra a una escala humana pese al avasallador poder destructivo de las nuevas armas alemanas, italianas y rusas. Además, desde la perspectiva de los intelectuales, la defensa de la República fue a la vez una defensa de la cultura o al menos de esas condiciones sin las cuales la escritura y la lec tura de la poesía son imposibles. O bien, como decía Bertolt Brecht: “una única y misma ráfaga de violencia arranca a un pueblo no sólo la mantequilla sino el soneto”. La muerte de Federico García Lorca y el “Muera la inteligencia” de Millán Astray fueron vistos como signos de que en la E s paña nacionalista la cultura sería perseguida con la misma saña que en la Alemania de Hitler. Además, el valor propagandístico de los esfuerzos culturales de la República por proteger los cuadros del Prado y alfabeti-zar a los milicianos en el propio frente de batalla fue un arma 15
entrañable y poderosa contra la barbarie fascista. Así lo señalaba Antoine de Saint-Exupéry, normalmente tan neutral y metafísico en sus escritos sobre la guerra: “He visitado, en el frente de Madrid, una escuela instalada a quinientos metros de las trincheras, tras un pequeño muro de piedra, sobre una colina. Un oficial enseñaba en ella botánica. Mostrando con sus manos los frágiles órganos de una amapola, atraía hacia sí a unos peregri-nos barbudos que, en torno a él, se quitaban el barro de sus za -
pa tos, llegando en procesión hacia la escuela, a pesar de los obuses. Una vez reunidos en torno al oficial, lo escuchaban, sentados en cuclillas, con el mentón apoyado en un puño. Fruncían el ceño, apretaban los dientes, no entendían gran cosa de las explicaciones. Pero se les había dicho que eran unos brutos salidos ayer de sus cuevas, que hacía falta recuperar su humanidad perdida, y ellos se apresuraban, con pesados pasos, para encontrarse con el oficial”.
Por último, vale la pena recordar que esta fascinación mundial por la guerra de España se debe en gran medida a los avances tec-nológicos de los medios de comunicación masiva. Fue la primera guerra mediática en la que el público podía seguir en periódicos, programas de radio y documentales proyectados en cines día tras día el desarrollo de la guerra, saboreando el suspense, escan-dalizándose ante el horror de las imágenes, emocionándose con el esplendor de los heroísmos y llorando por las miles de pequeñas tragedias. Dos fascistas franceses, Henri Massis y Robert Brasillach, al escribir su crónica de la “epopeya de Toledo” evocaron bien el hechizo de esta guerra-espectáculo: “hacia Toledo se dirigen todas las imaginaciones: nada puede apartarlas de ella. La suerte trágica de los amurallados del Alcázar hace palpitar, en todos los países, millones de corazones humanos que se preguntan: ‘¿Qué es de ellos? ¿Qué hacen? ¿Cómo logran subsistir?’ La intrepidez de los Cadetes maravilla, pero se tiembla por los niños y las mujeres que viven con ellos. ¿Cuánto tiempo podrán resistir todavía?”. Lo ocurrido en el asedio de Toledo volvería a ocurrir, escasas semanas después, con la defensa de Madrid y la lle-16
gada de las Brigadas Internacionales. Son los grandes mitos de los dos bandos: mitos mediáticos, mitos de proyección mundial.
¿CUÁNTO ENTENDIERON DE ESPAÑA?
¿Cuánto entendieron de España los brigadistas y los intelectuales extranjeros (casi todos ellos opuestos a Franco) que venían al país, convencidos de que Madrid era el corazón del mundo?
Compartían con los españoles, no cabe duda, la experiencia de la Gran Depresión pero estaban convencidos de que esta guerra era el preludio o el comienzo de una nueva guerra mundial, la batalla contra el fascismo y, sobre todo para los exiliados alemanes e italianos, de que su participación era la mejor manera de responder al apoyo prestado a los nacionalistas por Hitler y Mussolini.
Sin embargo, más allá de este salto muchas veces casi abstracto hacia una dimensión universal —el antifascismo planetario—, es evidente que la particularidad propiamente española del conflicto fue a menudo sumergida o simplemente ignorada. Las prome sas incumplidas de la República, que habían fomentado la frus tración de las izquierdas, la oposición encolerizada de las derechas y la pérdi da de protagonismo de los centristas —reforma agraria, reor-ganización del Ejército, separación de Iglesia y Estado, reestructu-ración educacional, autonomía para las regiones, reforma electoral—, y todas las complejidades y divisiones históricas de España, fueron escamoteadas en la burda divisa de los vo luntarios extranjeros: Franco=fascismo. Por otro lado, mien tras los combatientes e intelectuales españoles habían vivido la preguerra, es decir, ha -
bían formado parte de la tensa y cada vez más insostenible convivencia en tiempos de paz, la mayoría de los extranjeros llegaron a un país que no conocían, ...

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