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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Literatura generalALFONS CERVERA
Esas vidas
Montesinos

Esas vidas 152 pp.:Maquetación 1 21/12/09 10:54 Página 4
© Alfons Cervera, 2009
Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural/Montesinos Diseño Portada: Miguel R. Cabot
ISBN: 978-84-92616-11-4
Déposito Legal: B-5930-09
Imprime: Trajecte
Impreso en España
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Para José Luis Rodríguez García,
por la lealtad y por la vida.
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PRÓLOGO
Me parecía que, a cada ser, varias otras vidas le eran de bidas.
ARTHUR RIMBAUD
Dudando empiezo el día, aunque no obstante, apacible y sagrado es para mí su fin.
HÖLDERLIN
Sólo la muerte da sentido a la vida.
ALEJANDRA PIZARNIK
Poseía mi abuelo una vieja casa situada en el lugar más bonito de la ciudad, dando a la plaza Grenette, en la es quina de la Grand-Rue.
STENDHAL
Records de dies que no saps si has viscut o pensat.
VICENT ANDRÉS ESTELLÉS
Si fuéramos capaces de desaprender la superstición se gún la cual la realidad se desarrolla en un sólo plano…
JORGE RIECHMANN
Uno es inmortal mientras vive.
PHILIP ROTH
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Mi madre murió hace dos domingos. Se había caído en las escaleras de la casa un año y medio antes. No sufrió ningún daño. Pensaba que tenía la cabeza rota, como uno de aquellos tiestos donde la abuela Beatriz plantaba el pe -
rejil para las ensaladas. Pero no tenía la cabeza rota. Ni un chichón siquiera. Nada. Un susto. Eso se le quedó en los ojos aquella mañana de agosto. El pueblo ardía y en el río se bañaban los veraneantes. El golpe no dejó ninguna huella. Pero acabó matándola. La muerte está siempre ahí, cer cana, huele a su posible presa. La va tentando, como si fue ra un milagro insignificante le ofrece lo mejor de su sombra. Se golpeó en la cabeza y tardó en levantarse. Lue -
go dijo que la cabeza se le había roto por dentro. La llevamos al hospital. Un tac. La mancha de un tumor antiguo que no dejó ninguna huella. Estaba ahí, como un grano inú til. Nada más. No valía la pena la intervención quirúr-gica. Ya es muy mayor y a esas edades no se adelanta nada en la mesa de operaciones. Era la opinión de los médicos.
Y la nuestra. La mía. El médico la miraba con ternura. Có -
mo se encuentra. Ella también lo miraba con ternura. Bien.
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Cuando volvió a casa tenía miedo. Pensaba que se iba a caer, como en la escalera unos días antes. Se ayudaba con un bastón, tentaba el suelo con el extremo de goma anti-deslizante, los pasos eran como los de una tortuga. Rep -
taba en vez de caminar. El golpe la había llenado de mie -
do. No tenía nada pero ella contestaba siempre lo mis mo: tengo miedo y tener miedo es tener algo, ¿no? Dejó el bastón y pasó a caminar con un andador. La misma lentitud.
La misma manera de arrastrarse como una culebra que saca la lengua y respira el peligro. La casa era una cue va oscura habitada por monstruos. Como cuando era niña y al salir de la escuela recorría con sus amigas los es con dites de la montaña, en los alrededores del castillo. O co mo la noche en que los hombres del monte mataron en el calle-jón del cine a un maestro nacional. Eso fue después de la guerra. Muy poco después. Lo recordaba perfectamente, aunque el tumor la fuera dejando con la memoria a me -
dias. Unas cosas se recuerdan y otras no. Y más a su edad.
La memoria nunca la tenemos entera. Y a los noventa años aún menos. De vez en cuando levantaba la cabeza y miraba con los ojos llenos de agua. Es como si esos ojos siguieran aquí, en lo que ahora escribo, nada ajena aún su muerte, esa muerte que sea de quien sea y según dicen quie nes entienden de esas cosas siempre será la muerte de un fantasma. Brillan como si reflejaran la luz blanca del fluo rescente que cruza las vigas del techo. La casa tiene mu chos años. Pone una fecha en la superficie repintada de la cantarera. Mil ochocientos noventa y nueve. Más años que ella. Algunas veces es como si quisiera preguntar si las ca sas antiguas también tendrán miedo. No lo pregunta pe -
ro mira los números de la cantarera y pone cara de haber 10
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descubierto algo que para los demás pasa desapercibido.
Así miraba muchas tardes y luego escondía la cara entre los hombros, la humillaba sobre la toca de color azul con que los cubría no tanto para aliviar el frío cuanto por un sentido de la belleza que nunca la abandonaría. Las fotografías de la familia que guardamos en una caja de zapatos muestran el esplendor de sus quince años, y más tarde ese otro esplendor que desprendía su rostro el día de la boda con mi padre. No se ríe en esa fotografía. Abre ligeramen-te la boca, mira al centro de la cámara y se busca por dentro, como en los últimos días de su vida. Su piel es lo que más llamaba la atención, tersa, brillante, sin una sola arruga. Y eso que odiaba las cremas. Y la colonia. Debemos oler a lo que somos, decía apartando la mano de Ángeles cuando intentaba peinarla, recién levantada, con un poco de perfume fresco. Dejó el andador porque el miedo a caer s e se le iba metiendo en los huesos y le aflojaba los mús culos. La sentamos en un sillón de brazos anchos. Con dos cojines blandos para que estuviera cómoda. Año y me -
dio estuvo así, con los pies envueltos en sus zapatillas ne -
gras, con las piernas cubiertas por dos mantas a cuadros ro jos y azules. Siempre tenía frío, aunque pusiéramos cer -
ca el aparato de la calefacción en el invierno. Había si do hermosa. Aún lo era. Un día estuvo a punto de morirse, re cién casada, no sé si yo había nacido, o sólo mi her ma -
no. Una apendicitis aguda, dijeron los médicos de la ciudad. Se curó y desde entonces siempre contaba que es tuvo muy cerca de la muerte. No tuvo nunca ninguna otra en -
fermedad. Sólo la caída en la escalera, el miedo, la seguridad de que tenía rota por dentro la cabeza. Dos se manas antes de morir había empezado a extraviar de la memoria 11
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las palabras más habituales. Se quedaba con la mirada en ningún sitio, como si buscara inútilmente esas palabras, las que le servían para comunicarse con quienes venían a vi sitarla, con mi hermano, conmigo. Después de la imposibilidad de encontrarlas hundía la cabeza en los pliegues de la toca azul. Algunas veces lloraba de rabia. Luego se le pasaba y volvía a mirarlo todo como si no fue ra a morirse a los pocos días, ni nunca. Tras perder la me moria de las pa labras dejó de hablar. Se le enredaban los sonidos en la garganta. Le salían con dificultad. Luego ya se le quedaban dentro. Entonces habló unos días con los ojos. Muy pocos días. Dijo que no quería ver a nadie. Ni comer. Ni beber. Y que la llevásemos a la cama. Le mojá ba mos los la -
bios con un algodón húmedo. De vez en cuando admitía unas cucharadas de zumo. Un día abrió mucho los ojos, vi nieron Marce y Laia a verla y Laia le apretó las manos.
Ella también las apretaba con fuerza, como si no quisiera soltar las de la nieta. Antes de morirse dicen que la gente muestra una leve mejoría. Como si fuera la última opor-tunidad para despedirse de todo. Ese domingo yo entraba muchas veces a verla en su habitación, le hablaba y ella mo vía la cabeza como si fuera una pelota vacía. Por la no -
che entró Ángeles con una cucharadita de zumo, a ver si lo quería. Salió enseguida, restregándose las manos en el de lantal, apenas nerviosa. Teresa se ha muerto, dijo.
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Estoy en el Jardin de Ville, un domingo de marzo con la nieve en las montañas. Al otro lado de la plaza suben las bolas acristaladas del teleférico a la fortaleza de la Bastille.
Un poco más allá, las barandas grises del Quai Stéphane Jay sobre el río Isère, en la ciudad de Grenoble. He venido para participar en el coloquio “Témoins et témoigna-ges, mémoire individual et collective”, que organizan en la Universidad los profesores Georges Tyras y Juan Vila. Bus -
co la Place Saint-André, el mercado de frutas y hortalizas que colorea el barrio antiguo. Cerca de allí tiene Mathieu el café y cuando llego apenas hace unos minutos que ha abierto. Tiene cara de sueño, de haber dormido poco. Al pasar por el Jardin de Ville he visto la casa donde cuando era niño vivía Stendhal con su abuelo Henri Gagnon. El abuelo excelente, lo llamaba el escritor en sus memorias. La ca sa del abuelo, una de las mejores de la ciudad. Ahora una lámina de piedra recuerda que allí se conserva la terraza donde jugaban los dos y el viejo Gagnon le mostraba un busto de Voltaire sobre madera de ébano. Ya hacía mu -
chos años que Stendhal había abandonado la ciudad y 13
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regresó para visitar a su abuelo. Vienes a despedirte, le di -
jo. Mi madre se mantuvo año y medio en una despedida per sistente. Todos los días abría los ojos con la voluntad en gañosa de que sería la última vez. Quiero morirme, de -
cía. Pero en realidad lo que quería decir es que no quería mo rirse. La vida se va acumulando en la antesala de la muer -
te. Y al final hay más vida que muerte. Y acaban siendo lo mis mo. La diferencia entre una y otra en esos instan tes es inexistente. Estás en un lado y otro a la vez. Mi ma dre mi -
raba el calendario de colores y se detenía en la imagen de un mar con varios barcos buscando el horizonte. Te irías has ta allá, le preguntaba algunos días. Ella mo vía la cabeza arriba y abajo y luego a los lados. Eso está muy lejos, creo que pensaba. Imposible llegar aunque me ayudaras a levantarme y me llevaras al puerto en la silla de ruedas. No le gustaba la silla de ruedas. Un día del último verano la sa qué a la calle en esa silla y fuimos hasta la pla za. Es con -
día la cabeza para no ver a nadie, para que no la vie ran, co mo si le diera vergüenza mostrar la decadencia de sus noventa años. Cada día que pasaba sentada en el sillón era co mo si se adentrara en un laberinto sin salida. Cerraba los ojos, doblaba la cabeza y ponía las piernas con las mantas en el tablero de una silla blanca, de plástico. Una tarde se tomó el vaso de malta, se limpió los labios con la servilleta a cuadros verdes y azules y me dijo que buscara en el armario una cartera negra donde estaban los papeles de la casa, los del banco y los de la funeraria. La ca sa fue de sus abuelos y en las alacenas del comedor están sus iniciales grabadas en la madera de color marrón. Siem pre dice que son la joya de la casa. Una vez se las quiso comprar un gi -
ta no, de los que iban por los pueblos comprando antigüe-14
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dades. No eres tonto tú, le contestó. Los azulejos de la pa -
red también son de hace más de un siglo. Al fondo del pa tio está la terraza de Henri Gagnon, el abuelo de Sten -
dhal. Mi abuelo Claudio nunca jugaba con los nietos. Se le mu rió un hijo cuando regresó del servicio mi litar en Áfri ca, en mil novecientos cuarenta y ocho. Y decidió pa -
sar el res to de su vida sentado en una silla de anea a la puerta de su casa, junto al río. Tampoco la casa te nía una te rraza con vi gas de madera, como la que veo desde el Jar -
din de Ville esta mañana de marzo en que se anuncia lluvia y las nubes suben pesadamente desde las olas grises del Isère. A los pies de la casa de mi abuelo discurría otro río.
Después de la tromba de mil novecientos cincuenta y sie -
te, las aguas cambiaron de sitio y la torrentera dejó las huer -
tas llenas de árboles que parecían es queletos humanos hun didos en el barro. Era como si los árboles gritaran, te -
nían los brazos ex tendidos y violentos, co mo el hombre que van a fusilar en el cuadro de Goya so bre el Dos de Ma yo. El río que pa sa bajo la casa de mi abuelo no es tan ancho como el Isère, pero sus aguas son más claras. La to -
rrentera también se lle vó el puente romano y ahora hay una columna plantada en medio del río, como un símbo-lo de la resistencia so brehumana a los delirios de la naturaleza. En la cartera de piel negra había pa peles inútiles, las escrituras de la casa, el Libro de Familia con algunas ho jas rotas, unos recortes de periódico donde salían el nombre de mi madre y An to nia con su hija Rosa en una fotografía tomada cerca del lavadero. También ha bía en la cartera un documento don de se decía que a mi pa dre lo habían condenado a doce años de cárcel en un jui cio militar celebrado en mil novecientos cuarenta. Y otro que le -
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vantaba esa condena fechado en mil novecientos cin
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cuenta y dos. Nunca nadie me había hablado antes de esos do cumentos. Me cubro la ca beza con la capucha del cha-quetón porque ha empezado a llover. La tristeza es más grande los domingos, escribía Stendhal en “La Car tuja de Par ma”. Mi madre se mu rió ha ce dos domingos, por la noche. Unas semanas antes le pregunté por qué na die me había contado nunca la existencia de los papeles sobre la condena de mi padre. No lo he dicho, pero mi pa dre mu -
rió de un infarto de miocardio ha ce dieciséis años, el mes de mayo de mil novecientos no venta y dos.
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Una mañana abrió los ojos y cuando quería hablar sólo le salieron de la garganta unos sonidos ininteligibles. Te -
nía la boca torcida, como una mueca sellando los labios lle nos de babas blancas. Miraba a mi hermano y le llamaba con un nombre que no era el suyo. Y a mí lo mismo.
Le pregunté si le pasaba algo, si quería que llamara al mé -
dico. Estaba asustada. Respondía que no. Gritaba que no.
Sólo decía no no no. Sólo eso. La madre de Marce murió hace un año y se pasaba los últimos días gritando lo mis -
mo. No no no. Los ojos cerrados, como si se negaran a en -
trar en la negrura del túnel que los condenará a la ce guera permanente. Ese grito, la negación de no se sabe qué, se -
guramente el horror que acecha desde lo oscuro. Aquella mañana mi madre lanzaba las mantas fuera de la cama y el cuerpo aparecía en toda su despiadada fragilidad. Un cuer po que antes había sido hermoso, fuerte, como ase -
gu ran las fotografías y los años que ha vivido hasta que se ca yó en las escaleras el último mes de agosto. Yo estaba de via je. En Asturias, quizá. O no sé dónde. Se han puesto de mo da las universidades de verano y los escritores somos 17
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cada vez más cómicos de la lengua y menos escritores. Ha -
bla mos de todo lo que se nos pide. Aunque no se pa mos na da de eso que nos piden en algunos sitios. Es cribir es una heroicidad, una tarea imposible. Un error. La ú...
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