E L V I E J O TO P O
— N A R R AT I VA —
© Leopoldo Espuny, 2013
Edición propiedad de El Viejo Topo / Ediciones de Intervención Cultural Diseño cubierta: Miguel R. Cabot
ISBN: 978-84-15216-58-2
Depósito legal: B. 15275.2013
Imprime: Ulzama
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Printed in Spain
“En los viejos tiempos los hombres tenían el garrote.
Ahora tienen la prensa”
( La importancia de ser socialista)
OSCAR WILDE
“¿Qué debe procurar el Príncipe, ser temido o ser amado?”
MAQUIAVELO
“No se piensa igual en un palacio y en una cabaña”
L. FEUERBACH
CAPÍTULO 1
Al terminar la guerra, Fermí Sanz fue condenado a muerte. Recluido en la cárcel Modelo de Barcelona y hacinado entre miles de presos re publi -
canos, como otros muchos a los que se les había impuesto la pena ca pital, vivió durante varios meses con la fría proximidad de la muerte. Todas las noches se producían sacas, se oía el ruido de las cancelas, de las pisadas de las botas militares y las puertas de las celdas al abrirse. Luego, voces que pronunciaban nombres y gritos de los desgraciados que eran arrastrados por los pasillos, para ser ejecutados en el campo de la Bota.
Fermí oía con el corazón acelerado el ruido de las cancelas, de las bo -
tas, de las puertas y sentía punzadas de angustia en el pecho. Llegaba la mala sombra, con un disfraz de luto. En dos ocasiones la puerta de su celda resonó con ruido sordo, se abrió y se llevaron a dos de sus compa -
ñeros. La primera vez el señalado para la ejecución se echó a llorar al oír su nombre. La segunda se trataba de un campesino con el que Fermí, unido por el mimo destino, había trabado una gran amistad. El pobre hombre se abrazó a sus compañeros y con los ojos nublados dijo simplemente: “ha llegado mi hora”. Después de abrazarle, Sanz agarró con fuer -
za el brazo de su amigo como si quisiera evitar que se lo llevaran. Cuando lo vio partir, lloró de rabia.
Aquella cárcel, vieja y sucia, era un foco de enfermedades. La tuber-culosis hacía estragos. Muchos fueron los que, muertos por esa causa, ahorra ron trabajo a sus verdugos. Sin embargo la mayor parte de la gente resistía en una situación desesperada, porque el afán de supervivencia les daba fuerzas para seguir viviendo, en condiciones penosas, como el que se ve arrastrado hacia el abismo y clava las uñas en la tierra, para evitar precipitarse en él. Las personas más fuertes de espíritu trataban de mantener los ánimos de los demás y no eran raros los condenados a muerte que ayudaban a organizar una desesperada resistencia.
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En aquel país arruinado, cuya población había sido diezmada por la guerra, los tribunales militares trabajaban a destajo. Todo el pueblo republicano estaba sometido a la jurisdicción militar y tanta era la sed de venganza, que algunos tribunales impusieron, en un solo día, más de un centenar de penas de muerte. Si tenemos en cuenta que el número de tribunales era elevado en Barcelona, que los había por todo el país, que durante la contienda civil se produjeron innumerables ejecuciones extrajudiciales, en los fosos taurinos y en siniestros “paseos”, dejando in fi nidad de cadáveres enterrados en las cunetas, provocando indignación y respuestas descon-troladas en el bando contrario, nos haremos una idea aproximada de la magnitud de la matanza, bendecida y enmascarada por la iglesia católica bajo el arcaico apelativo de cruzada.
Una paz iracunda parecía buscar el exterminio de los que habían so -
brevivido tras la guerra. En un atroz concurso de carniceros, el número de condenas capitales servía para ascender por el escalafón militar o administrativo. La venganza nunca fue tan terrible, a la vez que mez qui -
na. Se denunciaba para saldar una deuda, resarcirse de una ofensa banal o en un torpe intento de salvar el pellejo.
Sin embargo el comportamiento de los jueces no siempre fue cruel con los vencidos, porque aun en los tiempos más envilecidos, quedan algunas personas que no han perdido su humanidad. Aunque fueran una ínfima minoría, había tribunales cuyos componentes trataban de com-portarse con una cierta benevolencia e imponían penas leves; es decir, varios años de cárcel por el único delito de mantenerse fiel a la legalidad republicana. Los familiares de los cautivos, conocedores de ello, soborna -
ban a los secretarios encargados del reparto para conseguir que los suyos fueran juzgados por uno de esos raros tribunales compasivos. Así y aun en un trance tan extremo, se cumplía una de las normas no escritas de todas las instituciones de justicia: que la ley no es igual para todos. Resulta complicado definir lo que es justo. Lo que no lo es, sin em bargo, salta a la vista.
Fermí Sanz fue juzgado en Barcelona, donde los Consejos de Guerra se distinguieron por su especial dureza. Le impusieron dos penas de muer te por auxilio a la rebelión, lo que en la jerga de la época significaba justo lo contrario de lo que había hecho. Su abogado defensor que no tenía ni idea de Derecho ni falta que le hacía, porque ni era abogado ni era defensor, sino capitán del ejército victorioso, alegó en su favor, dicho 10
en fórmula resumida, que no era tan mala persona y que se había equivo -
cado de bando. El caso es que no le impusieron una pena de muerte, sino dos. La cosa no dejaba de tener su importancia.
Un día, el improvisado abogado de Fermí fue a visitarle a la cárcel.
Cuando se encontraron aquel hombre, que compensaba sus escasas luces con un entusiasmo desbordante, exclamó con alegría:
—Sanz, una gran noticia. Te han indultado una pena de muerte.
Él respondió con su habitual socarronería:
—No sabe lo tranquilo que me deja enterarme de que sólo me van a matar una vez.
—Ánimo, amigo, seguiremos haciendo lo posible y hasta lo imposible. Tú no te preocupes. Después de un indulto, siempre queda la esperanza de que se promulgue otro.
—No es que me preocupe; pero comprenderá que en mis circunstancias esté un poco mosca.
Había imaginado muchas cosas, mas no esperaba eso. El asunto resultaba demasiado chusco y a él le parecía grotesco.
Durante el tiempo que pasó en capilla, ni un solo momento se sintió liberado de la angustia que todo humano siente cuando la muerte llama a su puerta. Pero Fermí era un actor consumado. Tenía fama de men-tiroso. Sus mejores amigos solían decir que no era eso, sino que no distinguía bien entre la verdad y la mentira. Por tanto era capaz de en ga -
ñarse a sí mismo, si resultaba útil. Su rostro se mantenía firme y animoso, bromeaba con sus compañeros, en especial con aquellos que, como él, estaban condenados a la última pena, con los que a veces intercambiaba chistes macabros. Los que se ven envueltos en una nebulosa de tristeza, buscan alegría o al menos consuelo y la verdad es que muchos de aque -
llos hombres se sentían reconfortados por la convicción de que iban a morir por haber defendido una causa justa.
Pero por las noches, en el profundo silencio, tan sólo interrumpido por el ruido desgarrador de un cerrojo con el cual se anunciaba la muer -
te, la mente de Fermí se cubría con un manto tenebroso, hecho de agónicas sensaciones, de negros pensamientos y de esperanzas rotas.
Todos los sueños de su juventud, aún no perdida, se habían hundido en el vacío desolador de la derrota. Las ilusiones que avivan la energía del espíritu se habían disipado, como la luz del sol se desvanece en un ocaso repentino.
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La agonía del condenado a muerte es larga, porque en ella cabe toda una vida. En el silencio de la noche, los recuerdos asaltan la memoria y se suceden con rapidez, una tras otra, imágenes en blanco y negro como en una película muda. Qué gratos son entonces los recuerdos, los juegos de la infancia, la dulzura del primer amor, las cosas perdidas a lo largo del tiempo. Cuando el desahuciado se cansa de evocar el pasado y le aban-donan hasta los recuerdos, la imaginación se desata e incluso hace planes para un futuro inexistente.
Una noche, después del toque de silencio, Fermí sintió la extraña sensación del mensajero que no tiene noticias. Su memoria se había agotado de tanto buscar bellos momentos. Pero no quería dormir y su mente dio rienda suelta a la fantasía. Se vio a sí mismo ante unos jueces implacables defendiendo a un reo de pena capital. En ese mismo instante se hizo una promesa: si el azar le salvaba de ser ejecutado, lucharía el resto de su vida por la abolición de la pena de muerte.
Estar en capilla es como precipitarse en un pozo sin fondo, a veces distraído en otros pensamientos, pero siempre cayendo a la espera del golpe fatal. Fermí no podía conciliar el sueño. Tal vez quería apurar hasta el último aliento, no perder ni un instante y mantenerse vivo el poco tiempo que le quedaba. Alguna vez pensó en el dios del que le habían hablado en su niñez. Sin embargo enseguida su boca se torcía en una amarga mueca, que quería ser una sonrisa irónica. Lo que se le llega a ocurrir al hombre por su instinto de conservación. Desde la primera juventud ha -
bía conformado su conciencia en una concepción atea del universo, la maravilla que a algunos les hacía pensar en un relojero, y a otros que lo supremo era la propia materia viva. Creía en el big-bang avant la lettre, en la evolución de la especie que se renueva por la muerte de unas personas y el nacimiento de otras. No obstante es duro morir joven, es lo que se llama caer en flor.
Había condenados a muerte que, incluso al salir al patio, se concentraban en oscuros pensamientos y parecían muertos en vida. Fermí era de los que, durante el día, ponía buena cara al mal tiempo. Por la noche no era raro que se mantuviera en vela, hasta vislumbrar la sorpresiva luz del alba.
Durante la vigilia, pasaba por su mente una caótica sucesión de imágenes, en la que los sentimientos dolorosos y los recuerdos de tiempos felices se alternaban. En aquella agonía del espíritu creía que, con el rui -
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do de los cerrojos, se abriría la puerta de su celda y aparecería la parca, vestida con ropas de funcionario. Le invadían unas irresistibles ganas de llorar y, en ocasiones, unas lágrimas rodaban silenciosamente por sus mejillas. Entonces respiraba a fondo y se decía a sí mismo: “no me verán llorar”. Venía a su imaginación el cuadro de Goya sobre los fusilamientos. Ante los verdugos levantaré el puño y gritaré con el último aliento:
¡vi va la república!” Una muerte hermosa cumple toda una vida de lucha y esperanzas.
Entonces se apartaba de aquellos pensamientos y se sumía en los re -
cuerdos. Veía el rostro de Roser, su mujer, su amante, su compañera.
Recordaba la primera vez que hicieron el amor, en un verano caluroso, en una verbena de Santiago, y oía los versos de García Lorca, el poeta asesinado: “Fue la noche de Santiago/ y casi por compromiso/ se apagaron los faroles/ y se encendieron los grillos./ En las últimas es quinas/
toqué sus pechos dormidos/ y se me abrieron de pronto/ como ramos de jacintos”.
En tal momento pensaba que el capitalismo es enemigo de la cultura, envilece el espíritu humano, desata sus peores instintos, exalta los más falsos valores y cuando adopta la forma terrorista del fascismo, asesina a los poetas.
Sí, fue la noche de Santiago, en un tórrido verano de mil novecientos treinta y cuatro. Él apenas tenía veinte años. Ella iba vestida con un elegante traje negro, sin escote, que dejaba al descubierto sus hombros y sus brazos. Su piel del color de la miel contrastaba resplandeciente con el tono oscuro de la ropa. Sus cabellos castaños estaban recogidos en un peinado que parecía coronarla como a una beldad. Salieron juntos de verbena, bailaron abrazados durante horas el tango y el bolero y se be -
saron con ardor creciente. Al salir del baile Roser dijo:
—Quiero estar a solas contigo.
Fueron a la habitación de un hotel e hicieron el amor hasta quedar ex -
haustos, cuando ya el alba encendía las nubes.
Estos y otros recuerdos de tiempos felices le acompañaban por las noches y le ayudaban a soportar la angustia, que atenazaba su corazón.
Pero una y otra vez la muerte volvía, con sus negros harapos y su enorme vacío, que le absorbía y le hacía girar vertiginoso en una interminable sima. No quería abandonar el mundo y menos aún dejarlo en ese horrible estado de cosas.
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Roser, que se ganaba la vida con muchas dificultades, iba a visitarle siempre que podía, y sin falta todos los domingos. Su rostro aparecía detrás de las rejas y de una tupida tela metálica, con una sonrisa que in -
tentaba ser alegre; pero quedaba empañada por unos ojos nublados que contenían las lágrimas a duras penas. Le decía invariable: “tienes que permanecer firme, porque todavía hay esperanzas. Yo voy de un sitio para otro pidiendo clemencia. En el obispado ni siquiera me han querido recibir. Pero el capitán dice que él también hace lo que puede y que no es imposible otro indulto”. Al despedirse siempre repetía: “mira en la bolsa de la comida”. Con una rosa blanca, ella significaba sus particulares sentimientos.
Al salir al patio, Sanz solía encontrarse con un viejo compañero de batallón, como él condenado a muerte, con el que jugaba al ajedrez. El tablero era un cartón con las casillas negras pintadas y las piezas unas toscas figuras, hechas con migas de pan. Aquel hombre, que había sido funcionario de la Generalitat y que fue al frente voluntario, era un experto jugador y acostumbraba a ganar; aunque no siempre, porque Fermí tampoco era malo. Mientras jugaban al ajedrez conversaban, se daban ánimos y comentaban las pocas noticias que circulaban por la cárcel. An -
tes de la caída de Madrid especulaban con la resistencia de la capital.
Des pués imaginaban el regreso del ejército republicano, desde la frontera, para reconquistar el país. Acostumbraban a hacer bromas sobre cual quier tema. No desaprovechaban ninguna oportunidad de reír y en esos pocos momentos de alegría se sublimaban las penalidades. Como disponían de varias horas de patio y se habían propuesto jugar sólo una par tida rápida al día, se acostumbraron a buscar a los compañeros más apesadumbrados para tratar de distraerlos con charlas y bromas que les infundieran coraje o simplemente para hacerles compañía e impedir que se aislaran, hundidos en su propia angustia.
Entre todos ellos trataban de organizar una sociedad de ayuda mutua.
Se repartían la escasa comida que les enviaban sus familiares, se reforza-ban los lazos de amistad, se intercambiaban favores y, unidos, trataban de resistir ante la adversidad. En aquellos tiempos envilecidos se podía decir que la excepción residía en la cárcel.
Un día, al salir al patio, Fermí no encontró a su compañero de juego.
Preguntó por él a un recluso de su misma celda y éste respondió:
—Se lo llevaron anoche en una saca.
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Entre los presos políticos, que eran la inmensa mayoría,...