El fuego
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El fuego

(Diario de una escuadra)

,
  1. 312 páginas
  2. Spanish
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El fuego

(Diario de una escuadra)

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Descripción del libro

El Fuego, una de las novelas antibelicistas más notables de la historia de la literatura, es fruto de la experiencia personal del poeta, novelista y soldado de infantería en la Gran Guerra, Henri Barbusse. Galardonada con el Premio Goncourt, la novela obtuvo un gran éxito en su época, convirtiendo a su autor en un personaje de gran popularidad. Redactada con una brutalidad desconcertante, narra las vicisitudes de un grupo de soldados que soportan una guerra que no desean y que nada tienen que ganar con ella. Tras El Fuego, la obra de Barbusse estuvo guiada por motivos políticos y sociales. Fundador del movimiento y la revista Clarté (Claridad), su nombre estuvo vinculado a los intelectuales que reclamaban el fin de las guerras en un mundo más justo: Anatole France, Léon Blum, Francis Carco, Romain Rolland, Jules Romains, etc. En 1923 se afilió al Partido Comunista francés. Bolchevique contumaz, murió en un hospital moscovita en agosto de 1935. Una enorme muchedumbre acudió a recibir y acompañar el cadáver hasta el cementerio parisino del Père Lachaise.

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2009
ISBN del libro electrónico
9788492616442

LA VISIÓN

La Dent du Midi, la Aguille Verte y el Mont Blanc posan frente a los rostros exsangües, alineados en la galería del sanatorio, que surgen de debajo de las mantas.
En la primera planta del hospital palaciego, esta terraza con balaustrada de madera labrada y protegida por una veranda, se halla aislada en el espacio y domina el mundo.
Las mantas de lana delicada (rojas, verdes, ocres o blancas) de donde emergen rostros delicados de mirada radiante, están en calma. El silencio reina en las chai-ses longues. Uno tose. Luego, sólo de tarde en tarde, se oye pasar las páginas de un li bro a intervalos regulares, o el rumor de una pregunta y una respuesta discreta, de vecino a vecino, o, tal vez por encima de la veranda, el batir de alas de una cor -
ne ja intrépida que vuela alejada de las bandadas desplegadas como rosarios de perlas negras en la inmensidad transparente.
Reina el silencio. Por lo demás, los que aquí han venido desde todos los rincones de la tierra, ricos y sin cargas, sufren la misma dolencia: han perdido el hábito del habla. Se han retraído en sí mismos y sólo piensan en su vida y en su muerte.
Aparece una camarera en el balcón; camina despacio y viste de blanco. Trae los periódicos, los reparte.
—Ya está —dice el primero que ha abierto el periódico—, se ha declarado la guerra.
Aunque era algo que se esperaba, la noticia provoca en los presentes una especie de abatimiento, pues se dan cuenta de la desmesura de sus proporciones.
Estos hombres inteligentes e instruidos, de pensamientos profundos por haber sufrido y reflexionado, indiferentes a las cosas y casi a la vida, tan alejados del resto del género humano como si pertenecieran ya al futuro, miran a lo lejos, frente a ellos, hacia el incomprensible país de los vivos y de los locos.
—Es un crimen perpetrado por Austria —dice el austriaco.
—Es preciso que Francia salga victoriosa —dice el inglés.
—Espero que Alemania sea vencida —dice el alemán.
9
***
Se vuelven a arropar bajo las mantas, se recuestan en sus almohadas, mirando a las cimas y al cielo. Sin embargo, a pesar de la pureza del espacio, el silencio está lleno de la noticia que acaba de ser revelada.
—¡La guerra!
Algunos de los que allí están acostados rompen el silencio y repiten a media voz esas palabras y meditan si no se trata del acontecimiento más importante de los tiem pos modernos y quizá de todos los tiempos.
El anuncio crea, incluso en el paisaje diáfano que contemplan, una especie espejismo confuso y tenebroso.
Las tranquilas laderas del pequeño valle adornado de pueblecitos de color rosa como las rosas, y de pastos aterciopelados, las manchas magníficas de las montañas, el encaje negro de los abetos y el encaje blanco de las nieves perpetuas hierven de agitación humana.
Las multitudes hormiguean en masas claras y distintas. En los campos, los ataques, oleada a oleada, se suceden; luego se detienen por completo. Las casas revientan como si fueran hombres, las ciudades como si fueran casas. Los pueblos se han convertido en extensiones de trizas blancas desparramadas por el suelo, como si hubieran caído a la tierra desde el cielo. Espantosos amontonamientos de muertos y heridos cambian el relieve de la planicie.
Vemos como naciones cuyas lindes están roídas por las masacres se arrancan ince-santemente del corazón más y más soldados llenos de fuerza, llenos de sangre. Se -
guimos con la mirada estos afluentes vivos que desembocan en un río de muertos.
Al norte, al sur, al oeste, no hay más que batallas, por todas partes, a lo lejos.
Uno puede volverse hacia uno u otro sitio de la vasta llanura: no encontrará ningún rincón que esté libre de la guerra.
Uno de los pálidos videntes se apoya en el codo, se incorpora y cuenta y nombra a los combatientes actuales y futuros: treinta millones de soldados. Otro, con los ojos llenos de matanzas, balbuce:
—Dos ejércitos enzarzados no es más que un único ejército que se suicida.
—No tendrían que haber empezado —responde la voz cavernosa del primero de la fila.
Pero otro interviene:
—Es la Revolución Francesa que comienza de nuevo.
—Los tronos, ¡que se anden con cuidado! —anuncia con un murmullo otro.
Un tercero añade:
—Quizá sea la guerra definitiva.
10
Se hace un silencio. Después, algunas frentes, blanquecinas aún a causa de la inocua tragedia de la noche por donde transpira el insomnio, se estremecen.
—¡Acabar con las guerras! ¿Acaso es posible? ¡Acabar con las guerras! Es imposible curar al mundo de este mal.
Alguien tose. Luego, la inmensa calma de los suntuosos prados soleados donde brillan tenuemente las vacas lustrosas y los bosques negros, los campos verdes y las distancias azules, sumergen esta visión, apagan el reflejo del fuego donde se abrasa y se hace pedazos el viejo mundo. El silencio infinito borra el rumor del odio y del sufrimiento, de la terrible agitación en el mundo. Los pacientes entran de nuevo, uno a uno, ensimismados, preocupados por el misterio de sus pulmones, por la sa -
lud de sus cuerpos.
Pero cuando la noche se prepara para cubrir el valle, una tempestad estalla en el macizo del Mont Blanc.
Está prohibido salir, la noche es peligrosa y se percibe como las últimas ráfagas de viento llegan hasta el inmenso balcón, hasta el puerto donde se han refugiado.
Esos heridos graves que una llaga interior corroe recorren con la mirada la con-moción de los elementos, dirigen la vista hacia las montañas, hacia los estallidos de los truenos que revientan el horizonte de nubes creando olas gigantescas, nubes de donde surgen recortados contra el crepúsculo columnas de fuego y chorros de vapor, y mueven sus rostros pálidos de mejillas desolladas para seguir con las vista las águi-las que describen círculos en el cielo y que observan la tierra desde lo alto por entre masas de bruma.
—¡Hay que parar la guerra! —exclaman—. ¡Hay que parar las tormentas!
Pero los espectadores situados en el umbral del mundo, limpios de las pasiones de los partidos, libres de las nociones adquiridas, de la ceguera, de la influencia de las tradiciones, sienten vagamente lo simples que son las cosas y las posibilidades que se abren…
El que se halla a un extremo de la fila exclama:
—¡Allá abajo se ven cosas que se arrastran!
—Sí…, son como cosas vivas.
—Alguna clase de plantas…
—Alguna clase de hombres.
Y entonces, por entre los siniestros resplandores de la tormenta, más allá de los nubarrones negros, deshilachados, arrastrados y desplegados sobre la tierra como ángeles malditos, les parece ver extenderse una vasta llanura lívida. En su visión, unas formas surgen de aquella llanura recubierta de barro líquido y agua y se agarran a la superficie del suelo, cegadas por el fango, aplastadas por el fango, como náufragos monstruosos. Y les parece que son soldados. La llanura, inundada, sur-11
cada por largos canales paralelos, horadada con pozas a rebosar, es inconmensurable, y los náufragos que intentan desenterrarse de ella son multitud… Pero los trein ta millones de esclavos, lanzados unos contra otros a la guerra del barro a cau -
sa del crimen y del error, alzan unos rostros humanos donde por fin germina una voluntad. El futuro está en manos de estos esclavos, y se puede ver con toda claridad que la alianza que construirán algun día aquellos cuyo número y miseria son infinitos va a cambiar para siempre el viejo mundo.
12
II

EN LA TIERRA

El gran cielo pálido se llena de truenos. Cada explosión exhibe, surgiendo de un resplandor rojizo, una columna de fuego en lo que queda de noche y, al mismo tiempo, una columna de vapor en lo que ya ha nacido del día.
Allá arriba, muy arriba, muy lejos, un vuelo de pájaros terribles, de aliento poderoso y sacudido, que oímos sin verlos, sube en círculos para contemplar la tierra.
¡La tierra! El desierto empieza a hacer su aparición, inmenso y lleno de agua, bajo la larga desolación del alba. Charcos, cráteres de obuses, donde el agudo cierzo de la temprana mañana pellizca y estremece el agua; caminos trazados por tropas y convoyes nocturnos en los campos yermos, veteados con rodadas relucientes como raíles de acero en la escasa claridad; montones de barro de donde surgen aquí y allá postes rotos, caballetes en cruz dislocados, rollos de alambre retorcidos como zarzales. Con sus bancos de fango y sus charcos se diría que se trata de una inmensa tela gris que flota en el mar, sumergida por partes. No llueve, pero todo está mojado, bañado, naufragado; todo rezuma, incluso la luz macilenta parece fluir líquida.
Se distingue un laberinto de largos fosos donde se acumulan los restos de la noche. Son las trincheras. El fondo no es más que un lecho cenagoso de don -
de hay que despegar ruidosamente los pies a cada paso y que apesta a la en trada de cada refugio a causa de los orines de la noche. Los agujeros mismos, si uno se inclina hacia ellos al pasar, hieden también, como bocas.
Veo emerger sombras de esos pozos laterales y moverse a masas enormes e in formes: esa especie de osos que chapotean y refunfuñan somos nosotros.
Para abrigarnos nos envolvemos a la manera de las poblaciones árticas.
Prendas de lana, mantas y sacos hacen de nosotros fardos, nos agigantan y nos redondean extrañamente. Algunos se desperezan, vomitan bostezos. Se ven rostros rojizos o lívidos, recubiertos de cortantes costras de suciedad, agujerea -
das sólo por el brillo apagado de los ojos brumosos y legañosos, rostros erizados de barbas sin recortar o con pelos apelmazados sin afeitar.
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¡Crac! ¡Crac! ¡Pam! Los disparos de fusil, el cañonazo. Por encima de nosotros, por todas partes, todo crepita, todo retumba en largas ráfagas o estallidos distanciados. La tormenta oscura y llameante no cesa nunca jamás. Desde hace más de quince meses, desde hace quinientos días, en este lugar del mun do en donde nos hallamos, la fusilería y el bombardeo no ha parado de la ma ñana a la noche y de la noche a la mañana. Estamos enterrados el fondo de un eterno campo de batalla, pero como el tictac de los relojes de nuestras casas de anta-ño, en un pasado casi legendario, no lo oímos hasta que no lo escuchamos.
Una cara de angelote, con los párpados hinchados y los pómulos tan encarnados que se diría que le han pegado pequeños rombos de papel rojo, emerge de la tierra, abre un ojo, los dos. Es Paradis. La piel de sus grandes mejillas está surcada por las marcas de los pliegues de la tela impermeable con la que se ha envuelto la cabeza para dormir.
Mira a su alrededor con sus pequeños ojos, me ve, me hace una señal y me dice:
—Se ha pasado otra noche, compadre.
—Sí, muchacho, ¿y cuántas parecidas pasaremos aún?
Levanta sus brazos henchidos al cielo. Con grandes contorneos ha conseguido desatascarse de la escalera del refugio y ahora se halla en pie junto a mí.
Después de tropezar con el bulto oscuro de un compañero sentado en la penumbra del suelo y que se rasca enérgicamente soltando suspiros roncos, Paradis se aleja chapoteando, bamboleándose como un pingüino, y se adentra en el paisaje del diluvio.
***
Poco a poco los hombres emergen de las profundidades. En los rincones se amasan sombras espesas; luego esas nubes humanas se mueven, se fragmen-tan… Los vamos reconociendo uno a uno.
Vemos a uno que aparece con la manta en forma de capucha. Se diría que se trata de un salvaje, o mejor dicho, de la tienda de un salvaje que se pasea balanceándose de derecha a izquierda. De cerca descubrimos, en medio de una gruesa orla de lana tricotada, el cuadrado de una cara amarilla, yodada, recubierta de manchas negruzcas, con la nariz rota, los ojos oblicuos, achinados y bordeados de rosa, y un bigotito áspero y húmedo como un cepillo de grasa.
—Ea, Volpatte. ¿Cómo vamos, Firmin?
—Vamos, y no vamos, vamos y no vamos —responde Volpatte.
Tiene un acento espeso que la ronquera agrava y arrastra las palabras. Tose.
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—He pillado un catarro de muerte, esta vez. Por cierto, ¿has oído el ataque, esta noche? Amigo mío, un bombardeo acojonante, dímelo a mí. ¡Un bo -
nito diluvio de obuses!
Sorbe. Se pasa la manga por debajo de la nariz cóncava. Hunde la mano bajo el capote y la guerrera, buscando la piel, y se rasca.
—¡Con la vela he matado treinta! —gruñe—. En el gran refugio, junto al paso subterráneo, compadre, tendrías que verlos, ¡son como migas de pan me -
cánicas! Los ves correr por la paja como te estoy viendo a ti.
—¿Quién ha atacado? ¿Los boches?
—Los boches, y nosotros también. Ha sido por el lado de Vimy. Un contraataque. ¿No lo has oído?
—No —responde por mí el enorme Lamuse, el hombre buey—. Yo estaba roncando. Además, me había tocado faena nocturna, la otra noche.
—Yo sí lo he oído —declara Biquet, el pequeño bretón—. He dormido mal, mejor dicho, no he dormido nada. Tengo un refugio individual. Bueno, ahí tenéis a la mierda ésa —y señala una zanja excavada a ras de suelo donde, en un diminuto lecho de estiércol, se ve la marca de un cuerpo.
—No me dirás que no estoy instalado en una simple cáscara de nuez —cons -
tata meneando su ruda y rocosa cabecita de aspecto inacabado—. Casi no he pegado ojo. Estaba ya a punto de claparme, ¡y va y me despierta el relevo del 129 que pasa por allí! Pero no por el ruido, ¡por el tufo! ¡Ah, todos esos cabrones agitando sus pies delante de mi cara! Esto es lo que me ha despertado, lo mismo que si me doliera la nariz.
Conozco la sensación. A menudo yo mismo me despierto en la trinchera por la estela de hedor espeso que una tropa en marcha arrastra tras de sí.
—¡Si al menos matara las pulgas! —exclama Tirette...

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