El legado de Caín
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El legado de Caín

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  1. 436 páginas
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El legado de Caín

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Descripción del libro

Un asesinato. Un juicio. Una condena. Una mujer, madre de una niña, es ahorcada. Así se disponen las primeras piezas del engranaje. Helena y Eunice no son hermanas, aunque no lo saben. Una es la hija de la asesina; la otra de un predicador. Ambas se adoran. El destino, sin embargo, les deparará una sorpresa: ambas se enamorarán del mismo hombre. ¿Puede el amor tornarse en odio? ¿Puede ese odio conducir al crimen?

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Información

Editorial
Montesinos
Año
2002
ISBN del libro electrónico
9788495776327
Categoría
Literature
Categoría
Classics

W I L K I E C O L L I N S

W I L K I E C O L L I N S
E L LEGADO DE CAÍN
Traducción de Esther Pérez

M O N T E S I N O S

Título original: The legacy of Cain Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural Diseño: Elisa N. Cabot
ISBN:84-95776-32-4
Depósito Legal:B-25989-2002
Imprime: Novagràfik
Impreso en España
Printed in Spain
A la señora de Henry Powell Bartley: Permítame asociar mi nombre al suyo al publicar esta novela. No encuentro empleo más placentero para la pluma que he utilizado para escribir mis libros que el de reconocer lo que le debo a la pluma que con habilidad y paciencia ha copiado
mis manuscritos para la imprenta.
WILKIE COLLINS
Wimpole Street
6 de diciembre de 1888
PRIMER PERÍODO: 1858-1859
ACONTECIMIENTOS OCURRIDOS EN LA PRISIÓN,
RELATADOS POR EL ALCAIDE
CAPÍTULO I
EL ALCAIDE EXPLICA
A petición de alguien que tiene unos derechos sobre mí que no pue do dejar de reconocer, consiento en volver la vista a lo sucedido hace muchos años, y en describir acontecimientos que tuvieron lugar entre los muros de una prisión inglesa durante el pe -
riodo en que desempeñé en ella el cargo de Alcaide.
Al examinar mi tarea a la luz de lo que después supe, creo que procederé sabiamente si ejerzo cierto control sobre la libertad de mi pluma.
Me propongo mantener en silencio el nombre del pueblo en el cual se ubica la prisión confiada en una época a mi cuidado. Ob -
ser varé una discreción similar en lo que concierne a los individuos involucrados, algunos de los cuales ya han muerto, mientras que otros aún viven en la actualidad.
Como me veo obligado a escribir acerca de una mujer sobre la que se descargó con justicia todo el peso de la ley, opino que basta identificarla como la Prisionera. De las cuatro personas presentes la noche previa a su ejecución, tres pueden distinguirse en tre sí mediante la mención de sus profesiones. Las llamaré el Capellán, el Ministro y el Doctor. La cuarta era una joven. No es toy obligado a guardarle consideración alguna, así que cuando la mencione lo haré por su nombre. Si estas reservas despiertan recelos, declaro de antemano que ellas no ejercen ninguna influencia so -
bre el sentido de responsabilidad que le exige a un hombre honesto expresarse con veracidad.
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CAPÍTULO II
LA ASESINA PREGUNTA
El primer acontecimiento que debo relatar es la condena de la Prisionera por el asesinato de su esposo.
Habían vivido juntos en matrimonio poco más de dos años. El esposo, un caballero por nacimiento y por educación, había ofendido mortalmente a su familia al casarse con una mujer de inferior condición social. En el momento en que encontró la muerte a manos de su esposa, su imprudente extravagancia lo arrastraba velozmente a la pobreza.
No intento excusarlo, pero opino que merecía cierto tributo de compunción. No se puede negar que era de hábitos disolutos y temperamento violento. Pero es igualmente cierto que se mostraba afectuoso en el círculo doméstico, y que cuando lo conmovía una reconvención sabiamente aplicada daba muestras de sentirse sinceramente arrepentido de los pecados que cometía bajo el in -
flujo de las tentaciones que lo dominaban. Si su esposa lo hubiera matado en medio de un ataque de celos —provocados por él, recuérdese, como declararon los testigos— quizás la habrían condenado por homicidio y habría recibido una sentencia leve. Pero las evidencias revelaron de manera tan inequívoca una premedi-tación deliberada e inmisericorde que la única defensa que intentó su abogado fue la de declararla demente, y la única alternativa que le quedó a un jurado justiciero fue la de emitir un veredicto que la condenaba a muerte. Aquellos miembros dañinos de la co -
munidad, cuyas simpatías trastocadas se inclinan hacia el crimi-12
nal vivo y olvidan a la víctima muerta, trataron de salvarla me -
diante fatuas peticiones y una despreciable correspondencia en -
viada a los periódicos. Pero el Juez se mantuvo firme; y el Mi nis -
tro de Gober nación se mantuvo firme. Estaban absolutamente en lo cierto; y el público estaba escandalosamente errado.
Nuestro Capellán se esforzó por ofrecer a la infeliz condenada los consuelos de la religión. Ella se negó a aceptar sus servicios con un lenguaje que lo sobrecogió de pena y horror.
La noche previa a la ejecución ese reverendo caballero puso so -
bre mi mesa el registro escrito de una conversación que había sostenido con la Prisionera.
—Abrigo alguna esperanza, caballero —dijo— de inclinar el co razón de esta mujer hacia la fe religiosa antes de que sea demasiado tarde. ¿Consentiría usted en leer mi informe y decir si con-cuerda conmigo?
Lo leí, por supuesto. Su título era “Un Memorándum” y decía lo siguiente:
“En su última entrevista con la Prisionera, el Capellán le preguntó si había asistido alguna vez a algún local dedicado al culto.
Contestó que había concurrido ocasionalmente a los servicios de una Iglesia Congregacional de su pueblo, atraída por la reputación de buen predicador del Ministro.
—No logró hacer de mí una cristiana —dijo— pero me conmovió su elocuencia. Además, me sentí interesada en su persona: era un hombre apuesto.
Dada la horrible situación en la cual se encontraba la mujer, ese lenguaje estremeció al Capellán; apeló en vano al sentido del de -
coro de la Prisionera.
—No comprende usted a las mujeres —respondió ella—. La más santa representante de mi sexo gusta de contemplar a un predicador, además de prestarle oído. Si es un hombre bien pa recido, el efecto que ejercerá sobre ella será mayor. La voz de ese predica-13
dor me dijo que tenía un corazón compasivo; y no tuve más que mirar sus hermosos ojos para ver que era confiable y veraz.
Resultaba inútil repetir una protesta que ya había tenido poco éxito. Aunque había descrito el episodio con ligereza e imperti -
nen cia, lo cierto es que le había producido una impresión. Al Ca pellán se le ocurrió que podría al menos hacer el intento de aprovechar ese resultado para beneficio de la mujer en materia re ligiosa. Le preguntó si recibiría al Ministro en caso de que ese reverendo fuera a la prisión.
—Depende —dijo— de si está usted dispuesto a responder al -
gunas preguntas que quiero hacerle antes.
—El Capellán consintió, siempre que pudiera contestar sin fal-tar al decoro. La primera pregunta se refería sólo a él mismo.
La Prisionera dijo:
—Las mujeres que me vigilan me informan de que es usted viu -
do y de que tiene hijos. ¿Es cierto?
El Capellán respondió que era muy cierto.
A continuación la Prisionera aludió a una información, muy comentada en el pueblo, según la cual el Ministro había renunciado a su parroquia. Como lo conocía personalmente, el Capellán estuvo en condiciones de informarle de que su renuncia aún no ha bía sido aceptada. Al oírlo, la mujer pareció ganar confianza.
Sus próximas preguntas se sucedieron con rapidez, en el orden si -
guiente:
—¿Mi apuesto predicador está casado?
—Sí.
—¿Tiene hijos?
—Nunca ha tenido hijos.
—¿Cuánto tiempo ha estado casado?
—Creo que unos siete u ocho años.
—¿Qué clase de mujer es su esposa?
—Una dama respetada por todos.
—No me importa si es respetada o no. ¿Es bondadosa?
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—Sin duda.
—¿Su esposo es acaudalado?
—Dispone de ingresos suficientes.
Después de esa respuesta, la curiosidad de la Prisionera pareció quedar satisfecha. Dijo:
—Tráigame a su amigo el predicador si lo desea— y así con clu -
yó la conversación.
Parece imposible adivinar cuál puede haber sido su objetivo al plantear esas preguntas. Después de informar con exactitud sobre todo lo ocurrido, el Capellán declara, con sentido pesar, que no pue de ejercer ninguna influencia religiosa sobre esta mujer obce-cada. Deja en manos del Alcaide decidir si podría triunfar el Mi -
nistro de la Iglesia Congregacional donde ha fracasado el Ca -
pellán de la Prisión. ¡En ello reside la última esperanza de salvar el alma de la Prisionera sobre la que pende una condena a muerte!”
El Memorándum terminaba con esas graves palabras. Aunque no conocía personalmente al Ministro, había oído a todos manifestar que era un hombre excelente. Estimé que en la emergencia que enfrentábamos tenía el derecho sagrado de venir a la prisión, siempre que estuviera dispuesto a aceptar lo que sentí que era una muy seria responsabilidad. Lo primero era averiguar si podíamos confiar en contar con sus servicios. Con mi total aprobación, el Capellán fue a explicarle las circunstancias a su reverendo colega.
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CAPÍTULO III
LA NIÑA HACE SU APARICIÓN
Durante la ausencia de mi amigo un lamentable incidente no totalmente imprevisto reclamó mi atención.
Supongo que es de conocimiento general que se permite a los familiares cercanos de los criminales condenados a muerte despedirse de ellos. En el caso de la Prisionera que esperaba ahora la ejecución, nadie solicitó permiso a las autoridades para verla. Yo mismo le pregunté a la mujer si vivía alguno de sus familiares y si deseaba verlo. Me respondió:
—Ninguno a quien quiera ver, o que quiera verme a mí, excepto el más cercano de todos.
Con esas últimas palabras la infortunada aludía a su única hija, una niña (debería decir una criatura) que había cumplido su primer año hacía pocos meses. La entrevista de despedida debía celebrarse durante la última noche de permanencia de la madre en la tierra. En ese momento la nodriza trajo a la niña a mis ha bi ta cio -
nes.
Pocas veces he visto una niña más resplandeciente y más linda.
Acababa de aprender a caminar y disfrutaba del placer de moverse de un lado a otro. Se dirigió hacia mí por su propia voluntad, atraída, creo, por el brillo de la cadena de mi reloj. La ayudé a su -
birse a mis rodillas, le mostré las maravillas del reloj y se lo acerqué al oído. En esa época la muerte ya me había arrebatado a mi bue na esposa; mis dos hijos habían partido a la Harrow School; 16
mi vida doméstica era la de un hombre solitario. No puedo decir si fue por el recuerdo de días pasados, cuando mis hijos eran pe -
queños y se subían a mis rodillas para escuchar el tictac del reloj, o por la situación desvalida en que se encontraba la pobre criaturita, que había perdido a su padre y estaba a punto de perder a su madre de muerte violenta, lo cierto es que despertó en mí una conmiseración tan profunda como pocas veces he experimentado con posterioridad. Sólo sé lo siguiente: se me encogió el corazón mientras la niña reía y escuchaba; y sobre el reloj cayó al go que no niego que puede haber sido una lágrima. Todavía guardo algunos de los juguetes, en su mayoría rotos, con los que mis hijos solían jugar; los conservo, como las joyas favoritas de mi es posa, porque constituyen recuerdos queridos. Los saqué del trastero cuan -
do la atracción que ejercía el reloj dio muestras de disminuir. La niña se abalanzó sobre ellos con sus manitas regordetas y gritó de placer. ¡Y el verdugo esperaba a su madre, y, lo que es aún más ho -
rrendo, su madre lo merecía!
El deber me exigía que le hiciera saber a la Prisionera que su hijita había llegado. ¿Se ablandaría al fin ese corazón de piedra?
Puede que haya sucedido o puede que no; el mensaje de respuesta no revelaba el secreto. Todo lo que me mandaba decir era: “Ha -
ga esperar a la niña hasta que envíe a alguien a buscarla.”
El Ministro había consentido en ayudarnos. A su llegada a la prisión lo recibí en privado en mi estudio.
Sólo tuve que echar una ojeada a su rostro —lastimosamente pá lido y agitado— para saber que era un hombre sensible, no siempre capaz de controlar sus nervios cuando su fortaleza moral se veía sometida a una prueba. Un rostro compasivo, casi diría que noble, y una voz persuasiva y sin afectación de inmediato me predispusieron favorablemente. Las pocas palabras de bienvenida que le dirigí tenían la intención de tranquilizarlo. No lograron producirle el efecto con el cual había contado.
—Mi labor —dijo— ha incluido muchos tristes deberes y ha 17
puesto a prueba mi serenidad con escenas terribles; pero aún no me he encontrado en presencia de un criminal impenitente, sen-tenciado a muerte, que es, además, mujer y madre. Admito, caballero, que me estremece la tarea que me aguarda.
Sugerí que esperara unos momentos, con la esperanza de que el tiempo y la tranquilidad lo ayudaran. Me dio las gracias y se negó.
—Como me conozco —dijo—, sé que los terrores de la antici -
pa ción dejan de atormentarme cuando afronto un grave deber.
Mien tras más tiempo permanezca aquí, menos merecedor parece-ré de la confianza que se me ha otorgado, confianza que, con el fa -
vor de Dios, aspiro merecer.
Mi conocimiento de la naturaleza humana me confirmó la sabiduría de sus palabras. Lo conduje de inmediato a la celda.
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CAPÍTULO IV
EL MINISTRO DICE SÍ
La Prisionera estaba sentada en la cama hablando en tono sose-gado con la mujer encargada de vigilarla. Cuando se incorporó para recibirnos fui testigo del sobresalto del Minis...

Índice

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