Stevenson. Relatos de terror y misterio
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Stevenson. Relatos de terror y misterio

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Stevenson. Relatos de terror y misterio

Descripción del libro

Robert Louis Stevenson pasó a la posteridad como autor de libros de aventuras, pero, por encima de todo, dejó una huella permanente en el imaginario colectivo con una serie de relatos y novelas imperecederos, protagonizados por unos personajes que siguen encarnando a la perfección los conflictos fundamentales de la naturaleza humana, y escritos con esa penetrante nitidez de la visión del genio: la misma que hallamos en todos los grandes escritores de la estirpe de Cervantes y de Shakespeare, que han logrado hacer el arte más inimitable desde el más inmenso y profundo sentido de la humanidad.Las tres obras que recoge este volumen, ya leídas como relatos de terror o como fábulas morales, pues son ambas cosas, son representativas de la personalidad literaria de su autor, así como también un claro exponente de las cotas más altas de su imaginación y su talento. "El extraño caso del Doctor Jekyll y el señor Hyde" muestra la permanente fascinación que las ambigüedades morales ejercieron sobre Stevenson. Heredera de las "Memorias de un pecador" de James Hogg, pertenece por derecho propio a una estirpe de obras en las que lo fantástico sirve para aportar una perspectiva inédita sobre la condición humana que ya se hallaba en el Frankenstein de Mary Shelley, y sin la que no podría entenderse un inmediato descendiente victoriano como "El retrato de Dorian Gray" de Oscar Wilde. «Olalla» fue el fruto de un sueño, y ese poder catalizador de la conciencia irracional y onírica planea en su atmósfera. «Markheim» es un relato de la más refinada perfección técnica, en el que resuenan ecos del Macbeth de Shakespeare, donde el motivo tradicional del pacto diabólico pasa a convertirse en una historia de caída y redención.«Stevenson fue consciente de las ambigüedades morales de la naturaleza humana y de las dificultades para trazar distinciones morales absolutas, que nunca le parecieron necesarias». David Daiches

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788418205958
EL TESTIMONIO COMPLETO DE HENRY JEKYLL SOBRE EL CASO
Nací en el año 18- - rodeado de una importante fortuna, dotado de cualidades excelentes, inclinado al trabajo por naturaleza, deseoso de ganarme el respeto de los buenos y los sabios de entre mis semejantes… Y, por todo ello, como se podrá suponer, con todas las garantías de un futuro honorable y distinguido. El mayor de mis defectos era una cierta inquieta frivolidad en mi carácter que ha hecho felices a muchos otros, pero yo encontraba difícil conciliar con mi imperioso deseo de llevar siempre la cabeza alta y mostrar una grave sobriedad públicamente. De ahí que empezara a ocultar todos mis placeres, y que cuando alcancé los años de la reflexión y empecé a mirar a mi alrededor y a examinar mis progresos y mi posición en el mundo, me hallase ya prisionero de una profunda duplicidad vital. Más de uno incluso habría hecho gala de las mismas faltas de las que yo era culpable, pero ante las altas expectactivas que yo mismo había colocado frente a mí, las consideraba y escondía casi con una mórbida sensación de vergüenza. Fue más la exigente naturaleza de mis aspiraciones que ninguna especie de degradación en mis pecados lo que me convirtió en lo que era y, al abrir en mi interior una trinchera aún más profunda que en la mayoría de los hombres, separó en mí los territorios del bien y el mal que a la vez dividen y componen la naturaleza dual del ser humano. Me vi así empujado a reflexionar de manera insistente y profunda sobre esta implacable ley de la vida que se halla en la raíz de la religión y que es una de las más pródigas fuentes de sufrimiento que existen. A pesar de esa profunda duplicidad mía, yo no era en ningún sentido un hipócrita; ambas partes de mí eran completamente sinceras; no era más yo mismo cuando apartaba los frenos y me zambullía en la vergüenza que cuando trabajaba a la luz del día en provecho del conocimiento o persiguiendo el alivio del sufrimiento y la miseria. Y resultó que la dirección de mis estudios científicos, enteramente volcados hacia lo místico y lo trascendental, acabó arrojando una poderosa luz sobre esa conciencia de guerra permanente entre mis dos mitades. Cada día que pasaba, y desde ambos lados de mi inteligencia, el moral y el intelectual, me iba acercando incesantemente a esa verdad por cuyo parcial descubrimiento he sido condenado a esta terrible ruina: que todo ser humano no es en realidad uno, sino dos. Y digo dos tan solo porque mi conocimiento no ha pasado de ese punto. Otros me seguirán; otros me dejarán atrás siguiendo el mismo camino, y me aventuro a predecir que al fin el ser humano se sabrá a sí mismo una mera comunidad de múltiples, incoherentes e independientes moradores. Por mi parte, debido al carácter de mi vida, yo fui avanzando indefectiblemente en una sola dirección. Fue del lado moral y en mi propia persona donde conseguí reconocer la absoluta y primitiva dualidad del ser humano; comprendí que, si podía en rigor considerarme las dos naturalezas que luchaban en el campo de batalla de mi conciencia, ello se debía a que yo era esencialmente tanto una como otra y desde muy temprano. Incluso antes de que el curso de mis descubrimientos científicos hubiera comenzado a sugerirme la mera posibilidad de semejante milagro, yo ya había aprendido a recrearme, como si se tratara de una amada ensoñación, en la idea de separar ambos elementos. Si cada uno de ellos (me decía a mí mismo) pudiera ser alojado en identidades separadas, la vida se vería aliviada de todo lo que nos es insoportable; el pecador podría seguir su camino liberado de las aspiraciones y del remordimiento de su gemelo recto, del mismo modo que el justo podría recorrer con paso firme y seguro su camino ascendente haciendo las buenas obras en las que encuentra placer y sin estar ya expuesto a la vergüenza y la expiación de los males causados por mano ajena. Ha sido la maldición del ser humano que esos dos haces incongruentes quedasen unidos por fuerza de tal modo que dos gemelos opuestos tuvieran que luchar continuamente entre sí en el angustiado vientre de la conciencia. ¿Cómo, entonces, disociarlos?
Hasta ahí habían llegado mis reflexiones cuando, como he dicho, una luz auxiliar comenzó a iluminar la cuestión desde la mesa del laboratorio. Empecé a percibir, más profundamente que lo que hasta entonces se daba por sentado, la trémula inmaterialidad, la neblinosa transitoriedad de este cuerpo de apariencia tan sólida del que vamos revestidos por el mundo. Descubrí que ciertos agentes tenían la capacidad de alterar esta vestidura carnal como cuando el viento agita las cortinas de un pabellón.
Tengo dos buenas razones para no entrar en detalles en lo concerniente al aspecto científico de mi confesión. La primera, que he aprendido la lección de que nuestras espaldas humanas han de soportar para siempre la carga de nuestro destino y nuestra vida, pues si intentamos librarnos de ella esta no hace sino volver a nosotros con un peso más desconocido y más terrible. La segunda, porque, tal como mi relato, por desgracia, hará más que evidente, mis descubrimientos fueron incompletos. Baste decir, así pues, que no solo hallé que mi cuerpo natural no era más que el mero aura y resplandor que generaban las fuerzas que conforman mi espíritu, sino que logré elaborar una droga que arrebataba a dichas fuerzas su supremacía y hacía surgir una segunda forma y apariencia sustituta aunque no menos natural en mí, puesto que era la expresión de los elementos más bajos de mi alma que llevaba impresos en ella.
Dudé mucho antes de poner a prueba dicha teoría en la práctica. Sabía bien que me arriesgaba a morir en el intento; pues cualquier droga capaz de controlar y alterar de forma tan potente la mismísima fortaleza de la identidad podía destruir por completo el tarbernáculo inmaterial que yo intentaba cambiar con el menor amago de sobredosis o la más pequeña inconveniencia en el momento de la exhibición. Pero la tentación de un descubrimiento tan singular y profundo acabó por imponerse a las advertencias del miedo. Hacía mucho que tenía preparada mi tintura; compré de una vez a un mayorista farmacéutico una gran cantidad de un determinado tipo de sal que sabía por mis experimentos que era el último ingrediente necesario. Y una maldita noche, siendo ya muy tarde, mezclé los componentes, los observé hervir y humear juntos en la probeta y, cuando la ebullición cesó, me bebí la poción en un gran arranque de coraje.
Un instante después me estaba retorciendo de dolor; parecía que me estuviesen moliendo los huesos; sentía unas náuseas mortales y un horror espiritual como no puede haberlo mayor en la hora del nacimiento o de la muerte. Luego aquella agonía bruscamente comenzó a remitir y volví en mí como si me recuperase de haber estado muy enfermo. Había algo extraño en mis sensaciones; algo indescriptiblemente nuevo y, por su misma novedad, increíblemente grato. Me sentía más joven, más ágil, más feliz físicamente. Era consciente en mi interior de una audacia embriagadora; de una corriente de imágenes sensuales desordenadas que fluían rápidamente por mi imaginación; de cómo se deshacían las ataduras de la obligación y de una desconocida, aunque no inocente, libertad de alma. Con el primer aliento de esta nueva vida me supe ya más malvado, diez veces más malvado; esclavo vendido a mi maldad original. Y en aquel momento la idea me reconfortó y deleitó igual que un vino. Extendí las manos, exultante ante la novedad de mis sensaciones, y al hacerlo, de repente me di cuenta de que había perdido estatura.
En mi despacho no había por entonces ningún espejo; el que se encuentra junto a mí mientras escribo fue traído después precisamente con el propósito de ser de utilidad en estas transformaciones. Pero la noche había ido avanzando hacia la madrugada, y la madrugada, aunque aún oscura, se hallaba casi en sazón para concebir el día; los que vivían en mi casa se hallaban a buen recaudo en la celda de las horas más rigurosas del sueño y, en un arrebato esperanzado y triunfal, me decidí a aventurarme a ir hasta mi dormitorio bajo mi nueva forma. Crucé el patio, donde podría decir que las constelaciones de estrellas me contemplaron con asombro como la primera criatura semejante que se mostraba a su insomne vigilancia; me deslicé por los pasillos de mi propia casa como un intruso y, al llegar a mi habitación, vi aparecer por vez mi primera a Edward Hyde.
Llegados a este punto, he de hablar aquí únicamente de forma hipotética; no de lo que lo sé, sino de lo que supongo más probable. La parte malvada de mi naturaleza, a la que ahora había transferido arrolladora eficacia, era menos robusta y se hallaba menos desarrollada que la buena a la que acababa de arrebatar el poder. Pues mi existencia, después de todo, había estado en sus nueve décimas partes consagrada al esfuerzo, la virtud y el control, la otra estaba mucho menos ejercitada y cansada. De ahí, supongo, que Edward Hyde fuese mucho más pequeño, ligero y joven que Henry Jekyll. Y, del mismo modo que el bien resplandecía en el semblante de uno, el mal estaba escrito con trazos marcados y gruesos en el rostro del otro. El mal (que aún debo creer el lado letal del hombre), había dejado, además, en aquel cuerpo la huella de la deformidad y la decadencia. Y, sin embargo, cuando contemplé aquella horrible imagen en el espejo, no sentí ninguna repugnancia, sino más bien la súbita alegría de una bienvenida. Aquello también era yo. Me parecía natural y humano. A mis ojos se mostraba una imagen más viva del espíritu, y aquel me parecía más decidido y singular que el semblante imperfecto y dividido que hasta entonces solía llamar mío. Hasta ahí, sin duda, estaba en lo cierto. Observé que cuando mostraba el rostro de Edward Hyde, nadie podía acercarse a mí al principio sin un visible recelo físico. Y esto, en mi opinión, sucedía porque todos los seres humanos, tal como los conocemos, están hechos de una mezcla de bien y mal, pero Edward Hyde era el único que estaba hecho de mal puro.
Tan solo me detuve en el espejo por un instante. Aún quedaba pendiente el segundo y decisivo experimento: faltaba averiguar si había perdido mi identidad definitivamente y, por lo tanto, debía huir de una casa que ya no era la mía antes de que amaneciera. Así que corrí a mi despacho, y de nuevo preparé y me bebí el mismo líquido, sufrí los espantosos dolores de la transformación y volví en mí con el carácter, la estatura y el rostro de Henry Jekyll.
Aquella noche había llegado a la encrucijada fatal. De haber llegado a mi descubrimiento con espíritu más noble, de haberme arriesgado al experimento bajo el dominio de aspiraciones generosas o piadosas, todo habría sido diferente, y de aquellas agonías de muerte y nacimiento habría salido convertido en un ángel; no en un demonio. La droga no hacía distinciones. No era ni divina ni diabólica; simplemente abría las puertas de la cárcel de mi predisposición, y como los cautivos de Filipos, lo que estaba dentro escapaba. Por aquel tiempo mi virtud se hallaba adormecida y mi ambición mantenía despierto el mal que había en mí, alerta y ágil para aprovechar la ocasión; la criatura que se proyectó al exterior fue Edward Hyde. De ahí que, aunque tuviese entonces dos personalidades y apariencias, una fuese completamente malvada y la otra siguiera siendo la del viejo Henry Jekyll, aquella mezcla incongruente de cuya enmienda y mejora ya había aprendido a desesperar. El camino no podía ser otro, de este modo, que el del envilecimiento.
Aún por entonces seguía sin ser capaz de dominar mi aversión a la sequedad de una vida dedicada al estudio. Solía tener momentos de relajación de vez en cuando, y como mis placeres eran (cuando menos) poco dignos, y yo no solo era un hombre conocido y muy bien considerado, sino alguien que además ya caminaba hacia la vejez, aquella incoherencia en mi vida me resultaba cada día más incómoda. Y fue ese el aspecto en el que mi nuevo poder me tentó hasta hacerme su esclavo. Tan solo tenía que beberme aquel líquido para deshacerme de inmediato del cuerpo del conocido profesor y vestirme, como si se tratara de una gruesa capa, con el de Edward Hyde. La sola idea me hacía sonreír; en aquel momento me parecía divertida. Y yo lo preparaba todo cuidadosamente. Alquilé y amueblé esa casa del Soho hasta la que la policía rastreó a Hyde, y contraté como ama de llaves a un ser de cuya discreción y falta de escrúpulos podía estar seguro. Por otro lado, comuniqué a mi servicio que un tal Mr. Hyde (al que describí) tendría completa libertad y capacidad para hacer lo que quisiese tanto en mi casa como en la galería y, para evitar contratiempos, incluso solía ir de visita en mi segunda personalidad con el propósito de que se familiarizasen con ella. A continuación redacté aquel testamento al que tanto te opusiste para, si algo me ocurría en la personalidad del doctor Jekyll, poder entrar en la de Edward Hyde sin merma pecuniaria. Y, creyéndome protegido de este modo por todos los flancos, comencé a beneficiarme de la extraña inmunidad que me brindaba mi situación.
Hasta entonces había habido hombres que pagaban a asesinos para que cometieran sus crímenes mientras su persona y reputación quedaban a salvo. Yo fui el primero que pudo hacer lo mismo que ellos para obtener sus placeres. Yo fui el primero que pudo pasearse ante la opinión pública bajo el pes...

Índice

  1. PRÓLOGO
  2. LA HISTORIA DE LA PUERTA
  3. EN BUSCA DE MR. HYDE
  4. LA TRANQUILIDAD DEL DR. JEKYLL
  5. EL ASESINATO DE CAREW
  6. EL INCIDENTE DE LA CARTA
  7. EL CURIOSO INCIDENTE DEL DR. LANYON
  8. EL INCIDENTE DE LA VENTANA
  9. LA ÚLTIMA NOCHE
  10. EL RELATO DEL DR. LANYON
  11. EL TESTIMONIO COMPLETO DE HENRY JEKYLL SOBRE EL CASO