Fundamentos
Toda construcción edilicia, que pretende perdurar en el tiempo, comienza por los fundamentos y esto es lo que pretendo hacer ahora: fundamentar la exposición que luego seguirá. Estos fundamentos serán de dos tipos diferentes y complementarios: teologales o teológicos y científicos o humanos. Siempre es verdad, en todos los órdenes, que la gracia edifica sobre la naturaleza.
Teológicos
Tres temas retendrán ahora nuestra atención: la Teología de la Historia, los Signos de los tiempos y la Evangelización cristiana. Los tres están íntimamente relacionados. La teología de los signos de los tiempos es una Teología de la Historia… Una palabra sobre cada uno de ellos nos ayudará a comprender, más adelante, el binomio Fraternidad y/o Globalismo.
Teología de la Historia
La teología es el estudio-razonado (logos) que tiene como objeto a Dios (Theos), su Persona y su obra. Cuando hable a continuación de la Teología de la historia, no me estoy refiriendo a la historia de la teología, tampoco a la historia de la Iglesia en una perspectiva teológica.
La historia-ciencia se refiere a los hechos histórico-sociales, y a la interpretación que hace de ellos para su comprensión íntima. Pero esta elucidación no implica una determinación de su sentido, y mucho menos, su sentido salvífico, último y definitivo.
Lugar teológico
La historia es, esto sí, un “lugar” teológico, pues en ella aconteció la revelación y la salvación, que alcanzan su culmen con Jesucristo. En ella tienen lugar también los “signos de los tiempos” o acontecimientos que tienen relación con el Reino de Dios, en perspectiva anticipada y que apunta hacia la plenitud definitiva o escatológica.
La Teología de la historia es, en primer lugar, una Teología “en” la historia. Se refiere, entonces, al “obrar” de Dios en la historia. Una vez que se ha discernido y sacado a la luz este obrar, se trata también de razonarlo y sistematizarlo objetivamente, con lo cual nace una Teología “de” la historia.
Los cristianos afirmamos que Dios se revela y actúa en nuestra historia, salvándonos y convirtiéndola en “Historia de salvación”. Esta historia alcanza su plenitud cuando el Verbo eterno se hace carne para salvar a quienes estábamos perdidos. La Sagrada Escritura narra la historia de la salvación que obra al interior mismo de la historia humana. Historia que continúa y continuará hasta la parusía o venida gloriosa del Señor Resucitado para darnos parte en su Vida gloriosa y juzgar definitivamente al género humano. Se trata de distinguir, historia humana e Historia salvífica, sin separarlas ni confundirlas.
La siguiente analogía explica lo que estamos diciendo. Así como en Jesucristo hay una Persona divina y dos naturalezas, humana y divina, unidas “hipostáticamente” (en la única Persona), sin confusión ni división; de modo analógico (igual y diferente), podemos decir que, en el proceso o peregrinación histórica de la humanidad hacia su plenitud final, coexisten: progreso humano y salvación divina, guiados por la Providencia del único Creador.
Las Sagradas Escrituras judeo-cristianas nos ofrecen las fuentes y los modelos para la reflexión teológica sobre la historia humana… y divina. Cualquier creyente que lea y medite los libros proféticos y, sobre todo, el Apocalipsis de San Juan podrá intuir y comprender en qué consiste la Teología de la historia. Teología, por su referencia a Dios; historia, como lugar de Su presencia y acción salvadora.
Al decir, “lectura y meditación creyente”, me estoy refiriendo a la lectio divina o “lectura de Dios con ojos de Iglesia”. Ella es la mediación o el instrumento que nos permite descubrir el sentido profundo de las Escrituras, no los hechos, sino la interpretación de los mismos, Dios obrando con presencia salvadora. Por eso, la doctrina tradicional de los cuatro sentidos bíblicos –la letra enseña los hechos, la alegoría lo que has de creer, la moral cómo has de obrar, la analogía lo que has de esperar– podemos actualizarla así:
La historia nos narra los hechos,
Cristo nos revela su sentido
y nos enseña cómo actuar,
la esperanza anticipa aquí y ahora lo último y definitivo.
Dos ciudades
Esto es lo que hizo San Agustín, Obispo de Hipona, él es el primero en elaborar una teología de la historia de forma orgánica y completa. Agustín lee la historia como un progreso constante que parte del acto libre y gratuito de Dios, entrando así en el tiempo, y alcanzando su plenitud con la encarnación de Jesucristo. El acontecimiento pascual de Jesucristo, su muerte y resurrección, constituyen el centro de la historia, la cual se abre a una promesa escatológica. En el tiempo de la espera de la Revelación gloriosa de Jesucristo, Caín y Abel representan respectivamente, a la humanidad ambiciosa y obediente.
Agustín, en su obra La Ciudad de Dios, desarrolla una interpretación teológica de la historia, combina la argumentación polémica, la propia meditación sobre la historia humana y los roles del Imperio romano y de la Iglesia católica en esa misma historia. Veamos esto en mayor detalle.
Todas las sociedades y pueblos contienen dentro de sí personas, grupos y asociaciones que, por gracia de Dios, comunican la salvación en el mundo. De igual modo, contienen también individuos y agrupaciones aferradas a lo terrenal, y que por eso mismo no gozarán con Dios al fin de los tiempos. Pero solamente Dios sabe quiénes pertenecen a Él y quiénes se le oponen o lo excluyen de sus vidas y nosotros no podemos reconocer la membresía de los demás. Aunque hay claramente dos grupos antagónicos, dos “ciudades” que se confrontan.
Es decir, todas las sociedades humanas incluyen ambas ciudades: sólo en el juicio final se separará a los justos de los injustos. En el Imperio romano, afirma San Agustín (como en todas las agrupaciones humanas, incluyendo a la misma Iglesia católica), las dos ciudades están mezcladas y se interrelacionan. O sea que, las dos ciudades son el resultado de motivaciones humanas básicamente divergentes, aunque los “ciudadanos” de una y de otra se relacionan entre sí. Sobre esta interrelación en oposición, Agustín elabora su concepción de lo político que se inscribe en una teología de la historia. Las dos ciudades son también una manifestación del combate interior que se libra en todo ser humano, entre el espíritu y la carne. Dejemos que los textos hablen:
La gloriosísima ciudad de Dios, que en el presente correr de los tiempos se encuentra peregrina entre los impíos viviendo de la fe, y espera ya ahora con paciencia la patria definitiva y eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia, conseguirá entonces con creces la victoria final y una paz completa. En la presente obra (…) me he propuesto defender esta ciudad en contra de aquellos que anteponen los propios dioses a su Fundador. ¡Larga y pesada tarea ésta! Pero Dios es nuestra ayuda. Soy consciente de la fuerza que necesito para convencer a los soberbios del gran poder de la humildad. (…) Tampoco hemos de pasar por alto la ciudad terrena; en su afán de ser dueña del mundo, y, aun cuando los pueblos se le rinden, ella misma se ve esclava de su propia ambición de dominio (Pról.).
Las dos ciudades, en efecto, se encuentran mezcladas y confundidas en esta vida terrestre hasta que las separe el juicio final. Exponer su nacimiento, su progreso y su final, es lo que voy a intentar hacer, con la ayuda del cielo y para gloria de la Ciudad de Dios, que hará vivo resplandor de este contraste (Libro I, cap.35)
Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en su gloria; ésta dice a su Dios: ‘Gloria mía, tú mantienes alta mi cabeza’ (Sal.3:4). La primera está dominada por la ambición de dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la segunda se sirven mutuamente en la caridad los superiores mandando y los súbditos obedeciendo. Aquélla ama su propia fuerza en los potentados; ésta le dice a su Dios: ‘Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza’ (Sal.18:2) (Libro V, cap.28).
En un elocuente y patético texto de sus Enarrationes sobre los Salmos, el Obispo de Hipona presenta dos géneros de hombres que, a nuestro entender, ilustran bien a los ciudadanos de los “dos ciudades”.
Cada uno de estos dos géneros de hombres tiene en su corazón tendencias propias. El género de los justos se esfuerza en tender a las cosas sublimes por la humildad. El género de los inicuos se inclina a las abyectas por la altanería. El primero se anonada para subir; el segundo se empavona para caer. De aquí acontece que un género tolera y el otro es tolerado. El designo de los justos es ganar a los inicuos para la vida eterna, y el de los perversos es devolver mal por bien y privar, si fuese posible, aun la vida temporal a los que buscan para sí la vida eterna (…) Dos injustos apenas se toleran y cuando parece que se aman, hay que achacarlo a la complicidad de acción no a la amistad...