Capítulo 1
UNA FAMILIA NUCLEAR
Es exactamente en el minuto seis del primer episodio de la serie cuando la ciencia, en un sentido amplio, aparece en Los Simpson. Y no es un inicio simpático. El fotograma que lo anuncia es una guirnalda navideña que dice «Feliz Navidad de parte de la central nuclear de Springfield». Detrás de ella, símbolo universal e inconfundible de la energía atómica (o del mismo Springfield, al menos para las generaciones posteriores al referéndum sobre las nucleares), dos imponentes torres de refrigeración, con el átomo de Bohr a modo de decoración. Pero no es el hecho de saber que Springfield no es un municipio desnuclearizado el que da a la ciencia, en la primera aparición en la serie, un regus-to cuando menos desagradable. El problema es otro, mucho más dramático. Y se anuncia por los altavoces de la central mientras Homer, empleado responsable de la seguridad del sector 7G, lleva a cabo con imperturbable negligencia el control de los sensores, para lanzarse seguidamente con avidez sobre las adoradas rosquillas. «Hola», dice la voz como un graznido del señor Burns, el archimillonario tío Gilito de Springfield, además de propietario del complejo nuclear:
Estoy orgulloso de anunciaros que hemos podido incrementar la seguridad en la central nuclear sin aumentar el coste para el consumidor, ni hacer mella en las subidas destinadas a la Administración. Sin embargo... para vosotros, operarios pseudoespecializados, no habrá paga extraordinaria. ¡Feliz Navidad!
Sin paga extraordinaria, de acuerdo. Pero se podría objetar: ¿qué relación tiene con la ciencia de Los Simpson? ¿No es un poco forzado enmarcar en el ámbito de la ciencia temas de economía y de política laboral, más propios de reivindicaciones sindicales que de un experimento de laboratorio? En efecto, es así; la que se muestra en este episodio, y en general en toda la serie, es una ciencia que podríamos calificar como mínimo de sucia, contaminada, impura. Pero lo que la ensucia es el inadecuado e inevitable impacto con la realidad. Y en particular con aquella realidad que, por resumirlo en una palabra, podemos denominar mercado. Se puede hablar de energía nuclear refiriéndose exclusivamente a elementos como los isótopos del uranio y las radiaciones nucleares, es verdad. Como también es verdad que una reacción nuclear se rige solamente por parámetros físicos. Pero en el momento en que pasamos del papel y de las simulaciones al inicio de una reacción en cadena para producir energía entran en escena otros protagonistas: la seguridad, los residuos, las inquietudes más o menos justificadas de los ciudadanos. Y, en poco tiempo, al balance energético calculado por el físico teórico se une el balance económico redactado por el ejecutivo, donde en las columnas de las entradas y las salidas no figuran solamente uranio y energía, sino también términos como impuestos y pagas extraordinarias.
Pero ¿realmente estos pocos segundos del primer episodio de Los Simpson quieren aludir a todo eso? ¿No puede ser un simple chiste, que ha ido a parar allí por casualidad, para reír a costa de la ineptitud y la mala suerte de Homer? Tal vez sí. Si no fuera porque una situación similar se repite tan solo un minuto después. Aunque en esta ocasión no viene de la mano de lo nuclear, sino de la medicina. Mientras Homer se consuela por la pérdida de la paga extra, recordando que la previsora Marge ha ahorrado lo suficiente para comprar algún regalo que poner bajo el árbol, la escena se traslada al interior de una clínica privada de dermatología. Allí el resto de la familia Simpson espera descubrir si es posible quitar el tatuaje permanente –en forma de corazón, con la palabra MOTH– que Bart, haciendo creer que tiene veintiún años, se acaba de hacer grabar en el brazo derecho. «Sí, señora Simpson, podemos quitar el tatuaje de su hijo –explica el dermatólogo–, es un sencillo procedimiento de bombardeo de láser. Sin embargo, es más bien caro –se apresura a agregar rápidamente–. Y exigimos el pago al contado en efectivo».
Los Simpson tiene buena memoria, y coherencia interna para dar y vender. Los tatuajes permanentes no desaparecen como por arte de magia de un episodio a otro; para quitarlos se necesita el láser, exactamente como nos ocurre a nosotros, y el láser tiene su precio. En definitiva, si esperáis médicos altruistas, estáis avisados: este es el dibujo animado equivocado. Y como es fácil de suponer, el precio de la intervención es suficiente para hacer desaparecer hasta el último céntimo de los ahorros de Marge.
En resumen, en menos de un minuto, el rostro duro de la ciencia –aquel en el cual los nobles fundamentos del progreso tienden a ceder el sitio al trato despiadado de Wall Street– ha conseguido arruinar las navidades de la familia Simpson. No está mal, como primer acercamiento. Y tan solo es el inicio.
DANOS HOY NUESTRA NUCLEAR DE CADA DÍA
Para entender la relación de amor-odio que une la central nuclear del señor Burns con los habitantes de Springfield, en primer lugar hay que tener presente que ella es el auténtico corazón que mueve la ciudad. Un poco como podía serlo la Olivetti para Ivrea en los años ochenta; no solamente por el binomio indivisible en el plano productivo, porque está fuera de toda duda que toda la economía de Springfield gira alrededor de la central, sino también y sobre todo en el plano simbólico, por la identificación entre ciudad y central en el imaginario colectivo. Dentro y fuera de la ficción. El equipo de béisbol de la ciudad, por ejemplo, está esponsorizado por el señor Burns y se llama Los Isótopos de Springfield, en una clara referencia a los isótopos uranio 235 y plutonio 239, combustibles nucleares por excelencia. Y no es casualidad que el más completo y detallado recurso disponible en Internet sobre Los Simpson, el insustituible The Simpsons Archive, tenga la dirección <www.snpp.com>, donde snpp significa Springfield Nuclear Power Plant: la central nuclear de Springfield. Los habitantes le están agradecidos, a veces incluso son devotos de esta, Homer a la cabeza. Esta es su oración de cabeza de familia el día de Acción de Gracias ante el imprescindible pavo, con toda la familia reunida alrededor de la mesa y la enésima crisis familiar aún en marcha:
Señor, te damos gracias sobre todo por la energía nuclear, la fuente energética más limpia y segura que existe. Sin contar con la solar, que es tan solo un sueño científico.
Desgraciadamente, el hambre prevalece sobre la espiritualidad, imponiendo un abrupto final a la oración al Ser supremo, pronunciada toda de un tirón. Pero si rebobinamos la cinta, encontramos abundante material sobre el cual meditar. En primer lugar, ¿qué clase de dibujos animados son, donde el protagonista, aunque esté con problemas hasta el cuello, no pierda la ocasión de la tradicional oración en la mesa para abandonarse a una digresión con Dios sobre las políticas energéticas? El sarcasmo es evidente, de acuerdo. Pero aquí hay algo más. Por parte de los autores del episodio hay un dominio del problema que va más allá de las demandas de un guión de dibujos animados: los argumentos que ponen en boca de Homer –la seguridad y el bajo impacto ambiental de la nuclear, la utopía de una difusión en breve tiempo y a gran escala de la energía solar– son exactamente los mismos utilizados por expertos y políticos partidarios de lo nuclear. Los que solemos oír también aquí entre nosotros, en Italia, a medida que los recuerdos de Chernóbil se van difuminando y las amenazas del black-out y el calentamiento global son más frecuentes. Como ya hemos visto, uno de los rasgos más característicos del modo que tiene de aparecer la ciencia en la serie es precisamente la sublime despreocupación, que raya casi el desprecio, con que los guiones de Los Simpson condensan en pocos segundos un considerable currículo de conocimientos y referencias, hasta dejarlo hecho papilla, letanía sin sentido, ocurrencias que casi pasan inadvertidas por su fulminante rapidez.
Selma, una de las dos cuñadas de Homer, no se deja impresionar por la habilidad oratoria del cabeza de familia: «La peor plegaria que he escuchado jamás», proclama tajante. Pero Homer no es un tipo que se deje influir por un comentario negativo. He aquí otra de sus memorables oraciones a la mesa, pronunciada unos episodios después, en el trascurso de la misma temporada:
Y gracias especialmente por la energía nuclear, que hasta el día de hoy aún no ha causado ninguna fatalidad comprobada. Al menos en este país... Amén.
En esta ocasión el comentario se debe a Marge, y es demasiado halagador: «¡Tienes el don de la palabra, Homer!». Vaya. Y también hay que admitir que su marido está al día: en toda la larga historia nuclear de Estados Unidos, no ha habido nunca ninguna víctima. Al menos comprobada, como se apresura a precisar Homer. En un informe del National Cancer Institute se estima que, tras realizar centenares de pruebas nucleares –especialmente en los años cincuenta– en el tristemente famoso Nevada Test Site, se ha liberado a la atmósfera la suficiente radiación como para provocar, a lo largo de los años siguientes, entre 10.000 y 75.000 casos de cáncer de tiroides.
En todo caso, el único incidente nuclear americano grave, el ocurrido el 28 de marzo de 1979 como consecuencia de la fusión parcial de uno de los dos reactores de la central de Three Mile Island, en Pennsylvania, no causó víctimas. Y, a pesar de los numerosos incidentes, la misma afirmación se podría hacer a propósito de la central nuclear de Springfield, al menos hasta el 9 de diciembre del 2001: cuando en Estados Unidos se emite por primera vez el episodio «Aquellos patosos años», en el transcurso del cual se descubre que en la central del señor Burns efectivamente ha ocurrido al menos un accidente mortal, aunque hace ya algunos años, y quien se dejó la piel fue el padre de Waylon Smithers (el lameculos de Burns), en una heroica intervención para poner remedio a una avería en la central.
¡ALEGRÍA Y ENERGÍA!
Tragedias a parte, ¿cómo se explica el entusiasmo acrítico de los habitantes de Springfield hacia lo nuclear? Para descubrirlo vamos al tercer capítulo de la serie, «La odisea de Homer». El episodio comienza con la clase de Bart de excursión escolar a la central nuclear. Como preludio de la visita a las instalaciones, se pasa un documental a los estudiantes sobre la «potencia del átomo... que nos sirve para que funcione todo, desde vuestra videoconsola hasta las máquinas que hacen el algodón dulce», presentado por el inefable Smithers, vestido para la ocasión con bata blanca. Nada más apagarse las luces de la sala comienza una película deteriorada con el significativo título de La energía nuclear, nuestra amiga incomprendida.
«Cuando la mayor parte de la población piensa en la energía nuclear piensa en esto –comienza una voz en off mientras discurre por la pantalla una amenazante secuencia de explosiones con un gran hongo atómico–, pero cuando hablamos de la energía nuclear, nosotros entendemos esto». Y aparece una idílica escena con una sonriente familia de los años cincuenta: ...