Raíces de Sentido
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Raíces de Sentido

Egipcios, judíos, griegos y cristianos

  1. 550 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Raíces de Sentido

Egipcios, judíos, griegos y cristianos

Descripción del libro

Si deseamos comprender cómo somos y la manera como encaramos la vida, es imprescindible mirar al pasado y conectarnos con nuestras raíces históricas. Somos el producto de una larga historia, en donde confluyen múltiples corrientes culturales. Las que recogemos en este libro no son obviamente todas. Pero sí creemos que son las más importantes. Profundizar en ellas nos permite no sólo entendernos mejor, sino también retomar contacto con aspectos que marcaron nuestra historia y que pudieran sernos muy útiles para sortear el futuro que hoy encaramos. Siempre hemos reconocido que el ser occidental se ha nutrido de dos grandes tradiciones: por un lado, aquella que viene del mundo greco-romano, y por otro, la que recibimos del mundo judeo-cristiano. Lo que no siempre reconocemos es que esas dos tradiciones reciben una importante influencia del mundo cultural egipcio, que se desarrollara mucho antes. El papel de Egipto en los textos judíos, por tomar una de estas tradiciones, tiende a reducirse al período asociado con el trauma de la esclavitud. Como apreciará el lector, nosotros levantaremos una hipótesis alternativa y exploraremos la idea de que la tradición judeo-cristiana podría ser heredera de corrientes que nacen en el Egipto antiguo.

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Información

Año
2021
ISBN del libro electrónico
9789563061611
V. LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO
1. INTRODUCCIÓN
Si deseamos comprender adecuadamente al ser humano occidental contemporáneo y penetrar en una de las crisis de sentido más importante que este enfrenta en la actualidad, nos parece indispensable examinar una de las corrientes fundamentales que lo constituye: el cristianismo, uno de sus elementos discursivos más importantes. No se trata obviamente del único, pero sí de uno del que no es posible prescindir. El análisis del cristianismo no sólo nos remite a una de las raíces fundamentales del mundo occidental, nos ofrece además una perspectiva desde la cual podemos situarnos mejor para comprender la profunda crisis de sentido que hoy se incuba en Occidente. El núcleo más relevante de la actual crisis de sentido del mundo occidental es una crisis en el dominio de la espiritualidad, una crisis de sus creencias y prácticas religiosas, y es expresión, en último término, de la profunda crisis que hoy pareciera encarar el cristianismo.
¿Se trata acaso de una crisis del cristianismo como tal? Es innegable que muchas veces así lo parece. Sin embargo, no estamos seguros. Estamos tan acostumbrados a concebir el cristianismo de una determinada manera que muchas veces nos es difícil abrirnos a la idea de que quizás esta sea tan solo la crisis de una de sus formas posibles de concebirlo. No es descartable que el futuro nos muestre cómo el cristianismo escondía una profunda capacidad de renovarse a sí mismo, de modificar muy radicalmente sus modalidades de articulación y de ser capaz de constituirse nuevamente en un polo potente de generación de sentido, como lo fuera en el pasado. Estamos sin embargo muy lejos de eso.
El espectáculo que tenemos ante nuestros ojos es el de un conjunto de creencias envejecido, incapaz de renovarse y adecuarse al curso que marcan los nuevos tiempos. Cuando miramos por ejemplo a la Iglesia Católica, vemos una institución a la defensiva, atrincherada en aquello que considera lo medular de su doctrina; una institución que pierde crecientemente adeptos en vez de ganarlos, una institución anquilosada. Digámoslo en una frase: el cristianismo se nos muestra como crecientemente anacrónico, en contradicción progresiva con los signos de los tiempos.
La crisis espiritual del Imperio Romano y el nacimiento del cristianismo
Una crisis similar enfrentó el mundo occidental hace cerca de dos mil años. Entonces, en un proceso que durara más de tres siglos, comenzó a gestarse una profunda crisis en el dominio espiritual del centro hegemónico del mundo occidental de entonces. Nos referimos al mundo greco-romano, que luego de las conquistas de Alejandro Magno y de la preeminencia posterior del Imperio Romano se había convertido en polo hegemónico para gran parte de la Tierra.
Pueden darse muy diversas razones para explicar la caída del Imperio Romano. Las hay sociales, políticas, económicas y militares. Todas ellas, sin embargo, nos parecen insuficientes. De una u otra forma, ellas parecieran remitir a aspectos que se sitúan en el dominio cultural, de manera particular en el dominio espiritual y religioso. Este era, en rigor, el que proveía el dinamismo, la energía, la sangre que alimentaba todo el cuerpo social. Una vez que Roma agota su fuente principal de generación de sentido, se desencadena un proceso que progresivamente terminará afectando al cuerpo social entero1 .
Muchas veces es difícil hacer esta relación entre los factores de carácter propiamente espiritual y el resto de los fenómenos sociales. Parte de la dificultad reside en el hecho de que los procesos culturales asociados al dominio espiritual suelen desarrollarse muy lentamente en el tiempo, y no es fácil identificar acontecimientos nítidos, hechos históricos situados en fechas precisas que marcan consecuencias claras. Se trata por el contrario de procesos muy profundos y difusos que sólo logran ser percibidos en el tiempo de la grande durée de que nos hablara Ferdinand Braudel y la escuela de pensamiento histórico de los Anales. Braudel, sin embargo, priorizaba la grande durée al interior de los procesos económicos2 .
¿Cuál es –desde nuestra perspectiva– uno de los elementos desencadenantes de la decadencia del Imperio Romano y, con esta, del cierre de aquel ciclo histórico que reconocemos con el nombre de Antigüedad? La gran crisis de las religiones politeístas. La experiencia sentida por gran parte de los seres humanos de que los dioses han muerto, de que han perdido su poder de convocatoria. Cuando experimentamos que los dioses han muerto sólo cabe esperar el derrumbe o, al menos, la profunda transformación de las civilizaciones que se han construido en torno a ellos. Con la muerte de sus dioses, los seres humanos no pueden sino entrar en proceso de marchitación progresivo. Estamos entonces en el umbral de la emergencia de una nueva ola de espiritualidad.
Edward Gibbons nos señala cómo la tolerancia religiosa característica de los romanos se convirtió muy pronto en un despliegue cínico de poder, hasta llegarse a un punto en que
“los diversos modos de culto que llegaron a prevalecer en el mundo romano eran considerados, todos ellos, como igualmente verdaderos por el pueblo; como igualmente falsos, por los filósofos; y como igualmente útiles, por los magistrados (las autoridades del Estado)”3.
La expresión de que Dios ha muerto aparece por vez primera cuando Plutarco nos relata que unos navegantes en su recorrido por el mar escucharon voces desde la tierra que les gritaban: “el gran dios Pan ha muerto”. El dios Pan no era un dios cualquiera. Era el dios que representaba las fuerzas naturales, la capacidad generativa de la naturaleza y de la totalidad (pan, en griego) de sus fenómenos. La naturaleza era el sustrato del politeísmo antiguo. La muerte del dios Pan –dios aparentemente menor– no podía sino representar el derrumbe inminente de todo el edificio religioso del mundo greco-romano.
Desde hace más de un siglo, el mundo occidental viene escuchando una voz equivalente, una voz que pareciera no acallarse, una voz que pareciera aumentar su volumen y su alcance. Tomando como fuente al mismo Plutarco, Friedrich Nietzsche lanza en la segunda mitad del siglo XIX una voz que desde el momento en que fue emitida crece y se agiganta: “Dios ha muerto”. Se trata de una voz extraña, y en rigor es una frase sin sentido. Dios, por definición, no muere. Los que mueren son los seres humanos y todo aquello que de ellos proviene. Pero he aquí alguien que proclama la muerte de Dios, y desde entonces su voz se ha mantenido y no hemos logrado evitar que ello se grabe en nuestros oídos. Se trata de una frase que desde el momento que fuera pronunciada, no sólo se ha mantenido vigente, por el contrario, se trata de una voz que escuchamos cada vez con más fuerza, aunque muchas veces hayamos procurado acallarla o hacerla desaparecer. Pero esa voz con obstinación se mantiene.
¿Qué significa esta voz? Tan sólo que la concepción vigente, la representación que históricamente los seres humanos hemos hecho de Dios como sentido final de la vida y de las cosas ha entrado en crisis. Que su capacidad de proveer sentido está comprometida. Que estamos en la víspera de una profunda transformación espiritual de la que posiblemente saldremos exclamando: “Dios ha muerto, ¡viva Dios!”. Que estamos llamados a un encuentro con un Dios que hasta ahora nos ha sido desconocido. Que tendremos que reinventar a Dios, que tendremos que hacerlo nacer de nuevo.
De esa profunda crisis espiritual que hace dos mil años atrás afectara al mundo romano, surgirán desafíos que llevarán a los romanos a extremos opuestos. Hay múltiples formas de reconocerlos. Una de ellas es examinando sus grandes figuras de autoridad, que no pueden sino inevitablemente encarnar la profundidad de la crisis. Por un lado, esta se expresará en las figuras de emperadores romanos que darán cuenta del severo fraccionamiento del sentido ético de la cultura romana. Pensemos por ejemplo en Nerón o en Calígula, por mencionar sólo algunos. Los períodos en los que ellos reinan se caracterizan por la insanidad y la depravación, por la arbitrariedad y la desmesura, por la arrogancia en el ejercicio de la autoridad y por la ausencia de límites morales.
Pero también tenemos ejemplos opuestos. Mi ejemplo predilecto es la figura del emperador Adriano, que gobernara en la primera mitad del siglo II. Mis alumnos saben que en mis clases suelo referirme frecuentemente a él. En las notas que acompañan Las memorias de Adriano, novela que Marguerite Yourcenar escribiera sobre su vida, la autora nos advierte que a Adriano le correspondió el desafío de una época muy especial en que los dioses tradicionales de la Antigüedad ya habían muerto y todavía no habían nacido –para el mundo del Imperio Romano– los dioses nuevos que los sustituirían. Ante la ausencia de dioses vigentes, Adriano habría procurado responder alzándose por sobre lo que era habitual esperar en un emperador, de manera de asumir los desafíos éticos que normalmente se dejaban en manos de los dioses. Dos respuestas muy diferentes4 .
C.G. Jung nos ofrece una mirada interesante cuando explora la figura de Jesús como figura arquetípica. Según Jung el gran acierto de la figura de Jesús es que responde adecuadamente a lo que era demandado por la crisis religiosa del mundo romano. Su principal poder de convocatoria residió en su capacidad de interpretar las inquietudes más profundas que resultaban de esta crisis espiritual, de la severa crisis de sentido de su época. Edward F. Edinger, siguiendo a Jung, nos señala:
“Hace dos mil años la psiquis colectiva sufrió un profundo solevantamiento, uno que posee un destacado paralelo con nuestra propia época. Este solevantamiento temprano consistió en la muerte y renacimiento de la imagen de Dios que entonces operaba. Existe evidencia de que el mismo fenómeno está aconteciendo hoy en día. Este gran drama histórico de los tiempos tempranos del cristianismo se expresó fundamentalmente como una confrontación entre dos grandes protagonistas: Roma y Judea. En Roma, luego de décadas de una guerra civil que destruyó la República, el Estado logró temporalmente su estabilidad como Imperio, bajo el dominio de un emperador deificado. La virtud cívica que había sido característica de la República fue sustituida crecientemente por motivos fundados en la codicia y el poder descarnados. La devoción religiosa y el servicio patriótico auténticos, que habían sido característicos de la nobleza romana de la República, se perdieron en el Imperio. La religión del pueblo fue pervertida una y otra vez por el Estado para ponerse al servicio de las motivaciones personales de poder de sus líderes”5 .
En la interpretación que nos propone Jung se nos sugiere que todo fenómeno espiritual expresa al menos dos vertientes. En primer lugar, en él se manifiesta necesariamente la estructura profunda de la psiquis humana. El mundo espiritual de los seres humanos, según Jung, no puede sino ser una proyección de las capas ocultas de nosotros mismos –lo que Jung describe como la estructura de la psiquis humana– cuyo examen nos permite comprendernos mejor. Si una determinada interpretación exhibe la capacidad de generarnos sentido, ello sólo puede revelar que en ella se expresa algo importante de nosotros mismos. Todo lo que nos afecta nos revela. Todo aquello a lo que le conferimos sentido habla de nosotros, aunque lo hace de una manera proyectada en aquello que erigimos exteriormente en fuente de sentido y, por ende, de una manera distorsionada.
Sin embargo, hay también un segundo aspecto que aparece asociado con los fenómenos espirituales. Se trata de las condiciones propias del sistema social que nos contiene, y muy particularmente de sus capacidades e incapacidades concretas de proveernos del sentido que necesitamos para vivir. Todo fenómeno espiritual está situado en la historia y necesariamente remite también a ella. Las formas que asume un determinado fenómeno espiritual no pueden sino estar históricamente condicionadas. Cualquier fenómeno espiritual, por lo tanto, remite a estas dos vertientes, a nosotros mismos y a las condiciones históricas que encaramos, y nos habla directa o indirectamente de ellas.
Cuando Jung examina la crisis que durante el Imperio Romano experimenta la figura de dios, crisis que antecede el nacimiento y la expansión del cristianismo, lo hace por lo tanto aludiendo a estas dos vertientes. Tomando la primera vertiente que apunta a la estructura de la psiquis humana, Jung nos señala que esta crisis espiritual se sitúa al interior de lo que él llama el proceso de individuación, propio del desarrollo de todo individuo. Durante el proceso de individuación emerge progresivamente el ego, dimensión más superficial y restringida de nosotros mismos, que se separa de lo que Jung denomina el sí mismo (llamado Self, en inglés), que da cuenta del sentido unitario, más misterioso y profundo de todo ser humano. Todo individuo pasa durante su desarrollo por este proceso de separación entre el ego y el sí mismo, hasta alcanzar un punto crítico asociado normalmente con las crisis de la edad adulta, a partir del cual inicia un proceso contrario de integración y reencuentro entre ambos.
Sin embargo, no es posible dar cuenta del fenómeno histórico del cristianismo si no nos situamos simultáneamente al interior de las condiciones históricas específicas que lo acompañan. Según el mismo Jung, el sistema social que se desarrolla en la Roma imperial había llegado a extremar los aspectos relacionados con el ego, relegando críticamente aquellos otros aspectos que permitían la conexión con aspectos más profundos del sí mismo. La lógica de comportamiento social que imponía el Imperio privilegiaba crecientemente –y desde sus propios núcleos de autoridad– el placer y el poder, y se desentendía del desarrollo de un sentido espiritual más profundo. Ello dejaba al conjunto de la población con una necesidad de desarrollo espiritual que ni el Imperio ni los antiguos dioses eran capaces de proveerle. La lógica social hedonista y fuertemente centrada en el poder que habían desarrollado los romanos sólo podría mantenerse por un tiempo relativamente corto. En la medida que ella se establecía, de manera equivalente se generaba un gran vacío espiritual en crecimiento, como también crecía la necesidad de ser alimentado.
Todo ello crea las condiciones para que el mensaje cristiano de Jesús, fundado en el amor, logre restaurar el sentido espiritual perdido al colocar en un primer plano aquellas dimensiones del sí mismo que el Imperio había sistemáticamente relegado. Esas particulares condiciones históricas abonaban por lo tanto el terreno, y creaban el cultivo para una gran renovación espiritual. Quien lograra hacerse cargo de ese vacío y mostrara estar en condiciones de colmarlo se convertiría en el Mesías. Es la historia, por lo tanto, la que en último término unge a un determinado individuo en el intérprete de aquel sentido espiritual perdido. De todas las propuestas espirituales que entonces se desarrollaron –que fueron muchas– ninguna tuvo la fuerza que alcanzara el mensaje de Jesús.
Esta referencia a los tiempos del Imperio Romano no es trivial. No la hacemos por cuanto nos interese comprender mejor el pasado, por muy importante que ello pueda ser. Lo que nos motiva es el hecho de que creemos que ella nos entrega pistas para mejor comprender nuestra época. Hoy vivimos una coyuntura histórica si bien no igual, al menos en muchos sentidos equivalente. Estamos en el umbral de una gran renovación espiritual. Algunos dirán quizás que los tiempos están maduros para la aparición de un nuevo Mesías. Es una forma de apuntar a lo mismo.
2. EL PROBLEMA DEL ANACRONISMO
Hemos anticipado el diagnóstico que hacemos del cristianismo en la actualidad. Hemos dicho que este ha devenido anacrónico, que ha perdido su capacidad de adecuarse a las nuevas sensibilidades de los tiempos que vivimos. Que ha perdido progresivamente parte de su inmensa capacidad de antaño para conferir sentido, para ganar nuevos adeptos, para convocar, para proveer incluso en aquellos que todavía le son fieles una capacidad global de contención espiritual. Que con el transcurso del tiempo, la autoridad que le conferimos al mensaje cristiano se restringe a áreas cada vez más reducidas de nuestra existencia, restándole la autoridad que previamente le conferíamos en territorios mucho más amplios. La adhesión al cristianismo –cuando existe– está crecientemente calificada, condicionada, restringida.
No negamos la importancia que todavía mantiene el cristianismo en muchas personas. ¡Cómo podríamos! Pero le pedimos al lector que tome en consideración dos hechos: primero, la disminución dramática de la influencia social del cristianismo. Progresivamente el mensaje cristiano llega a sectores cada vez más reducidos del sistema social. En segundo lugar, incluso cuando llega a represent...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Página de derechos de autor
  4. Portadilla
  5. ÍNDICE
  6. I. INTRODUCCIÓN
  7. II. EL MUNDO SEGÚN LOS EGIPCIOS
  8. III. LOS GRIEGOS
  9. III. LOS GRIEGOS (Segunda parte)
  10. IV. EL MUNDO RELIGIOSO DE LOS JUDÍOS
  11. V. LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO