Por la senda del pensar ontológico
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Por la senda del pensar ontológico

Rafael Echverría

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Por la senda del pensar ontológico

Rafael Echverría

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"Este nuevo quehacer tiene dos ejes importantes: la calle y la vida. La filosofía que hoy hace falta requiere apoderarse de la calle, tiene que volver a la plaza, a los espacios públicos de congregación de los ciudadanos. La filosofía debe dejar de ser un reducto de unos pocos iniciados que hablan un lenguaje que los demás son incapaces de entender y mucho menos de seguir. La filosofía requiere recuperar la calle que perdió hace mucho tiempo. Ella nació en la calle y debe volver a ella. Tiene que estar en las marchas, en las manifestaciones, tiene que ser parte de los grandes carnavales".

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Información

Año
2021
ISBN
9789563061635
V
LA LECTURA
La conveniencia de eludir el contacto prematuro con «la literatura»
Si evaluamos este recorrido, desde el momento mismo que lo iniciamos, podemos constatar que, fieles a la opción fenomenológica que adoptamos tempranamente, hemos insistido en asegurar que sean las experiencias las que asuman el papel protagónico en el desarrollo de nuestro pensamiento y que evitemos contaminarlo con el fruto de interpretaciones anteriores sobre los fenómenos que nos interesan. Para tal efecto, sosteníamos que era preciso hacer uso del mecanismo fenomenológico de la epoché que significa poner, al menos provisoriamente, «en paréntesis» las creencias, teorías y propuestas previamente desarrolladas sobre el tema, para concentrarnos en el desarrollo de una relación directa con la experiencia. Recomendábamos, por lo tanto, «mantener a distancia» la literatura sobre dicho tema60.
Sin embargo, luego que hemos incursionado en diferentes opciones propiamente fenomenológicas, que se caracterizan precisamente por reconectarnos con las experiencias, procurando desarrollar una mirada «propia», no contaminada, sobre el fenómeno escogido, cabe ahora abrirle la puerta –puerta que hasta este momento hemos mantenido cerrada– a la literatura. Las razones para hacerlo son múltiples. En las diversas incursiones fenomenológicas previas, hemos buscado encontrarnos con nuestra propia mirada y hacerlo desde un profundo sentido de autenticidad. Para tal efecto, nos hemos defendido de vernos arrastrados por las miradas de otros, pues sabemos que, desde el momento en que esto sucede, si no hemos establecido una «base propia», la corriente de las miradas ajenas nos llevará consigo y nos será más difícil desarrollar un pensamiento autónomo.
Pensamiento autónomo, ¡qué redundancia! Pero vale la pena destacarlo. Un pensamiento que no es autónomo en rigor no es pensamiento, sino mera repetición de pensamientos de otros. Si el pensamiento no es capaz de generar algo nuevo, no puede pretender ser pensamiento. Lo que caracteriza al pensamiento es su capacidad generativa, su capacidad de producir algo original. Pero, para incrementar nuestra capacidad de hacerlo, nos parece importante entrar en el mundo de los pensamientos ya desarrollados con alguna «base propia».
No estamos sosteniendo que no sea posible pensar a partir del pensamiento de otros. Lo que estamos destacando es que para poder hacerlo, es conveniente llegar equipados, es útil haber desarrollado previamente esa «base propia». De lo contrario, corremos el riesgo de no encontrar un punto de apoyo suficientemente sólido para confrontar críticamente los pensamientos con los que entramos en contacto.
Con el tiempo, en la medida que consolidemos nuestra «base propia», este recurso que mantiene «la literatura» a distancia puede resultar cada vez menos necesario. Es posible. A partir de un cierto momento, podemos entrar más directamente en «la literatura» pues contamos con uno de los activos más valiosos en nuestra competencia de pensar: «capacidad de discernir». Ello alude a la habilidad de mantener una cierta distancia crítica frente a las diferentes propuestas discursivas con las que nos encontremos que nos permite «no comprar» cualquier cosa que se dice.
Desarrollar esta «capacidad de discernir» es uno de los objetivos más importantes en el desarrollo de nuestra competencia para pensar. Para lograrlo, no hay recetas fáciles. No hay atajos. Inevitablemente se requiere de tiempo, de práctica, de manera de ir acumulando progresivamente posiciones propias y decantadas al interior de un dominio de pensamiento en el que finalmente alcancemos una familiaridad básica.
El contacto con la literatura no es, por lo tanto, inadecuado o contraindicado, sino muy por el contrario, resulta fundamental si logramos hacerlo en el momento adecuado. Se trata de evaluar cuando llegamos a ese momento adecuado, se trata de determinar su kairos. Prescindir del contacto con la literatura suele ser altamente inconveniente y en algunos casos no es sino una expresión de soberbia, de gran arrogancia. Siempre pensamos al interior de una tradición de pensamiento, nos guste o no nos guste, lo aceptemos o no. Podemos, provisoriamente, buscar separarnos de la fuerza de la corriente en la que tal tradición se expresa. Pero, tarde o temprano, debemos volver al cauce del cual nos alejamos.
Somos observadores particulares y, como tal, tenemos en nuestra capacidad de observar fortalezas y debilidades. Todo observador tiene una mirada restringida, limitada, una mirada que es conveniente contrastar con las miradas de otros. Al observar cómo otros observadores observan un mismo fenómeno, nos es posible, por lo tanto, enriquecer nuestra propia mirada, descubrir algunas de nuestras cegueras, reconocer determinados errores, abrirnos a interpretaciones más poderosas que las nuestras.
Al mirar como otros miran, no sólo podremos detectar insuficiencias en sus respectivas miradas, lo más importante es que reconocemos las múltiples insuficiencias que hemos desplegado en nuestra propia forma de ver las cosas. En esta mirada cruzada, donde miramos cómo otros miran, el pensamiento encuentra una de sus experiencias más estimulantes y fecundas. El pensar ontológico no puede sino apropiarse de ella. Al hacerlo, el pensamiento se desarrolla ahora como resultado de la conectividad con otros pensamientos.
Con todo, la recomendación de «mantener a distancia» la literatura sobre el tema que nos interesa, es relativa. Cuando nos abrimos a la indagación sobre un tema determinado, lo hacemos habiendo ya leído muchas cosas y muchas, incluso, sobre el propio tema en cuestión. Es imposible, por lo tanto, «llegar virgen» a la fenomenología. No podemos evitar llegar inseminados. Nuestro interés por el tema que escogemos ha sido muchas veces desarrollado a partir de lecturas. Lo que recomienda la opción fenomenológica es procurar prescindir de lo que pensábamos antes de abrirnos a la indagación; de poner, como decíamos, «en paréntesis» nuestras propias concepciones sobre el tema; de alejar las interpretaciones de otros sobre el tema; de adoptar una «actitud» virginal frente a él y de procurar la máxima apertura a la posibilidad de muy distintas interpretaciones sobre aquello que nos interesa.
Impacto de la escritura en la historia
La invención del alfabeto
Antes de abrir el tema de la lectura, creemos conveniente hacer un preámbulo. La ontología del lenguaje, tal como lo reiteramos permanentemente, busca la unidad de sentido del mundo y de la vida desde el ser humano y, muy particularmente, desde la capacidad de lenguaje que este manifiesta. Al proceder así, encuentra una manera de ordenar el mundo y de dar sentido de los fenómenos humanos que le confiere una prioridad fundamental al lenguaje y a las conversaciones.
El hablar de las conversaciones no es fortuito. El lenguaje es un fenómeno interactivo y no una propiedad individual. Los seres humanos no desarrollan el lenguaje de la misma manera como desarrollan, por ejemplo, su capacidad para respirar. Accedemos a un lenguaje que nos antecede, que ya habita en el sistema social donde nacemos, y accedemos a nuestra propia capacidad de lenguaje al participar de interacciones de lenguaje con los miembros de ese sistema social que nos reciben. Son estas interacciones las que nos convierten en seres lingüísticos. Quienes, como ha sido el caso de los «niños lobos», se han visto privados de estas interacciones lingüísticas (que van más allá de hablar y del oír), no devienen seres lingüísticos y, en consecuencia, tampoco devienen plenamente humanos.
El reconocer el lenguaje como un fenómeno interactivo nos permite reconocer que el lenguaje habita –emerge y se desarrolla– en conversaciones, sean estas públicas, como lo serán necesariamente las primeras que nos permiten acceder al lenguaje, o bien, privadas, una vez que ya hemos accedido a él. Nuestra forma de ser, nuestras modalidades de vida, por lo tanto, están fuertemente afectadas por la manera como nos desenvolvemos en el lenguaje, por las conversaciones que tenemos y que, con no menos fuerza, nos tienen, nos contienen y nos constituyen. No desarrollaremos en mayor profundidad las ideas que acabamos de enunciar. Lo hemos hecho en múltiples otros lugares.
Lo que nos interesa destacar, sin embargo, es el hecho de que los seres humanos estamos muy profundamente condicionados por el lenguaje, por la forma como conversamos y por las conversaciones concretas que tenemos y, por consiguiente, por las que no tenemos. Este condicionamiento se expresa de muy diversas formas. Dentro de la amplia gama de formas de condicionamiento, hay dos que deseamos destacar en esta oportunidad, pues no siempre son adecuadamente reconocidas y ambas inciden de manera significativa en el tema que deseamos desarrollar más adelante. Nos referimos, en primer lugar, a los medios de comunicación que sirven de soporte material a las interacciones lingüísticas y, en segundo lugar, a la gramática que norma internamente la manera como organizamos lo que decimos. Como veremos, por lo demás, ambos no son completamente independientes. Los medios de comunicación suelen afectar de manera sensible a la gramática.
Pues bien, uno de los hitos de mayor significación histórica fue, precisamente, la revolución que tiene lugar a raíz de la invención de la escritura. Como bien sabemos, la invención de la escritura se produjo en forma independiente en lugares y épocas diferentes. Pero, en cada ocasión, esta invención removió muy profundamente los cimientos de la sociedad. Indicar con precisión cuando aconteció la primera de estas invenciones no es algo fácil, pues no es descartable de que con anterioridad a lo que llamaríamos «escritura», los seres humanos ya se estuvieran sirviendo de muy diversos objetos y representaciones como una suerte de proto-escritura. Sabemos, en todo caso, que alrededor del año 5000 a.C., ya los egipcios estaban usando formas primitivas de jeroglíficos.
Luego que esto aconteciera y que surgieran en otras partes de la Tierra otras modalidades de escritura, esta invención se mantenía en ámbitos relativamente restringidos de la sociedad. En el Egipto Antiguo, por ejemplo, la escritura era controlada por una casta de sacerdotes y escribas y a ella tenían acceso quienes detentaban el poder y ejercían funciones de administración pública. Pero la escritura distaba de ser un bien socialmente expandido y gran parte de la convivencia entre la mayoría de los miembros de la sociedad no estaba directamente afectados por ella, por mucho que la escritura fuese ya en esa época un sustento importante del tipo de Estado y de organización social que tenía lugar.
Esta situación se modificará muy radicalmente a partir de la invención del alfabeto por los griegos poco antes del año 700 a.C. Los griegos tomarán de los fenicios un tipo de escritura que se caracterizaba por su simplicidad y número muy limitado de signos, destinado fundamentalmente a usos comerciales, que permitía identificar el tipo de mercaderías que se intercambiaban, algunas de sus propiedades y las cantidades involucradas en las transacciones. Este era su uso principal. Pero no era su único uso. Aunque con menos frecuencia, también se la utilizaba para registrar algunos relatos, dar cuenta de las ordenanzas emitidas por la autoridad pública y codificar las leyes.
El sistema de escritura fenicio estaba compuesto por consonantes. Los griegos hacen una pequeña innovación: introducen las vocales. Esto le confiere al sistema rudimentario de los fenicios una mayor versatilidad. Con ello nace el alfabeto. Su primera letra es la vocal alpha, la segunda, la consonante beta. Una pequeño cambio que se traducirá en una transformación histórica gigantesca. Una de sus consecuencias más inmediatas y sorprendentes será el propio mundo griego que se levanta en los siglos siguientes. De ese mundo, somos todos herederos.
Antes del alfabeto: el mundo de la oralidad
En el primer capítulo de mi libro Ontología del lenguaje, me refiero extensamente al carácter de esta transformación. Volveré en esta oportunidad sobre lo que entonces señalaba. Para comprender cabalmente lo que entonces aconteció, es preciso preguntarse: ¿Cómo vivíamos antes del alfabeto? ¿Cuán diferente era la vida social?
Cuando lo que predomina en la convivencia social es el lenguaje hablado, como entonces acontecía, es preciso reconocer que este lenguaje se caracteriza por ser efímero. Lo que se dice, muy pronto se disipa. La memoria social, por lo tanto, es muy restringida y las sociedades deben inventar diversos mecanismos para expandirla y conservarla. Esto no es fácil. Si miramos cómo ello era enfrentado en la propia Grecia, antes de la invención del alfabeto, descubrimos que se echaba manos a diversos recursos para estabilizar la memoria social. Uno de ellos era a través del desarrollo de un tipo de relato que, por la abundancia de hechos y la personalidad de sus personajes, hace más difícil olvidar lo que ellos cuentan. La épica sirve a este propósito. Se trata de relatos, de hazañas y héroes que impactan nuestra sensibilidad y que, por lo tanto, recodaremos por más tiempo.
Se recurre también a la música, pues esta, con sus melodías y ritmos, se nos pega y nos permite recordar con mayor facilidad el relato que la música cantaba. La tragedia griega emerge de la música. La música no es sólo más pegajosa, ella desencadena una amplia variedad de respuestas emocionales que nos permiten retener, no olvidar, lo que nos llega por su intermedio. Esta respuesta emocional es lo que los griegos caracterizan como el pathos. Uno de los criterios para evaluar las festividades musicales y los espectáculos que proporcionan las tragedias es su capacidad de generar un profundo pathos en la audiencia. Para lograrlo, el actor, el músico, el poeta, requerían desarrollar un tipo de presencia particular. A ella se la designaba como el ethos.
El propio lenguaje toma prestado de la música este efecto rítmico y melódico y se desarrolla la poesía. La poesía es precisamente un lenguaje musical y, como tal, permite ser recordada con mayor facilidad. Su propósito no es sólo hacer que quien la escuche disfrute su voz melódica. La poesía griega no se limita a entretener. Ella es una de las principales reservas de las tradiciones de la comunidad y de sus mitos. Los poemas épicos que se desarrollan en la Grecia arcaica nos exhiben las virtudes que se espera que desarrollen los miembros de la comunidad. Pero van incluso más allá. A través de ellos se procura enseñarles determinados oficios y competencias. La educación entera se organiza en torno a la música y a la poesía. Los poemas épicos eran cantados y ello facilitaba su recuerdo posterior. La poesía servía de mecanismo indispensable de integración social.
La mitología nos indica que las nueve musas eran las hijas de Zeus y Mnemosine (la Memoria). Ellas reinaban sobre la música y la memoria, distribuyéndose cada una una región particular. Caliope era la musa de la poesía épica, Clío de la historia, Euterpe de la poesía lírica, Melpomene de la tragedia, Terpsicore del coro y la canción, Erato de la poesía amorosa, Polihymnia de la poesía sagrada, Urania de la astronomía, que recurría a las estrellas para «fijar» los acontecimientos, y Talía, musa de la comedia. Música, poesía y memoria son las coordenadas básicas del dominio de las musas.
Las sociedades fundadas en un lenguaje oral, no escrito, se caracterizan por una comunicación que privilegia el oído, que estimula la voz afinada. La educación se desarrolla estimulando la imitación. Los contenidos de los relatos, el sentido de las palabras utilizadas –lo que los griegos llamarán el logos–están muy fuertemente vinculados a las acciones que despliegan sus personajes. Pathos, ethos y logos son, por lo demás, los tres componentes básicos del arte de la retórica, del arte de la comunicación. En la Grecia arcaica, los dos primeros eran considerados los principales. Ello será modificado muy radicalmente con posterioridad, cuando se desarrolle la metafísica.
Si deseamos entender una determinada virtud, basta con observar cómo el personaje que la expresa se comporta y si queremos ganar para nosotros esa virtud, lo que debemos hacer es simplemente comportarnos de la manera como los ha hecho ese particular personaje. Todo ello establece una particular unidad entre el orador y la palabra, pues sin orador la palabra no existe, y luego entre palabra y acción, pues es en las acciones, en las experiencias concretas de las que da cuenta el relato, que cabe comprender el sentido de las palabras. Esta es precisamente la unidad que busca reestablecer la «fenomenología analítica».
En la fase de la oralidad, el lenguaje está fuertemente ligado al acontecer. Ello se expresa de dos maneras. La primera, guarda relación con el acontecer del propio lenguaje. Tal como lo hemos dicho, el lenguaje oral es por naturaleza efímero. La palabra pareciera disolverse en el aire. Surge del aliento humano y se disipa en el viento. El lenguaje, por mucho que se intente conservarlo, es un fenómeno en permanente acontecer. Así como nace, tiende a desintegrarse. El oído no logra retener la palabra pronunciada. Cuando la oye, esta ya no existe. No es fácil volver a ella. Recurrimos a la memoria, pero el olvido conspira siempre para distorsionarla y, por último, para hacerla desaparecer.
La segunda manera como el lenguaje se relaciona con el acontecer, es a través de lo que este dice. Durante la fase histórica de la oralidad, el lenguaje se apega a las acciones, a los hechos, a los acontecimientos. Y éstos se están sucediendo permanentemente. Una acción sigue a otra y muchas veces la corrige, alterando los resultados que se habían derivado de la primera. Podemos, por lo tanto, sostener que el lenguaje de la oralidad es un lenguaje del devenir.
El mundo luego del alfabeto
Los griegos consideraban que la escritura era un bien preciado de los dioses, atribuida al dios Hermes, dios de los mensajeros, de los comerciantes, de los ladrones y transgresores. Los dioses, al parecer, no veían con malos ojos que los humanos tuviésemos acceso al lenguaje. Después de todo, era un bien efímero que, al usarlo, se nos iba de las manos. Pero la escritura era otra cosa. Esta era un don divino pues, como todo lo que pertenecía a los dioses, llevaba el sello de la inmortalidad. La escritura permitía la inmortalidad de la palabra. A los humanos, la inmortalidad les estaba negada.
Si la escritura, según los griegos, es un invento de los dioses, cabe preguntarse cómo llega a nuestras manos. Algunos sostienen que esta habría sido robada a los dioses por Prometeo, junto con el fuego, y entregada a los seres humanos. Los seres humanos habían sido una creación realizada de Prometeo y de su hermano Epimeteo y el primero deseaba que se desarrollaran en su mayor plenitud. Uno de los rasgos centrales de la figura de Prometeo es precisamente su apuesta por los ser...

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