El señor de los mares
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El señor de los mares

Álvaro de Bazán, el almirante jamás derrotado

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El señor de los mares

Álvaro de Bazán, el almirante jamás derrotado

Descripción del libro

Después de la magnífica victoria de Don Álvaro de Bazán en la isla Terceira, el Rey Felipe II agradeció sus servicios nombrándole Grande de España y otorgándole el nuevo rango de capitán general de la Mar Océano. Las Cortes castellanas le recibieron con ferviente aclamación y se entonó un tedeum en su honor en El Escorial. Ahora su objetivo era atacar a Inglaterra en su propio territorio. Llenando de entusiasmo al rey español que estaba sediento de esa victoria. Los astilleros comenzaron a trabajar sin descanso en Sevilla, Cádiz y Lisboa, donde se aprovisionó de hombres y suministros. Galeones, urcas, carracas, galeras, galeazas, naos, y muchas más naves llenaron el estuario del Tajo, acompañadas de advocaciones religiosas, ya que se trataba de una cruzada religiosa bendecida por el Papa.Todo parecía que estaba perfectamente preparado para lo que sería la gran batalla de la Armada Invencible de Bazán, pero no todo era lo que parecía…

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788418346354
Categoría
Literatura
1
Granada
Palacio de los Señores de Bazán
12 de diciembre de 1526
El llanto desgarrado del recién nacido quebró la quietud de la madrugada. Frente a la casa solariega de la familia Bazán, los perros del convento del Sancti Spíritus rompieron a ladrar e inmediatamente fueron imitados por los de las casas y alquerías vecinas. En pocos minutos la noche se convirtió en un aquelarre de ladridos confundidos con el ulular del viento y el rumor de la lluvia golpeando las tejas de los techados y el estampido ocasional de algún trueno lejano.
Había estado lloviendo todo el día y con la llegada de la noche, lejos de rendirse, la lluvia había seguido azotando Granada sin clemencia con una insistencia que no recordaban los más viejos de la plaza. Hacía días que el río Darro se había desbordado y cubierto completamente el puente de San Francisco, pero esa noche, por primera vez, sus aguas ascendían la pronunciada cuesta de la calle de la Colcha como si supieran de la hidalguía del recién nacido y quisieran postrarse a sus pies.
En el convento de las dominicas de Sancti Spíritus la madre abadesa, sor Cástula, había reunido a monjas y postulantas en el coro y adelantado los maitines para elevar juntas sus oraciones por la salud y buen juicio futuro del recién nacido, algo de capital importancia para la comunidad, pues tanto el propio convento como los huertos, talleres y tahonas comprendidos entre sus altos muros habrían de pertenecerle algún día, lo mismo que la imponente casa solariega en la que lucía el linajudo escudo de la familia Bazán. Entre plegaria y plegaria, sor Cástula atisbaba a hurtadillas por la ventana tratando de vislumbrar, entre las gotas de lluvia, un rayo de luz en la ventana superior del torreón, señal escogida por don Álvaro de Bazán para anunciar a la ciudad y al mundo el nacimiento de su primogénito. Cuando finalmente vio la señal, un ramalazo de alegría espoleó su corazón, pero procuró no hacer ostensible su júbilo y siguió dirigiendo las oraciones de la comunidad, aunque sus labios musitaron de manera imperceptible el nombre de Ana de Guzmán, la esposa de don Álvaro. La luz del torreón anunciaba el nacimiento de un niño sano, pero la madre aún habría de sufrir hasta recuperarse de los esfuerzos del parto y lo que eran oraciones por parte de las dominicas que tanto le debían no iban a faltarle.
Desde el otro lado del pasillo, en la biblioteca del palacio, frente al cuarto en el que su mujer llevaba horas soportando los padecimientos propios del parto de su primer hijo, don Álvaro de Bazán y Manuel se sintió reconfortado cuando escuchó el llanto del niño al advertir las palmadas de la comadrona, pero permaneció sentado frente a la chimenea con un gesto grave en el rostro, como si más que una bendición la llegada al mundo del pequeño significara para él un problema de difícil solución.
La puerta de la biblioteca se abrió y un torrente de luz inundó la sala, aunque don Álvaro permaneció sentado hieráticamente en su sillón con los ojos entrecerrados.
—Señor…
La voz de Clotilda, el ama de llaves, se dejó escuchar con timidez entre el crepitar de las llamas de la chimenea.
—Señor… —insistió con voz temerosa, asustada quizás por el rostro cerúleo de don Álvaro sobre el que las llamas arrojaban sombras espectrales.
Finalmente, interpretando que su señor no estaba dispuesto a mudar su actitud, la vieja Clotilda se dirigió a él con las escasas fuerzas que fue capaz de reunir
—Ha sido un varón y está sano. Ahora mismo descansa junto a doña Ana. La señora se ha portado como una valiente.
Cumplida su misión, el ama de llaves permaneció atenta a la voz de su joven señor con la mano descansando sobre la manilla de la puerta, hasta que, viendo que no había respuesta, la cerró dejando la habitación sumida nuevamente en la penumbra, rota únicamente por las lenguas de fuego procedentes del hogar.
Cuando se vio solo, don Álvaro de Bazán se levantó del sillón con un movimiento enérgico y se acercó al fuego. Tras extraer un cigarro de una caja que descansaba sobre la repisa de roble que coronaba la chimenea, lo encendió con una astilla y aspiró profundamente el humo del tabaco. De solo veinte años, la estampa de Bazán era la de un joven hermoso, musculado y bien proporcionado, que, a pesar de su juventud, y en virtud de los cargos que el rey había delegado sobre su persona, había demostrado una madurez impropia de su edad.
Tras servirse una copa de brandy, don Álvaro volvió a ocupar su sillón frente al fuego, estiró las piernas, bebió un sorbo del licor y dejó que el calor se distribuyera por su cuerpo a través del intrincado dédalo de sus venas. Entonces esbozó algo parecido a una sonrisa y tras dar otra calada al cigarro rememoró las palabras de Clotilda. En realidad, no necesitaba el mensaje de su ama de llaves para saber que todo había ido como esperaba. Nada más escuchar el llanto de su primogénito ya sabía que era un varón y que había venido al mundo sano, y en cuanto a su esposa, él mejor que nadie sabía que era una mujer fuerte y abnegada que se recuperaría y seguiría dándole hijos por largo tiempo.
Mientras volvía a aspirar nuevamente el humo del cigarro su mirada se detuvo en el escudo nobiliario familiar que lucía sobre la chimenea entre dos grandes osamentas de ciervo. Sonrió al recordar la leyenda según la cual el tablero de ajedrez que constituía el cuerpo del escudo se debía a que algún antepasado lejano lo había ganado disputando una partida de ese juego de caballeros en el que los Bazán habían destacado durante siglos, aunque la realidad fuera bien distinta, ya que el ajedrezado de su linaje simbolizaba sencillamente la milicia representada en el campo de batalla en el que deben enfrentarse los contendientes. Analizando cada uno de los símbolos del escudo familiar, reparó en las siete cruces de San Andrés que recordaban la batalla ganada a los musulmanes el día del apóstol Santiago de 1227. Tanto el blasón de la estirpe familiar como el escudo presentaban el mismo jaquelado de plata y sable, lo que en heráldica tenía como significado el valor acreditado. Verdaderamente, el pequeño que acababa de llegar al mundo y que ahora dormía plácidamente al calor del cuerpo de su madre, se vería obligado a impregnarse desde sus primeros pasos en la casa solariega de los Bazán de una responsabilidad que habría de exigirle un alto grado de entrega y esfuerzo a lo largo de toda su vida.
La luz de un relámpago iluminó brevemente la estancia resaltando la larga colección de retratos que se desplegaban a lo largo de las cuatro paredes. Los había visto tantas veces y leído en tantas ocasiones los actos meritorios que jalonaban las vidas de cada uno de sus antepasados que no necesitaba tenerlos delante para recordarlos.
La fundación del señorío familiar databa de más de cuatrocientos años atrás y nació en la provincia de Navarra, concretamente en Beartzun, un minúsculo enclave localizado en un valle extraordinariamente verde, encerrado entre los Pirineos y los picos de Sayoa y Autza y regado generosamente por el Bidasoa y el Baztán, uno de sus principales emisarios. El nombre de Baztán, derivación de «baz-nat», tenía en euskera el significado de «soy uno», y más que una palabra era una frase corta que señalaba el espíritu orgulloso e indómito de los habitantes del valle, que cada vez que la Reconquista lo había demandado se habían unido a la lucha contra los musulmanes.
Sin necesidad de girarse a contemplarlo, sabía que en el extremo norte de la sala se encontraba el retrato de Alonso González de Baztán, el más antiguo de los ancestros al que se remontaba el escudo familiar, y bajo el cuadro una inscripción: «Año 882, Alonso González de Baztán con gran osadía y valor libró del poder de los franceses a su rey de Navarra, don Sancho Abarca III, a cuya causa le mandó dejar sus armas y tomar las del tablero de ajedrez».
En realidad, aunque la existencia del tatarabuelo Alonso González de Baztán demostraba la antigüedad inmemorial y el probado carácter militar de la estirpe, el señorío familiar no se fundó hasta el siglo XII, dotando de hidalguía a un apellido que desde entonces no había parado de atesorar títulos, bien por méritos ganados en el campo de batalla que representaba el tablero de ajedrez de su escudo nobiliario o por matrimonios siempre bien escogidos.
Álvaro de Bazán se llenó los pulmones con el humo de su cigarro y lo exhaló lentamente dejando las volutas suspendidas en la penumbra de la habitación. En su cabeza flotaba la mirada adusta del retrato de María de Bazán, primer titular de la casa y valle de Baztán; recordó que cuando su esposa quedó embarazada había barajado su nombre para bautizar a una hipotética hembra con el de la primera figura de la estirpe, aunque fueron pensamientos efímeros, pues desde los primeros meses de gestación tuvo el convencimiento de que su primogénito sería un varón y desde entonces había dado muchas vueltas a la cabeza tratando de encontrar el nombre que mejor cuadrase con su destino, idea a la que dedicaba no pocos pensamientos. Desde luego, bien podría ser el del tatarabuelo Alonso, que tan buenos servicios había prestado al rey, pues lo que no le ofrecía ninguna duda era que su hijo se supeditaría al servicio del rey Carlos en el campo militar.
Por su cabeza desfilaron los nombres de la galería de personajes cuyos retratos daban lustre a la sala. Pensó en Pedro Ortuño, hijo y sucesor de María, que casó con María Ramírez, hermana de Íñigo, señor de Aybar. Por un momento el nombre de Íñigo brilló en su mente como un serio candidato a la hora de bautizar a su hijo.
Recordó también a Juan Pérez Bazán, cuarto señor de la casa, que en los estertores del siglo XII fue alférez mayor de Navarra, máxima categoría militar del reino, y cuyo hijo Ximeno condujo a los baztaneses en la batalla de las Navas de Tolosa en 1212, acudiendo a la llamada de su rey Sacho VII el Fuerte. A la derecha de este, don Álvaro recordaba el retrato de Juan Ibáñez de Baztán, que fue condestable general de Navarra, señor del Castillo de Boeta y embajador ante el rey de Aragón, nombramiento que compartió con su hijo Juan, que hacia 1283 fue el primero de la estirpe que oficializó su condición de hombre rico, y por tanto miembro de la primera nobleza.
A su derecha, y aunque no pudiera verlo don Álvaro sabía que la galería se abría con Juan González Ruíz de Bazán, décimo señor del valle de Baztán y primero de los que se instaló en Castilla a mediados del siglo XIV, que tuvo el acierto de ponerse de parte de Enrique II cuando este se enfrentó a Pedro I el Cruel, por lo que fue nombrado caballero de banda, aumentando más tarde sus posesiones con varios señoríos en tierras vallisoletanas y andaluzas, momento en que los Baztán pasaron a ser conocidos como Bazán. Su hijo Pedro, cuyo retrato se encontraba inmediatamente a continuación, y que serviría consecutivamente a Felipe III, Carlos II y Carlos III, casó en primeras nupcias con la hija del primer conde de Benavente, y en segundas con doña Inés de Castro, por lo que a esas alturas el linaje ya estaba emparentado con lo más granado de la nobleza navarra, aragonesa y castellana, aunque sería su nieto, Francisco de Bazán, vizconde de Valduerna y conde Luna, el que tras muchos y valiosos servicios a Enrique IV reuniría la mayor parte de los títulos familiares y daría lugar a las casas de Peñaranda, Miranda, Fuensalida, Villamayor y Frómista en España, la de los príncipes de Conca en Nápoles y la de Castel Rodrigo en Portugal.
Volviendo la vista al frente intuyó junto a una de las osamentas el retrato de su padre, Álvaro de Bazán, segundogénito de don Francisco, que reinando los Reyes Católicos fue capitán general en la guerra de Granada, donde derrotó al caudillo Almandarí en Baza en 1485, ganando dos años después la villa de Fiñana que los reyes le dieron en tenencia además de hacerle mayordomo de la encomienda de Castroverde. No necesitaba leer el cartel que describía bajo el cuadro los méritos de su padre para saber que explicaba que casó con doña María Manuel, hija de don Hernán Gómez de Solís, señor de Salvatierra y duque de Badajoz. Un pensamiento le llevó a otro y su cabeza alumbró el recuerdo de su querida madre, muerta de fiebres años atrás y que había desempeñado importantes cargos cortesanos como aya del príncipe don Miguel y guarda mayor de las damas de la emperatriz Isabel.
Tampoco necesitó verlo para saber que, al otro lado de la chimenea, Luis Mollá, uno de los más reputados pintores de Granada, guardaba allí su caballete, telas, pinceles, pinturas y paletas con los que en esos días daba vida a su propio retrato, que algún día habría de figurar junto al de su padre y quizás el de su hijo que había visto la luz aquella noche infernal. En un alarde de imaginación y tras apurar los últimos sorbos de la copa de brandy, don Álvaro conjeturó lo que los textos dirían de él, remarcando, tal vez, y con independencia de los acontecimientos que pudiera depararle el futuro, la transición que había hecho como hombre de guerra a señor del mar, pues lo que comenzó en su día como capitán de mesnadas había derivado con el tiempo en el almirante y armador de flotas que era en aquellos momentos, pues acababa de ser nombrado General de Galeras de España, que era tanto como decir Almirante de Castilla.
En ese momento se incorporó y se acercó a la ventana en la que empezaba a despuntar la claridad del amanecer. La luz del coro del convento de las dominicas le anunció que las monjas ya debían estar levantadas y en sus maitines, y bien necesarias que habrían de resultar sus oraciones, pues el puente de San Francisco había desaparecido por el desbordamiento del Darro y las aguas seguían ascendiendo peligrosamente hasta lamer el umbral de la entrada a la casa, aunque a tenor del repiqueteo de las gotas de lluvia en las vidrieras de las ventanas la tormenta parecía encontrarse en franco retroceso.
Las cuestiones que le habían tenido absorto durante tantas horas volvieron a abrirse paso en su cabeza: ¿Íñigo o Juan? ¿Álvaro o Francisco? ¿Sería capitán de los ejércitos o gobernaría una escuadra de galeras? En ese momento dirigió la mirada al hueco de la pared en el que algún día colgaría el cuadr...

Índice

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  11. 11
  12. 12
  13. 14
  14. 15
  15. 16
  16. 16 (bis)
  17. 17
  18. 17 (bis)
  19. 18
  20. Epílogo
  21. Nota del autor