La redención de la realidad
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La redención de la realidad

Borges, una peripecia filosófica

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La redención de la realidad

Borges, una peripecia filosófica

Descripción del libro

La postulación de un Borges filósofo no refiere tanto a la presencia de las muchas fuentes filosóficas frecuentadas por el autor ni pretende atribuirle un sistema filosófico a su literatura. Se trata más bien de interpretar que esta misma literatura responde a una exigencia propia de la filosofía, a la filosofía como exigencia, que es la comprensión y la expresión de nuestra conexión con la realidad.Esa exigencia filosófica recorre la obra de Borges en el siguiente sentido: la poesía expresa el encuentro íntimo con lo real, cuya intelección requiere el despliegue vívido de los problemas filosóficos subyacentes en las ficciones, para ilustrar con argumentos (ensayos) el orden de las razones de dichos problemas. Se sostendrá entonces que su obra gira en torno de un pivote filosófico, que es el que tratamos de discernir.No hace falta correr demasiados velos del uso estético de la lengua para hallar esa filosofía, ya que el juego de las ideas domina gran parte de su poesía, sus ensayos más importantes, y es el horizonte de profundidad dentro del cual se desarrollan sus principales cuentos. En su dimensión filosófica, la obra de Borges dialoga con los clásicos en un sentido no solo lúdico, sino comprometido, al punto de ejemplificar inmejorablemente un concepto con el que cierra su ensayo sobre el truco: que la metafísica es la única justificación y finalidad de todos los temas.

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Información

Editorial
Eudeba
Año
2021
ISBN del libro electrónico
9789502332116
Categoría
Literatura
Capítulo III
Figuras de la redención
Desligada del concepto de redención, la distinción de las tres personas en una tiene que parecer arbitraria. Considerada como una necesidad de la fe, su misterio fundamental no se alivia, pero despuntan su intención y su empleo […] Si el Hijo es la reconciliación de Dios con el mundo, el Espíritu […] la intimidad de Dios con nosotros, su inmanencia en los pechos.
Borges, Discusión, 1995.
La esperanza es amiga nuestra. El porvenir (cuyo nombre mejor es el de esperanza) tira de nuestros corazones.
Borges, El tamaño de mi esperanza/El idioma de los argentinos, 2016).
Ambivalencia del tiempo
El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica; la eternidad, un juego o una fatigada esperanza.
La eternidad está en las cosas del tiempo, que son formas presurosas.
Borges, Obras completas I, 2009.
Pivote del engranaje literario borgeano, la meditación sobre el tiempo es materia de algunas de sus más altas expresiones poéticas, ensayísticas y narrativas. Desde la perspectiva filosófica en la que nos situamos, posee un papel estratégico, porque es a través de la expresión conceptualmente articulada de sus aspectos más dilemáticos que se abre paso la armonización filosófica secreta de esta literatura.
Lo que hemos dado en llamar redención de la realidad encuentra en la peculiar integración entre tiempo y eternidad elaborada por Borges el germen del que brotarán las diferentes figuras de dicha redención. Por ello, nos abocaremos al estudio de la perspectiva borgeana sobre el tiempo, con el doble propósito de comprenderla en sí misma y a la vez como hilo conductor de su pensamiento, horizonte metafísico de su literatura.
Refiriéndola a Coleridge, Borges recuerda la clásica oposición entre aristotélicos y platónicos (I / OI, pp. 291-292), que reduce a la confrontación entre nominalistas y realistas. Es un lugar común incluir al propio escritor argentino entre los primeros, lo que es tan cierto como puede serlo reconocerlo como un díscolo visitante de los segundos.
No se trata de distracción o incongruencia, sino de una consecuencia de la originalidad de su filosofía, que mucho debe a su concepción del tiempo. Dado que la organización de su práctica de escritura era literaria, aun cuando Borges fuera consciente de esta apuesta filosófica personal, no la pone en un primer plano. En todo caso, no le confiere una función conceptual sistemática; es lo que sí nos compete aquí a nosotros.
Para mejor clasificar el pensamiento borgeano –más allá de la relativa pertinencia de la dicotomía entre nominalistas y realistas– conviene partir de otra oposición también mayor: la que se deja formular en términos de filosofías trágicas o no trágicas. Se llamará trágica a ciertas filosofías que conceden al tiempo un estatuto irreductible como parte esencial de la realidad; en cambio, aquella filosofía que hace del tiempo una mera delusión, o un ordenamiento abstracto de nuestras representaciones, para su gloria y su miseria, permanecerá libre de esa tensión masiva.
En este contexto no nos interesa ni podemos desarrollar con amplitud el concepto; nos bastará con su ejemplificación borgeana. Los elementos de su filosofía trágica del tiempo se dejan capturar en estas pocas tesis:
1. Toda experiencia es temporal; 2. El tiempo implica al yo, inescindible de esa temporalidad; 3. Cuando queremos intuir el tiempo mismo, este se diluye. Y la razón por sí sola se envuelve en contradicción: concibe al tiempo –y al yo– como sucesión o simultaneidad, como parte del cambio, pero también como mera representación de lo real; 4. Un pensamiento que integre ambas manifestaciones de lo temporal: la real sensible y la ilusoria representacional, se sostiene en la tensión de una vida sumergida en la agitación del tiempo pero con la conciencia de su irrealidad (dimensión trágica); 5. Esa tensión exige su resolución; 6. Esa resolución exige trascender el tiempo a través de la experiencia del tiempo, es decir: 7. Alcanzar la eternidad en el tiempo (instante).
Así como Nietzsche tuvo su instante en Sils-Maria, en el que recibió la revelación del eterno retorno, Borges lo tuvo en Buenos Aires, para intuir a su manera la eternidad en el tiempo. Tempranamente, en uno de sus primeros libros, no solo dio testimonio de esa experiencia con un texto que dos décadas después volvería a publicar integrado a su Nueva refutación del tiempo, sino que lo presentó como uno de los hilos fundamentales de aquel conjunto de ensayos. Me refiero, claro está, a “Sentirse en muerte”, cuyas principales líneas comenzamos a reproducir a continuación:
Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad (TE / IA, p. 215).
Prestemos atención a los matices. La eternidad no ocurre al margen del río del tiempo sino a su través. Al cruzarlo se sigue en la vida, pero como no viviendo; se permanece en el mundo pero como estando fuera de él, entregado a un sentimiento que también es conocimiento metafísico.
No es una figura de la representación, como sí lo es por caso el eterno retorno nietzscheano, o cualquier ordenamiento alternativo a la sucesión hacia adelante con la que acostumbramos a representarnos la idea de tiempo. Tampoco se constituye como lo otro del tiempo, que denunciaría desde su distancia al margen del río lo ilusorio de este en favor de una realidad intemporal.
En la filosofía trágica comienza por afirmarse una paradoja: somos eternos porque somos temporales. A diferencia de Platón, que en Timeo nos legara la memorable idea del tiempo como una imagen móvil de la eternidad, Borges sostendrá que “la eternidad es una imagen hecha con sustancia de tiempo” (OC I, p. 417).
No se trata de una simple inversión sino, en todo caso, de inocular en las Ideas o Arquetipos la vivacidad y dinamismo de las cosas temporales. Justamente, en el prólogo a Historia de la eternidad, en la versión publicada en 1974, se sorprende Borges:
No sé cómo pude comparar a “inmóviles piezas de museo” las formas de Platón y cómo no entendí, leyendo a Schopenhauer y al Erígena, que éstas son vivas, poderosas y orgánicas.
El movimiento, ocupación de sitios distintos en instantes distintos, es inconcebible sin tiempo; asimismo lo es la inmovilidad, ocupación de un mismo lugar en distintos puntos del tiempo. ¿Cómo pude no sentir que la eternidad, anhelada con amor por tantos poetas, es un artificio espléndido que nos libra siquiera de manera fugaz de la intolerable opresión de lo sucesivo? (OC I, p. 415).
Como lo dirán los últimos versos del poema “Al hijo”: “...La eternidad está en las cosas / del tiempo, que son formas presurosas” (OP, p. 274).
Es en su poesía donde Borges logra la mayor intensidad de esta penetración del tiempo en la eternidad. Evoquemos la última estrofa de “Ewigkeit”:
Sé que en la eternidad perdura y arde
lo mucho y lo precioso que he perdido:
esa fragua, esa luna y esa tarde (OP, p. 253).

La paradoja es afirmada: lo que a cada paso me es dado me es quitado (tiempo), y por ello mismo conservado vivo por siempre en su transfiguración arquetípica (eternidad). Por otra parte, esta transfiguración modifica la representación del tiempo en estos términos:
No hay otro tiempo que el ahora, este ápice
del ya será y del fue, de aquel instante
en que la gota cae en la clepsidra.
El ilusorio ayer es un recinto
de figuras inmóviles de cera
de reminiscencias literarias
que el tiempo irá perdiendo en sus espejos.
Erico el Rojo, Carlos Doce, Breno
y esa tarde inasible que fue tuya
son en su eternidad, no en la memoria.
(“El pasado”, en OP, p. 365).
Contra el tiempo sucesivo se afirma incólume, absoluto, el instante en el que, por el solo hecho de acaecer en y con nosotros, todo se salva en su eternidad, “no en su memoria”, que pertenece al tiempo –o a la que el tiempo pertenece–. Es decir, el poeta se venga: le roba el tiempo al pasado para que ganemos eternidad.
Pero también el tiempo se venga, aliado al corrosivo infinito, construyendo el laberinto de Cronos, en el que somos la arena para su reloj. De allí que resulte imprescindible el trabajo de la ficción, con sus bifurcaciones e inversiones de tiempo, para que el señorío de lo sucesivo exude su río, con su curso desorientado, para que se demore en las celadas de sus laberintos. (Mas, antes de observar ya esas astucias de la ficción, recordemos que lo propio de una filosofía trágica es perder ganando, o viceversa).
La teoría del eterno retorno también parece seguir un impulso trágico; sin embargo, Borges se demora en argüir contra ella en Historia de la eternidad, usando diversos argumentos. Más allá de esos atendibles argumentos, la rechaza porque es para él “la idea más horrible del universo” y sabemos por qué: sería un triunfo del monstruoso infinito sin beneficio de inventario. En efecto, la eternidad que nos promete ese tiempo cíclico es la de la repetición infinita de lo que es sin redención alguna. (Curioso infinito este, que depende de la finitud de las combinaciones posibles, dada la finitud de los elementos combinables; lo mismo que en “La biblioteca de Babel”).
Nietzsche, cuya versión de la doctrina sea acaso la más célebre, podría señalar que el único elemento redentor está precisamente en esa idea: desdoblar cada instante de tiempo en una exigencia y en su cumplimiento: así, cada cosa existe porque debe existir, y debe existir porque existe. ¿No sería esta la mayor de las perfecciones? La dimensión trágica se conserva, pero no ya como la eficacia de una ilusión o la realidad de un sueño, sino como la conversión de toda contingencia en necesidad, de todo azar en destino.
En la respuesta de Borges, por su parte, nos aceptamos encadenados a la inexorabilidad de la vida y de la muerte que decreta nuestra condición temporal, pero todo lo salvamos hacia su eternidad, que no es idéntica a su ocurrencia. Lo destacado es crucial: la eternidad transfigura las cosas del tiempo en sus arquetipos inmortales, con lo que hace la diferencia. Esta diferencia debe ser complementada con la de la justicia, plano de la concepción borgeana que aún debemos indagar. Lo haremos con detalle más adelante. Ahora solo anticipamos la conclusión: la eternidad redime la vida temporal permitiendo que lo que en el tiempo fue separado y polarizado se trascienda y se reintegre en el origen del cual emanó, saldando toda injusticia. (La imagen es decididamente presocrática).
En el plano de la ficción, Borges despliega variados y eficaces recursos para erosionar la representación del tiempo. Así, en “El jardín de senderos que se bifurcan” se concibe un laberinto de tiempo, en el que este se bifurca en todas sus posibilidades. En esta imagen, en contra de la del eterno retorno, las cadenas de la necesidad se aflojan al concebir su diversificación infinita, lo que también ocurre en “Examen de la obra de Herbert Quain”, en donde cada evento puede narrarse como la consecuencia de diferentes historias antecedentes.
Pero estas ficciones, en las que el tiempo es capturado por el infinito, se borra la dimensión trágica sin concedernos el don de la eternidad sino la multiplicación de las cadenas, solo que alternativamente. La memoria no construye pasadizos entre estos mundos, de modo tal que vuelvan a ser unificados en un único mundo, el nuestro. Nos dejaría más bien en la situación en la que no nosotros mismos, sino réplicas análogas a nosotros, habitan esos mundos –o bien debiera resolverse cómo garantizar la identidad personal a través de esos mundos posibles.
Junto a estas ficciones en las que las férreas cadenas de la temporalidad se aflojan en virtud de su confusión y multiplicación infinitas, haciéndole pagar al tiempo el precio de su irrealidad –con lo que se evapora el sentimiento trágico de la vida, pero también la eternidad–, encontramos otras que son el complemento ficcional de los argumentos y los poemas en los cuales la temporalidad se redime en eternidad.
Así, en “El milagro secreto” (Ficciones) y en “La otra muerte” (El Aleph), los personajes se redimen en virtud del cumplimiento de su deseo –cuyo “estilo es la eternidad”, como dice Borges en Historia de la eternidad–. Se trata de un deseo que requiere el milagro. Dios opera el milagro deteniendo el tiempo o cambiando la historia. Con ello, la eternidad ingresa en el tiempo para cumplir un deseo de redención, o de cumplimiento de una vida. En efecto, en la primera de las historias Dios permite al personaje, a punto de ser fusilado, vivir un año en un minuto, para completar su última obra. En la segunda, un gaucho cobarde logra morir como valiente en virtud de una causación invertida, es decir, desde el futuro hacia el pasado. En ambas historias esas vidas alcanzan la eternidad en su realidad, pero ese cambio tiene consecuencias para la realidad de aquellos con los que su vida se vincula. En suma, la eternidad ingresa realmente en el tiempo.
Advertimos que Borges no se limita a reconciliar tiempo y eternidad en su visión trágica de la vida –su simpatía por Miguel de Unamuno, autor de El sentimiento trágico de la vida, fue una constante– sino que quiere vencer al tiempo en todos los terrenos. Por ello acomete su refutación con impecable consecuencia en su ensayo “Nueva refutación del tiempo”, texto en el que el autor reúne todas las fuerzas de su militancia en favor de una perspectiva trágica, aun cuando no la asuma explícitamente, como reconocimos desde un comienzo.
Podemos dividir el ensayo –que en verdad se conforma con dos textos parcialmente yuxtapuestos y complementarios– en tres articulaciones: el argumento en sí, conformado por premisas idealistas y conclusión escéptica; luego la aplicación mística del principio de la identidad de los indiscernibles y, finalmente, la irreductibilidad del sentimiento íntimo de la propia temporalidad, que persiste más allá de la disolución de la individualidad.
Veamos cada una de estas articulaciones. La primera de ellas transita así: el primer paso es admitir con Berkeley que solo hay percepciones y mentes que las perciben; el segundo es admitir con Hume que la mente misma no es otra cosa que un manojo de percepciones; en consecuencia, la mente y el mundo, el espacio y el tiempo, no pueden sino ser una mera –e injustificada– representación de lo que no es ni espacial ni temporal (I / OI, pp. 361-365 y 372-376), ni mental ni material, ni subjetivo ni objetivo.
Esta primera articulación destruye el ámbito entero de la representación; la segunda avanzará hacia uno de sus rasgos fundamentales: la idea de que dos cosas indiscernibles son una y la misma cosa. Ahora bien, como luego de la dialéctica destructiva, solo quedan en pie las percepciones y sus contenidos cualitativos; donde esas percepciones y cualidades sean indiscernibles, serán una sola. Sugiere Borges ...

Índice

  1. Introducción
  2. Capítulo I. La razón poética
  3. Capítulo II. Monstruos de la razón
  4. Capítulo III. Figuras de la redención
  5. Epílogo. La exigencia de lo real
  6. Bibliografía. Obras y ediciones de Borges consultadas