Al margen del tiempo
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Deseos, ritmos y atmósferas en el cine argentino

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Deseos, ritmos y atmósferas en el cine argentino

Descripción del libro

Esta obra estudia algunas películas argentinas recientes, como Ana y los otros de Celina Murga, Una novia errante de Ana Katz, Ostende de Laura Citarella, Rompecabezas de Natalia Smirnoff, Reimon de Rodrigo Moreno y La niña santa de Lucrecia Martel, para abrir una reflexión sobre un universo mucho más amplio donde se cruzan el cine, la perspectiva feminista, el goce, la narración, los afectos y los vínculos entre el ocio, el trabajo y lo doméstico. La autora investiga cómo esos mundos ficcionales, a través de sus figuraciones elusivas y proliferantes, permiten imaginar otros territorios y otras temporalidades.Los ensayos que componen este libro se dividen en dos partes bien marcadas. En la primera, se explora el deseo ligado al ocio con relación al cuerpo que se mueve por espacios abiertos y, en la segunda, se analizan aquellas narraciones que consiguen conmocionar el reparto de los tiempos desde los interiores. Entre ellas existe un interludio sobre los paisajes sonoros, las atmósferas fílmicas y los climas físicos en los que se inscriben afectos y placeres, con sus ritmos propios y sus múltiples imprevisibilidades.¿Es posible concebir el ocio como una experiencia que promueve la creación de posicionamientos subjetivos renovados? Según los argumentos de Julia Kratje, en algunas películas, durante algunos momentos y para algunos personajes, de ese tiempo libre, librado a su suerte, deviene un tiempo liberado.

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Información

Editorial
Eudeba
Año
2021
ISBN del libro electrónico
9789502332130
Otras muchas voces
Géneros perturbados en Lucrecia Martel
El agua y el sonido tienen la capacidad de atravesar los confines del cuerpo y de propagarse por una película como sustancias que permean las membranas de la piel: sus fluidos, sus rugidos, sus silencios, sus murmullos están empapados de las variaciones del deseo que circula por los rincones de la intimidad como si se tratara de vibraciones sinuosas, escurridizas, zigzagueantes.
Amalia (María Alché), la joven protagonista de La niña santa (2004), vive con su madre Helena (Mercedes Morán) y con su tío Freddy (Alejandro Urdapilleta) en un hotel de aguas termales situado en la devota provincia de Salta. Con su amiga Josefina (Julieta Zylberberg) asiste a ensayos de coro, a encuentros de formación religiosa, a conciertos callejeros. Mientras el hotel es la sede de un congreso de otorrinolaringología, en la calle, el doctor Jano (Carlos Belloso), uno de los conferencistas más reputados, aprovecha una aglomeración en torno a una demostración pública de theremin para acercarse a Amalia y apoyar sus genitales sobre ella. En pleno despertar sexual y en plena búsqueda vocacional, deseo y creencia aparecen mezclados, se confunden, se contagian y toman derivas insospechadas gracias a una textura sonora que favorece su amalgama. El acto físico se rodea de un hálito místico: como si la revelación de una señal intangible se impregnara con el vapor de la pileta caliente, avivada por las circunstancias, Amalia descubre que su misión en el supuesto plan divino consiste en perdonar al médico, y que para eso tiene que acercarse a él nuevamente, buscarlo, seguirlo, acecharlo.
El segundo largometraje de Lucrecia Martel dispone una estructura contrapuntística que lleva al extremo el detallismo de la representación en el despliegue de dobleces, paralelismos, simetrías y contrastes. Los contrapuntos entre los personajes, los dichos y las situaciones están, a su vez, ligados por efectos de glissandi, como los sonidos resbaladizos del theremin, que figura la pulsación constante de un deseo transversal a los distintos cuerpos, espacios y tiempos. Esta especie de contaminación alcanza una gama extensa del mundo sensible. De la veneración fervorosa a la neutralidad científica, el film elabora oposiciones entre elementos que, a poco de presentarse, se van enredando: los contrapuntos aparecen enlazados por una forma contradictoria y difusa del deseo, cuyas trayectorias múltiples atraviesan la trama de principio a fin, en un flujo y en un cambio perpetuos, que se dispersan y se reúnen, vienen y desaparecen.
El cuerpo y el alma, el saber medicinal y el mito religioso, el congreso y la catequesis, la ciencia y la mística, el hotel y la casa, Amalia y Josefina, el doctor Jano y el doctor Vesalio (Arturo Goetz), la figura del cazador y de la presa (Jano-Helena, Jano-Amalia, y viceversa), la madre de Josefina (Mónica Villa) y la madre de Amalia, los mellizos que espera la ex pareja de Freddy: entre estos contrapuntos bien marcados no hay, sin embargo, modulaciones bruscas. Estamos ante un cine que toma del barroco el preciosismo, la demanda por lo elaborado y el despliegue del virtuosismo, el estilo multicoral, la cooperación y el enfrentamiento de los cuerpos sonoros, la preferencia por los motivos populares, como los exageradamente largos, tediosos, artificiosos y complicados romances caballerescos que reaparecen en los albores del barroco (como el que Helena trata de recitarle a Amalia para que ella “no pierda el tiempo” memorizando rezos), la escenificación de las apariencias y el entusiasmo por el teatro como la objetivación más acabada de la vida (expuesta en la representación que se ensaya para el cierre del congreso). Se trata, pues, de una obra concertada que cuidadosamente elabora una orquestación de la mirada y de la escucha para proyectar diferentes coloraturas sinestésicas.
Frente a un mundo que jerarquiza lo visual, el sonido introduce una fuente de perturbación. A diferencia del cine más convencional, en La niña santa no hay procedimientos diferenciados según se trate de las músicas, de los diálogos o de los ruidos ambientales: el sonido no pretende completar la narración, sino que proyecta las tonalidades afectivas. Al igual que el deseo, se despliega de manera continua en la vida cotidiana, ya que no depende de espacios y de tiempos predefinidos, ni se conforma con aparecer en los intervalos, sino que se expande como las resonancias de una materia acuosa. El énfasis en el sonido se mimetiza, además, con el objeto del film: escuchar es el verbo evangélico por excelencia: “hay que estar alertas al llamado de Dios”, reitera la catequista. El matiz de la voz, el juego de luces y de sombras, los efectos de eco configuran la expresividad dinámica del barroco, que para prosperar necesita de un fondo religioso católico (la austeridad de los protestantes rechaza esta veta románica).
En Martel, los caminos del realismo y del barroco son complementarios, puesto que en definitiva apuntan a lo mismo. No se trata de una interrupción del curso ordinario de las cosas, sino de la presencia de algo extraño y perturbador, como un contrapunto insidioso que se mezcla, contradice y altera lo real arrastrándolo hacia una cara barroca sin romper el orden realista. Solo el cine es capaz de hacer ver y oír estos juegos sensibles. Al presentar lo barroco como una emanación exuberante de lo real, también se está mostrando que la realidad es una dimensión permeable.
Deseo resbaladizo
Sobre un fondo azul, fluye la animación de los créditos iniciales, diseñados de tal manera que los nombres de los actores y de los realizadores se forman a través del deslizamiento de una de las letras hacia abajo, que se desploma para enlazarse con la siguiente palabra de la lista. Si la denominación es siempre un modo de fijar una frontera, de inculcar una norma, siguiendo a Judith Butler (2000), el movimiento de arrastre continuo, como una secreción que se esparce hacia múltiples direcciones, marca la pulsación turbulenta del film: mezclas, fluctuaciones, estremecimientos alteran la claridad natural o la realidad transparente. Como una figura del contacto y de la inmersión, el agua es el medio vivificante que atraviesa la película y revela sus condiciones de visibilidad, los canales fluidos que conectan mundos aparentemente opuestos, como la religión católica, la medicina occidental y la vida cotidiana. Si “no podemos pretender abrazar la realidad a menos que penetremos sus capas más bajas”, según Siegfried Kracauer (2001: 366), La niña santa ofrece un juego de oscilaciones y de extrañamientos entre distintos niveles de lo real que toman del agua su cualidad contagiosa.
Ligeramente desafinado, se escucha un arpegio de tres notas tocadas en el piano (fa- mib-octava superior de mib); luego, otras tres (sib-sib-sol), que dan la entrada a una voz femenina entonando a cappella las estrofas de un poema de Santa Teresa de Ávila, máxima exponente de la mística católica: “Vuestra soy, vuestra soy. / Para vos nací. / ¿Qué mandáis, Señor, de mí? / ¿Qué mandáis, Señor, de mí? / Soberana Majestad, / eterna sabiduría, / bondad buena al alma mía, al alma mía. / Dios, un ser, bondad y alteza, / mirad, mirad la suma vileza / que hoy os canta así. / ¿Qué queréis señor de mí? / ¿Qué queréis señor de mí?” En el momento en que pronuncia la palabra “mirad”, aparece la primera imagen de la película, en la que se enfoca de frente a un grupo de adolescentes que escuchan el canto de la catequista (Mía Maestro). Alternancia de idealización y de apasionamiento, esta plegaria retrata el universo del erotismo como una entrega y como un goce inexplicable. En el paroxismo de la exaltación, el rostro trasluce empatía con los versos de sumisión. “Pues del todo me rendí”, repite dos veces. El melisma prolongado en la primera sílaba de “Amén” expresa la confluencia de la creencia devocional con la fusión amorosa, tal como se presenta en una de las obras maestras del alto barroco romano, la escultura titulada “Éxtasis de Santa Teresa”, tallada entre 1647 y 1651 por Gian Lorenzo Bernini, que invoca la metáfora del orgasmo como unión con lo divino. Para Julia Kristeva (2009: 185), “cuando los procesos y las excitaciones sobrepasan ciertos límites cuantitativos, están erotizados. Los místicos, y muy especialmente Teresa, no solo participan en esta inversión, sino que algunos, y Teresa más que otros, llegan incluso a nombrarla”.
Desde estas primeras secuencias, la cámara se posiciona como un sujeto que busca capturar el modo en que los personajes perciben el mundo, desde diferentes puntos de vista, con desplazamientos vertiginosos, planos cortos, primeros planos levemente descentrados y encuadres cerrados, saturados de cuerpos. La ausencia de tomas de orientación, que permitan ubicar temporal y espacialmente los hechos, intensifica el ambiente de conmoción sensual. El erotismo no se ilustra por medio de la exhibición de imagos (como San Sebastián, cuyo martirio es retomado por la iconografía sadomasoquista), sino que se desparrama gracias a un trabajo minucioso sobre la percepción. Las manifestaciones palpitantes de la sexualidad encuentran en la atmósfera de la catequesis una peculiar reverberación, justamente porque “los símbolos de la pureza y del misticismo son a veces más afrodisíacos que las fotografías o los cuentos pornográficos”, tal como Silvina Ocampo escribe en “El pecado moral” (1999).
Los confines de lo religioso y de lo secular se remueven: la catequesis se embebe de la experiencia sexual y la palabra divina es llevada al plano de las pulsiones mundanas. De este modo, se perturba el dogma de la fe en otro mundo o en su conversión; el hecho de creer, simplemente, se focaliza en el cuerpo. La sexualidad y el erotismo implican una forma específica del goce que obtiene su impulso del movimiento de la transgresión, al desafiar lo prohibido sin suprimirlo. Así, el film presenta un mundo desestabilizante, en una gama que se desenvuelve entre el afán de estabilidad de un viejo orden social que busca persistir y las fuerzas inestables que introducen su vacilación, poniendo entre paréntesis las dicotomías que rigen el mundo católico (lo bueno y lo malo, la gracia y el pecado, el vicio y la virtud). Se trata de una cultura presa de un impasse, donde la tradición que no es capaz de renovarse invoca un pasado sin porvenir que se pone en crisis.
La preservación de las reglas y de las convenciones de un orden dado implica mantener inalterables las formas habituales de la percepción. En este sentido, como dijo Martel en una entrevista, “la domesticación de la percepción es el camino para el conservadurismo político. En cambio, cualquier distorsión de la percepción –esta es mi ilusión enfermiza– lo que genera es un disturbio en el entorno y eso permite quizá, no digo siempre, otra manera de concebir la realidad” (2004).
Sonidos y profanaciones
La creencia en el alma, que se vincula con el anhelo de inmortalidad, se contrapone a la concepción del cuerpo por parte de la medicina: un cuerpo maquinal, que sigue los pasos del proceso de secularización, donde la salud toma distancia de la injerencia divina. Dicha filosofía mecanicista, siguiendo a Silvia Federici (2010: 212), “describe el cuerpo por analogía con la máquina, con frecuencia poniendo énfasis en su inercia. El cuerpo es concebido como materia en bruto, completamente divorciado de cualquier cualidad racional: no sabe, no desea, no siente”. Desde esta visión, el cuerpo, sus poderes y sus posibilidades se vuelven susceptibles de manipulaciones científicas y técnicas, que contrastan de plano con la idea medieval del cuerpo como receptáculo de poderes mágicos.
En los impulsos sexuales de Amalia y de Josefina se funden fervores piadosos y saberes terapéuticos. Además de revelar el ardor por la búsqueda del llamamiento divino fusionado con el deseo, sus charlas se desvían de la religión hacia el campo de la salud, expresando cabalmente la permeabilidad terapéutica entre lo divino y lo medicinal.
En la secuencia del inicio, desde la quietud de los cuerpos silenciosos empiezan a aparecer algunos comentarios por lo bajo. Josefina, en alusión al canto entrecortado de la catequista, le susurra a Amalia: “Es por falta de aire. No sabe respirar. Eso te hace pésimo a la irrigación del cerebro”. En una escena posterior, dice: “Ayer la vi besándose con un tipo mucho más grande que ella. El mismo de la otra vez, el de los nudillos peludos. No podía ni respirar. El tipo le metía la lengua hasta la garganta. En serio: nunca la vi besándose con el otro así. Estaba temblando como con epilepsia”. “Te estás llenando los ojos de microbios”, le dice en otro momento. “Está muerto, son movimientos reflejos”, afirma ante la súbita aparición de un hombre desnudo que parece haber aterrizado directamente del cielo a su balcón. La salud se concibe como una mezcla de lo sacro y de lo curativo. “A veces, cuando usted duerme, se queda sin respirar por unos segundos. Se puede ahogar”, le advierte Amalia al doctor Jano.
La descarga pulsional, el choque epiléptico, la sensualidad ardiente son rasgos del éxtasis y de sus relatos ficcionales por parte de Teresa de Ávila, que el film evoca y refracta. Las jóvenes experimentan, a través de la enseñanza religiosa, visiones extraordinarias, alucinaciones, percepciones que involucran todos los sentidos: fantasmas encarnados, tal como Kristeva llama a la presencia envolvente de una alquimia salvadora.
En un contexto donde el silencio se valora con relación a la docilidad –según parámetros tradicionales, se espera que las mujeres seamos “femeninas”, o sea, sonrientes, atentas, discretas, contenidas, por no decir difuminadas–, los susurros pueden pensarse como tácticas de rebeldía que evitan hacerse notar. Las complicidades que no se exponen a juego descubierto, las frases cuchicheadas, las miradas de reojo introducen guiños que desacralizan a un tiempo los campos de la religión y de la medicina: entre las estrofas del canto que se consagra a Dios, las amigas hacen comentarios carnales; ante la presencia de fenómenos que parecen sobrenaturales, se apropian del ethos medicinal para explicarlos a su manera. Las murmuraciones conforman un colchón sonoro que deja oír los estados de ánimo de quienes las pronuncian en contraste con lo que se profiere de viva voz. Los diálogos susurrados están exclusivamente en boca de ellas, no de quienes detentan el poder de expresar con libertad sus intereses en público, como los otorrinolaringólogos o como la catequista. Con este recurso, la obra de Martel recrea la multiplicidad de lo real haciendo audible el entramado de las diferentes cuerdas que componen su polifonía.
Periferias y dinamismos
Desde perspectivas poco convencionales, los planos visuales y sonoros formalizan el enrarecimiento de un mundo que se presenta como opresivo. La película delimita tres ámbitos centrales: el de la catequesis, el del congreso y el del hotel, que se prolongan en –y se diferencian de– la casa familiar, la calle y la ruta. La construcción de los espacios se realiza a partir del trabajo sobre sus periferias.
Tanto la enseñanza religiosa como el congreso de medicina están atravesados por la palabra de la autoridad: en el primer caso, la de Dios, mediada por la catequista, en el segundo, la de la Ciencia, mediada por los médicos. En el congreso prevalece el androcentrismo, evidente en el porcentaje de varones que participan como expositores y panelistas frente a las pocas mujeres que asisten al evento (descontando a “las chicas del laboratorio”, enviadas como promotoras del merchandising de las empresas farmacéuticas): el ámbito científico es un espacio fraterno que no habilita una liberación de la masculinidad hegemónica y compulsiva. En cambio, el coro y la catequesis, de tradición monasterial, conforman un espacio confesional de recreación, que pone en escena las posibilidades amorosas de la intimidad entre mujeres.
Una energía lúdica y agitada envuelve las historias que las chicas relatan en las lecciones de formación religiosa. La película intercala narraciones orales y lecturas que son marginales respecto de la manera más extendida de leer con los ojos y en silencio. La performance de la lectura en voz alta implica formas de sociabilidad orientadas a la transmisión del culto religioso. No obstante, se trata de lecturas que se alejan de los hábitos serios y disciplinados, y que demuestran escaso respeto hacia los textos que el canon catequístico considera dignos de veneración.
Amalia lee una historia cuya fuente es indefinible: “¿De qué libro es?”, pregunta la profesora. “Es una fotocopia”, responde. “¿Pero, quién lo escribió?”, insiste, y Josefina contesta con una abreviatura: “MDV, siglo XVII”. “Chicas, cuando traigan materiales tienen que saber la fuente”, les recrimina. En un encuentro posterior, ant...

Índice

  1. Agradecimientos
  2. Un ritmo propio
  3. Palabras de apertura
  4. Primera parte
  5. Superficies de placer
  6. Errare humanum est
  7. Maquinaciones y curiosidades
  8. Interludio
  9. Segunda parte
  10. El retorno de las costumbres
  11. La distancia infranqueable
  12. Otras muchas voces
  13. Notas finales
  14. Referencias