Pensar el feminismo y vindicar el humanismo
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Pensar el feminismo y vindicar el humanismo

Mujeres, ética y política

  1. 220 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Pensar el feminismo y vindicar el humanismo

Mujeres, ética y política

Descripción del libro

La selección de textos de este volumen culmina el homenaje de la Universitat de València a una de sus más recientes doctoras "honoris causa", la filósofa, estudiosa y autora de referencia -tanto en el ámbito del humanismo como del feminismo- Amelia Valcárcel, sin duda una de las pensadoras más notables del panorama filosófico español. Sus reflexiones sobre nuestra actualidad, que parten de un conocimiento profundo de la historia y de un análisis incisivo de los problemas éticos que comporta el poder, la llevan a afirmar que ya no es cuestión de definir la violencia, de hablar de su supuesta legitimidad, sino de expulsarla totalmente de nuestro horizonte. El libro se cierra con una reciente entrevista realizada por la profesora Neus Campillo, editora del volumen, que proporciona una aproximación más personal a la obra de la doctora Valcárcel y actualiza algunas de sus reflexiones.

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Información

Año
2020
ISBN de la versión impresa
9788491347811
ISBN del libro electrónico
9788491346623

ESCRITOS
SELECCIONADOS

1. EL DERECHO AL MAL

Parece redundante hacer una defensa de algo que como el mal está tan perfectamente asentado. Y más cuando se ha recalcado desde todos los puntos de vista, con la especial insistencia de la filosofía analítica, que la tarea de la ética gira necesariamente sobre el bien o lo bueno, su uso, sentido, contenido, significado… La defensa del mal es, sin embargo, distinta del derecho al mal, o eso al menos propongo mostrar.
En efecto, no intentaría hacer una mucho más pretenciosa Defensa de Helena suplantando al finito y manejable sujeto de Gorgias por una idea general, entre otras cosas porque la apología del mal nos lleva al callejón sin salida que señala Hare: el mal entonces se convierte en el bien por el mero uso de los términos prescriptivos. Siempre podemos, pues, trocar el mal, en lo que tiene de formal, y defenderlo como más bueno o mejor que el bien, pero esto no cambia la cuestión.
El problema es ¿cómo o para quién es posible presentarlo como un derecho? En cuanto contenido, ¿es acaso el derecho al mal aquel ya argumentado por Trasímaco y Calicles?, ¿el mal que el poder hace pasar por su contrario o, más descaradamente, el verdadero bien o la auténtica justicia porque las nociones que se le opongan no pasarán de ser peyorativamente argumentos morales, lo que es lo mismo, productos de la buena intención frente al peso irrevocable de los hechos, donde todo lo que existe es bien, puesto que existe y, de este modo, está fundamentado? Evidentemente, no. Aun si fuera cierto según la idea tomista que ser y bien coinciden, en términos de Wittgenstein, un discurso moral siempre apunta a algo que está fuera de él, a un deber ser. Postular que algo es un derecho siempre supone una realidad sui generis, un conflicto, una aventura en la mala infinitud. Por ello, quédese al mal, o los males, poco importa cómo están definidos por la práctica común en sus más tradicionales formulaciones. Es exactamente ese mal, sea cual sea la forma de caracterizarlo, en el sentido de Stevenson, lo que se reclama. Todo lo que sea mal es mi derecho, así podría resumirse el discurso.
Bueno será entonces que digamos algo sobre su génesis: cuando una clase o grupo social intenta acercarse al poder (para tomarlo) de un modo natural plantea su pretensión en términos morales, lo quiera o no, independientemente del éxito. La sociología del conocimiento muestra que el discurso moral no es ni mucho menos privativo del débil, solo que un grupo con expectativas plantea además, y no sobre todo, los argumentos morales. Por así decir, se comporta socráticamente realizando las múltiples combinaciones entre sabiduría y virtud que den por resultado la necesidad de su alternativa, que su poder sea admitido como beneficioso y consecuentemente influir en las actitudes de las gentes a fin de verse apoyado en su escalada, al menos de puertas afuera. Casi ningún dominio no se argumenta, como Calicles pretendía. Aunque la carga en forma de tanques sea considerable, la analítica también nos recuerda que el lenguaje especialmente dirigido a la acción, y en ello estamos, es muy difícil que no se tiña de sentencias morales. Así, estos grupos segregan una vanguardia moral cuyo espesor es en ocasiones inversamente proporcional a su potencia, pero que formalmente siempre está definido por el yo introduciré cambios para mejor que aumentarán la suma de efectiva moralidad en el globo, lo que además puede también ligarse con la idea de felicidad como fin formal del proceso. Hasta supuestas revoluciones inmoralistas, por ejemplo, los fascismos, en lo que tienen de anticristianos o antihumanistas, pretenden gracias a esta inmoralidad que postulan, aumentar la suma de bien como resultado de la caída de los anteriores, débiles, afeminados, cristianos o judaicos, sistemas de valores; luego, ¡su inmoralismo es simplemente apariencia! Cuando Sacie alaba la inmoralidad está simplemente pensando que la verdadera moral consiste en seguir las leyes de la naturaleza (?) si estas entran en colisión con los injustificados decretos de la cultura. Y solo a un cretino, que viene a coincidir con un no libertino, con un virtuoso, se le ocurrirá pensar y obrar al margen de ellas.
Todo movimiento, progresivo o regresivo –hablando con Bloch–, comporta un proyecto de subversión de valores, define un proyecto moral implícitamente mejor o lo define precisamente como lo mejor. En un caso límite, como he dicho, lo malo puede ser lo mejor, todo depende de cómo coloquemos los espejos de bien y mal. Es así como lo que el poder, la sociedad, las ideologías, los individuos, consideran malo, puede ser triturado mostrando sus contradicciones y desmontado como una sarta de falacias. Así, con argumentos que en muchos casos son redomadamente abstractos y se presentan envueltos en todas las retóricas, cualquier movimiento volverá hacia o creará un estado de cosas bueno, según sea este el mundo de Zeus o de Cronos… desde los grupos de vanguardia, pasando por los disidentes religiosos y finalizando con los movimientos políticos.
Sabemos por Weber y Manheim la manera en que la burguesía se apropió de la excelencia moral, cómo corrigió el significado de los términos secundariamente valorativos, hasta poder en la revolución convencer al resto de las clases, incluida la misma aristocracia (Felipe Igualdad es el paradigma de converso), de que en verdad la corrupción de los tiempos había llegado a ser tan extrema que la necesidad de un salvador se hacía inaplazable. Un salvador tanto más excelente cuanto mayor número de males pudieran acumularse sobre el antiguo amo, un redentor que extraía su moralidad de la abyección, de manera que bastaba nombrar a esta para no tener que entrar en los contenidos de aquella. Y no ahorró la revolución casi ningún mal a su derrotado destinatario. Recuérdense los innumerables panfletos que corrieron por el París revolucionario, colecciones de agravios a los ciudadanos, confesiones apócrifas de desmanes cívicos y morales (con especial hincapié en lo que suele considerarse moral privada), como es el caso de la amplia colección de diarios secretos de María Antonieta; del mismo modo que Sade fue en parte admitido puesto que mostraba al desnudo la corrupción de la odiosa tiranía.
Pues bien, este camino tan feraz en los males ajenos se corresponde lógicamente con una inconcreción considerable de los bienes propios. A medida que las fronteras del conjunto de males que se deben extinguir son más amplias y que por lo tanto lo alcanzable en una estrategia a largo plazo está más lejos, es (por necesidad) más abstracto y aparentemente más utópico, ese bien futuro queda cada vez más por definir. Y esto vale tanto para el reino de los bienaventurados como para el paraíso socialista. En el reino de los fines, igualmente abstracto es invocar la supresión del pecado que el fin de la dominación del hombre por el hombre, ambos casos son jaculatorias. Como Hume lo expresara, la dificultad no estriba en encontrar un principio general que sea resumen y guía, sino en demostrar realmente que es malo o bueno a partir del entendimiento, cosa, piensa, que es desdichadamente imposible. Sin embargo, el bien formal es indisociable de la utopía y la utopía irrenunciable.
Y también sucede que cuando el poder está más cerca, los objetivos definidos por la estrategia, los a largo plazo y por lo tanto más abstractos, se convierten en cuestiones para acusmáticos (o para filósofos). Las charlas de puertas adentro, bastante más sabrosas, son justificadas y mediadas en nombre del sano sentido común y del cálculo de posibilidades. Y, mientras el bien último se consigue, ¿qué es el bien? En muchos casos las definiciones son puramente teleológicas: algo es válido y bueno porque sirve para alcanzar la meta final que se propone (lo que siempre es fácil de demostrar por su propia evanescencia). Si se hila más fino, y a menudo se hace, puede conseguirse un relativo bien que pueda justificarse a priori frente al anterior, cuyo juez es nada menos que la historia, en esta etapa de viatores, en la diaria accesis, modificando algo las sentencias morales comunes, dotándolas, por ejemplo, de mayor universalidad. Resumiendo, el bien nos espera en la meta y Agnes Heller en el camino. Y no hablo simplemente de que el fin justifique los medios, una versión bien abstrusa del maquiavelismo, sino de verdaderas propuestas morales, esto es, universalizables. Si aprobamos la sentencia hay que terminar y oponerse a la explotación del hombre por el hombre, subsumiremos bajo ella hay que oponerse a la dominación de unos pueblos por otros, no admitiré la discriminación racial, me opondré al dominio sexista, favoreceré a los marginados, etc.
Todos estos enunciados son, sin embargo, morales, puesto que son formalmente universales y universalizables. Pero ese criterio de universalización puede quizá, sin excesiva violencia, ser aplicado no solo a las sentencias, sino a los códigos en su conjunto. De este modo, la capacidad real de universalización que tenga una moral determinada, de la que pretenda y de la que efectivamente alcance, dependerá el peso que se da a sí misma o que le puede ser concedido, en tanto que logre una presentación del bien más perfecta aumentando su efectiva universalidad, sin que ello nos haga perder de vista el formalismo en que toda esta cuestión se desenvuelve. Por ejemplo, es un argumento de Engels que el advenimiento de la verdadera moral no se dará hasta que el proletariado, con su toma del poder, haya acabado con la división en clases de la sociedad. Esta moral nueva del socialismo, gestada como digo por el proletariado, será mejor, la mejor, porque cumplirá por primera vez en la historia la pretensión de universalidad; no será un reflejo ideológico de intereses de clase como ha venido siempre siendo, sino efectivamente universal, por primera vez humana.
La verdadera moralidad y la verdadera universalidad tienen ya algunos siglos de vida en común y pertenecen de lleno a nuestra tradición de ilustrados, de kantianos. Pero la universalidad aludida por Engels no está en la fórmula, sino que pretende ser material. De este modo también se comporta el verdadero derecho (siempre las definiciones platónico-estipulativas) con la universalidad, el derecho que por primera vez ha llegado a ser universal cuando ha derribado a la multiplicidad de códigos del antiguo régimen, bastiones innumerables de privilegios con el corte al ras, la universalidad y abstracta igualdad de la codificación napoleónica. Derecho y universalidad son indisociables, Hegel dixit, aunque Marcuse se eche las manos a la cabeza.
Y puesto que la universalización es la nota más distinta que nos revela una sentencia moral, y si toda política segrega una moral, nada nos cuesta representarnos la mayor universalidad posible sin romper los límites de la especie (el ecologismo por ejemplo los sobrepasa), y nos encontramos con que el movimiento político que reclama para sí la máxima universalidad es el feminista, que plantea su revolución como la más extensa que quepa concebir. Como Celia Amorós lo expresa, «la reconciliación de la humanidad tanto con su propia naturaleza biológica como con la naturaleza exterior constituye un todo y ese todo es el verdadero carácter de universalidad del hombre como ser genérico». Y esta pretensión de portar mayor universalidad es lo que hace del movimiento feminista un sujeto de estudio tan interesante para la ética, a la vez que explica el surgimiento cada día más apresurado de morales o éticas alternativas que lo llevan a la base. El feminismo plantea y problematiza realmente la mayor parte de los ámbitos y de las cuestiones morales concretas, así como los desplazamientos semánticos enormes ocurridos desde los años sesenta en los términos secundariamente valorativos. El feminismo cuestiona las relaciones de la especie con la naturaleza, la familia, las relaciones personales, la división del trabajo, el sistema de prioridades, la estructura social, la lucha de grupos dentro o contra el Estado, la supervivencia de la especie en último término.
Y, cómo no, también en este caso se supone que la consecución de los objetivos del movimiento aumentará la suma de bien en el mundo. Desde Stuart Mill, y aun quizá anteriormente con Condorcet, pasando a principios de siglo por Novicov, la causa de la igualdad de los sexos ha sido defendida exteriormente (me refiero a todo lo que no son pruebas de su real igualdad, principio que según Mill pertenece al género de los que no cabe argumentar sin desdoro), ha sido defendida, repito, acudiendo al argumento utilitarista (en el mejor sentido) de que la libertad de la mujer libera al hombre de su injusta tiranía y, por lo tanto, aumenta la suma total de moralidad y libertad en el globo y, derivado de ello, la de felicidad. Y desde que esto está así planteado, las mujeres no hemos dejado de recibir propuestas para que expongamos el bien que traemos de nuevo, para que lo defendamos, para que planteemos nuestra utopía, a la vez que se nos hace material dúctil para realizar utopías ajenas. Este argumento, pues, del total de virtud puede (pese a la falacia naturalista) convertirse en que la liberación de la mujer es la liberación total de la humanidad, la salida real del neolítico, la lucha con la naturaleza para convertirla en libertad en términos kantianos. Así, los pensadores de la utopía o de la antiutopía, y valgan por ejemplo Bahro, Harich, Marcuse, Leví… o Calvo, Trías, Mosterín…, nos tienen ya dispuesta la morada en la casa del señor y su teoría (y, pocas veces, mejor dicho, en la casa del señor sobre todo). La reflexión feminista de Françoise d’Eaubonne, Valerie Solanas, Agnes Heller sin pretenderlo, Kate Millet, Juliet Mitchell…, por citar solo a internacionales, aun planteando el feminismo como una alternativa global, es sin embargo todavía suficientemente reivindicativa como para no tocar la utopía sino muy tangencialmente.
El mayo del 68, cuyos productos culturales solo ahora comenzamos verdaderamente a conocer, lanza hacia nosotras a los decepcionados de la-revolución-ala-vuelta-dela-esquina que en muchos casos nos guardan el protagonismo en la Revolución Total. Nosotras somos la esperanza de supervivencia para Harich, las más potentes destructoras del estado para Calvo, las portadoras de la moral para Mosterín, las dueñas del discurso inaudito para Lardreau, la universalidad de la revolución para Bahro, el antipoder. Colocadas ante un todo cuya capacidad de absorción es tan espeluznante como el Caos que Camina, hemos llegado a ser el clavo ardiendo (pero quizá convencible) del que pende la única posibilidad de libertad. Y algo se aclara esta cuestión cuando se conoce de dónde nos viene tal potencial: somos un antitodo que, por misterioso, por su huida de la razón, el todo no ha sido aún capaz de absorber ni disolver. Nuestro misterio, nuestra negativa a la violencia de la razón, hacen que hayamos llevado, por lo visto desde siempre, una rebelión silente contra los todos desde que estos fueron creados en los albores de la historia. Si Leví afirma que el futuro es «descalificar lo político, atenerse a lo provisional, rehabilitar la Ética», porque el Bien Moral y la justicia no coinciden, todo su grupo se pronuncia por el anti-Reich, por el nuevo desorden, por el derecho a la pereza de Lafargue frente al Capital de Marx. Y se espera que las mujeres, sistemáticamente alejadas del Logos, tengan, por esta secular costumbre, un dis...

Índice

  1. Cubierta
  2. Anteportada
  3. Portada
  4. Página de derechos de autor
  5. Índice
  6. Nota de la editora
  7. DISCURSOS PRONUNCIADOS EN EL ACTO DE INVESTIDURA
  8. BIOBIBLIOGRAFÍA
  9. ESCRITOS SELECCIONADOS
  10. ENTREVISTA con Amelia Valcárcel: «De Valencia a València»