El soldado español
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El soldado español

Una visión de España a través de sus combatientes

  1. 552 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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El soldado español

Una visión de España a través de sus combatientes

Descripción del libro

El soldado español forma parte inseparable del pasado y el presente de España. Es una memoria marcada por los avatares bélicos en los que intervinieron combatientes españoles a lo largo de los siglos: desde los celtíberos que se opusieron a la dominación romana o los legendarios tercios a las actuales Fuerzas Armadas, pasando por los guerreros medievales o los conquistadores de América. Fueron capaces de las mayores proezas y supieron sufrir en los momentos aciagos.

Como hijos del pueblo del que proceden han sido un fiel reflejo de las virtudes y defectos del conjunto social a través del tiempo. Constituyen una herencia de nuestra realidad histórica y un arquetipo que define nuestra propia existencia acumulada en el tiempo. Sus actuaciones son el rastro de lo que nos caracteriza como país frente al resto de las naciones.

Este libro supone una síntesis del imaginario colectivo de España, un país de trayectoria intensa y cambiante que dispuso de un gran imperio y selló con su impronta un tramo importante del devenir de la humanidad. Mas de cien ilustraciones originales ponen rostro y dan forma a los soldados del pasado y convierten a esta obra en un libro único en su género.

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Información

Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788419018045
Categoría
History

VI

LA INFANTERÍA
INVENCIBLE

illustration
La huella más profunda y perdurable en la historia militar de España es el soldado de los tercios, temido y admirado a la vez por sus enemigos. Hombres de armas al servicio de la casa de Austria en toda Europa, la gran mayoría de los que formaban estas unidades procedían de países diversos: voluntarios italianos, alemanes, irlandeses o borgoñones que llegaban a la monarquía hispana atraídos por las buenas pagas en oro y plata. La mayor parte de estos ejércitos estaban integrados por tropas de naciones diferentes y las unidades españolas constituían un componente reducido pero muy cualificado.
De este ejército de la Monarquía Católica formaban parte muchos soldados españoles que habían abandonado sus hogares en busca de aventuras o empujados por las levas de tropas a medida que se extendían por doquier las guerras, sobre todo a partir de 1640. Los contemporáneos tuvieron conciencia de esta sangría y se lamentaron por ello. En su Conservación de Monarquías y Discursos Políticos Pedro Fernández Navarrete, al tratar de la despoblación de Castilla, señala como causas principales, además de la expulsión de los moriscos, «la muchedumbre de colonias que de ella salen para poblar… Los que han muerto en las continuas y largas guerras de los Países Bajos» y los soldados de guarnición en Italia y África. Dando por cierto que «salen cada año de España más de cuarenta mil personas aptas para todos los ministerios de mar y tierra, y de estos son muy pocos los que vuelven a su patria». La mayoría de estos hombres dejaban sus vidas en los campos de batalla —dice el historiador Cepeda Adán— y solo algunos pocos volvían, tullidos y orgullosos, a contar sus hazañas, reales o fantásticas, en los mentideros madrileños, mientras esperaban días y días que se les premiaran sus servicios con algún puesto modesto en la administración.*
Varios de estos soldados supervivientes quisieron dejar huella de su paso por la milicia con estupendos relatos de sus andanzas. En estas biografías cuentan su existencia al desnudo sin demasiadas intenciones artísticas, pero dejando un retrato muy exacto del tiempo que les tocó vivir.
En ningún otro país como en España los soldados han dejado tantas relaciones de valor histórico, tanto a cuenta de tratadistas, historiadores o jefes del ejército —como los Hurtado de Mendoza, Carlos Coloma, Francisco de Moncada o Manuel Francisco de Melo, por citar solo a unos cuantos— como de soldados de a pie que representan el testimonio popular de los españoles que servían con las armas. Uno de ellos es Jerónimo de Pasamonte (Vida y trabajos de Jerónimo de Pasamonte), otro Miguel de Castro (Libro que comenzó en Malta Miguel de Castro…), Diego Duque de Estrada (Comentarios del desengaño de sí mismo) y el más famoso, el capitán Alonso de Contreras (Discurso de mi vida).
Con su prosa directa y descarnada, estos soldados españoles relataron sus cambios de fortuna y desengaños padecidos a lo largo de su trayectoria militar, en ejemplos innumerables. Hablando de sus heridas dice Pasamonte:
Fue tanto el trabajo que yo padecía del arcabuzazo, que no podía llevar un barril de agua, ni leña, ni cosa a cuestas; que se me arrancaba el ánima, no por la entrada ni salida de la herida, sino junto a la cintura y no pudiendo morir, vivía con trabajo; pero a puro palo me hicieron fuerte y se me quitó aquel dolor… las cuatro heridas que me dieron fue una en la mano derecha, y un revés a los dientes que me cortó los de abajo y uno de arriba con un poco de labio, que si se daba por la cara había señal de oreja a oreja.
Las aventuras de Alonso de Contreras, nacido en enero de 1582 en Madrid, son inagotables; ya de vuelta después de muchos años en esa capital, quedará su historia inconclusa en 1634 tras recibir una encomienda, sin que sepamos dónde dejó al final reposar sus huesos. Dice Cepeda Adán:
Con ese extenso índice tenemos el más acabado retrato de un aventurero hispano de la primera mitad del siglo XVII que tuvo, además, el honor de ser huésped durante ocho meses de Lope de Vega, quien, ávido siempre de actualidad, gozaría con las disparatadas andanzas de su paisano, al que dedicó como homenaje su comedia El Rey sin reino.
El relato de las vivencias de estos soldados está repleto de ascensos y caídas envueltos en episodios melancólicos. Eran vidas dramáticas, a veces inventadas y fantásticas, pero interesantes por el fondo de verdad que traslucen, y representativas de una época irrepetible. El resultado es un cuadro, aunque adornado, verídico en lo fundamental. Así ocurre con el capitán Duque de Estrada, que también fue poeta y espadachín de fortuna en Italia, y que después de mil peripecias vuelve desengañado la vista atrás en sus Comentarios para recordar con amargura la
edad florida de la juventud, en la cual la primera ocupación es gastar y triunfar, lucir entre caballeros, galantear entre damas y plegarse al sarmiento donde quieren los hortelanos que son los consejeros de la vida (comúnmente llamada la dulce Francia), cuyos frutos son recogidos en el otoño de la edad en tantas enfermedades, pobreza y destierros; tal me sucedió.
En vena senequista, Duque de Estrada abomina de la falacia de las ilusiones que el tiempo nos presenta: «¡Qué falaz es el tiempo, qué vanas las esperanzas y qué frágil la confianza a donde funda el hombre su descanso!», dice. Y sin embargo, pese a sus continuas quejas, trufadas de melancolía barroca, muchos se hubieran sentido afortunados con haber vivido una pequeña parte del repertorio de sus hazañas, tras haber peleado en la guerra de los Treinta Años en Alemania, entrar triunfante en Praga y gobernar una ciudad en Bohemia, para terminar siendo vicario general de Germania, Hungría y Bohemia en la Orden de San Juan de Dios. Y aun así, el desengaño final de su propia ruina física inspira repelente piedad, como la que debieron soportar muchos soldados en su vuelta a España después de haber combatido por el rey y la religión:
Púseme en cura atormentado con tediosas medicinas mi cuerpo y mis miembros, digo, manos, rodillas y frente, que según ya dije estaban cubiertas con asquerosos postemas [pústulas], de cuyas resultas he quedado inhábil de las manos, impedido de las rodillas y feo de la frente; tanto que un religioso, hijo mío de hábito, a quien he criado y alimentado siete años …y de quien creí en mi vejez tener consuelo y ayuda… llegó a término de no querer tocar mis cosas y decírmelo en mi cara.
La guerra de Flandes, junto a su lado heroico, también terminó siendo un pudridero de ilusiones, y fueron muchos los soldados que acabaron sus días en tristes circunstancias, incluyendo los más encumbrados y famosos, como Luis de Requesens, gobernador de los Países Bajos y consejero de Felipe II, muerto de repente en 1576 casi en la pobreza, pues cuando hubo que preparar los funerales el arca del gobernador estaba tan vacía que los soldados de su séquito tuvieron que contribuir con una colecta para pagarle los hachones y velones del entierro.
O como don Juan de Austria en Flandes, muerto de disentería, o probablemente envenenado a los 33 años, en un triste y sucio palomar de granja en Namur, y cuyo cadáver, cuentan las crónicas, fue depositado en una iglesia de esa ciudad belga, «dividido en piezas y colocado en tres maletas, conducido a España. Llegado a la corte, se le compuso con lana y alambres, y armado de todas piezas», y así quedó a la vista del rey, su hermano. Aunque no todo el cuerpo se guardó en España, pues su corazón se recogió en una urna (hoy perdida) al pie del altar mayor de la iglesia flamenca donde se conservaron sus restos, hasta que desaparecieron saqueados por la soldadesca napoleónica.
Otro ejemplo de soldado español sufrido fue Julián Romero Ibarrola, natural de un pequeño pueblo de Cuenca y ascendido de mochilero, siendo casi un niño, a maestre de campo. En el momento de fallecer le faltaban un ojo, una pierna, un brazo, y había perdido en combates un hijo, tres yernos y cuatro hermanos. El rey le denegó el permiso para retirarse a España, y falleció con 59 años en Italia, al caer fulminado de un infarto cuando cabalgaba para ir a combatir de nuevo a Flandes. Antes de morir dejó escrito: «Desnudo nací, y he vivido honradamente». Al embalsamarlo hallaron que su corazón era mucho mayor de lo normal y estaba recubierto de pelo.

Guerreros en ocaso

En el siglo XVI se produjo una eclosión de autores que trataron temas militares, acorde con el esfuerzo bélico de España en ese tiempo, y la vena de combatientes españoles con afición escribidora se ha mantenido desde entonces.
La mayor parte de estos escritores fueron soldados o capitanes profesionales, retirados de las armas y ya en el ocaso de sus vidas. En muchos casos también desempeñaron cargos importantes en la gobernación estatal o en funciones diplomáticas y trataron de rememorar sus experiencias en forma de libro, casi siempre con intenciones didácticas. No pocos fueron asimismo testigos de guerra que aspiraban a que sus hechos no cayeran en el olvido, y en el caso de la milicia sus críticas tratan sobre todo de corregir defectos con intenciones de reforma, sin ánimo de zaherir.*
El listado de estos nombres es muy numeroso, y alguno, como Bernardino de Mendoza, combina en sus escritos los temas de estrategia y diplomacia. De familia ilustre, Mendoza (1540-1604) fue también un maestro de espías al servicio de la España imperial. Sirvió en la caballería de Flandes a las órdenes del duque de Alba y de su sucesor Luis de Requesens. También fue diplomático en Roma, siendo papa Pío V, y embajador en Inglaterra y Francia en los tumultuosos tiempos de la guerra civil francesa entre católicos y hugonotes. Dejó dos obras valiosas: Comentarios sobre lo sucedido en las guerras de los Países Bajos desde el año 1567 hasta 1577 y un tratado titulado Teórica y práctica de la guerra que fue traducido al francés, italiano y alemán, cuando contaba más de 30 años de servicio como soldado y diplomático. Lo escribió ya en el declive de su existencia, casi ciego y recluido en el monasterio de San Bernardo de Madrid, quejándose de que su temprana ceguera le impidiese tener un puesto para seguir sirviendo al rey.
Otro antepasado ilustre del mismo apellido y descendiente del marqués de Santillana es Diego Hurtado de Mendoza, primer marqués de Mondéjar, militar, diplomático y escritor nacido en Granada. Participó en las campañas de Italia y en 1527 fue nombrado por Carlos V embajador en Venecia; luego obtuvo otros cargos importantes con categoría de capitán general. Secretario de Estado con Felipe II, cayó en desgracia y fue desterrado cuando el monarca quiso enviar un virrey a Aragón que no fuera oriundo de ese reino y nombró a Hurtado de Mendoza, que tuvo que ejercer el cargo en medio del general descontento. Retirado en su ciudad natal por orden del rey, escribió dos obras históricas: Conquista de la ciudad de Túnez y Guerra de Granada, antes de morir en Madrid en 1575.
También soldado en Francia y luego en Flandes, a las órdenes del duque de Alba, fue el maestre de campo del tercio viejo de Lombardía en Milán, Sancho de Londoño (1515-1569), autor de Discurso sobre la forma de reducir la disciplina militar a mejor y más antiguo estado. Un tratado para actualizar el arte militar editado póstu...

Índice

  1. Cubierta
  2. El soldado Español
  3. Fernando Martínez Laínez
  4. Título
  5. Créditos
  6. Prólogo
  7. I. La fusión ibero-celta
  8. II. Hispania nostra
  9. III. Visigodos
  10. IV. Edad media
  11. V. Forjando un ejército
  12. VI. La infantería invencible
  13. VII. Allende los mares
  14. VIII. Reformas y nuevos tiempos
  15. IX. Oigo patria tu aflicción
  16. X. Carlistas y espadones
  17. XI. Crepusculario 98
  18. XII. Novios de la muerte
  19. XIII. A Garrotazos
  20. XIV. Rusia no es cuestión de un día
  21. XV. Nubes de paz
  22. Bibliografía