PARTE SEGUNDA
CONSTRUYENDO EL LIBERALISMO:
PRINCIPIOS DE INCLUSIÓN Y EXCLUSIÓN
IV. EL PRINCIPIO DE REPRESENTACIÓN
A lo largo de este capítulo me preguntaré, en primer lugar, acerca de los principios básicos del sistema representativo. ¿Cómo concebían la representación los parlamentarios peruanos y ecuatorianos de mediados del siglo XIX? ¿Qué relación tenía el sistema representativo con otros conceptos como el de democracia o el de soberanía? Partiendo de la teoría liberal propuesta en los textos canónicos de los intelectuales más afamados, los políticos peruanos y ecuatorianos acudieron a los ejemplos que ofrecían determinadas naciones en las que se habían implantado previamente sistemas representativos, para posteriormente hacerlo efectivo en sus propios países, combinando las teorías liberales con las experiencias preexistentes y las características propias de sus sociedades.
Si bien en líneas generales la élite política e intelectual de Perú y Ecuador estaba de acuerdo en la idoneidad del sistema de representación parlamentaria, la polémica surgía a la hora de llevar a cabo dicha representación. ¿Cómo trasladar al Parlamento la representación de una sociedad heterogénea? ¿Quiénes podían ejercer la función de representar a la «nación»? ¿Quiénes debían ser representados? Para tratar de responder a estas preguntas resulta interesante acudir a los discursos parlamentarios mediante los que se discutieron los principios esenciales del gobierno representativo, así como a la legislación que finalmente le dio forma. Así, en segundo lugar se tratará de analizar los debates parlamentarios surgidos en torno al modelo de representación que debía implantarse en cada uno de estos países.
Una vez definido el modelo de representación parlamentaria, entenderemos mejor el funcionamiento del poder legislativo en estos casos concretos. Sin embargo, desde que los sistemas liberales se adscribieron a la teoría de la separación de poderes, el Parlamento no era la única institución encargada de tomar decisiones políticas relevantes, sino que tenía que convivir también con el poder ejecutivo. A lo largo del siglo XIX, las tensiones entre ambos poderes fueron una constante en torno a la delimitación de las funciones de cada uno de ellos, un elemento que se analizará en el tercer apartado.
LIBERALISMO Y REPRESENTACIÓN
En los sistemas políticos liberales la relación entre poder y ciudadanía se llevó a cabo a través de sistemas de representación. A principios del siglo XIX, la antigua idea de democracia procedente del mundo clásico, entendida como el gobierno directo del pueblo, fue quedando relegada por considerarse un sistema inviable, imposible de llevar a la práctica en sociedades complejas en constante crecimiento. Además, los recientes sucesos ocurridos en Francia durante la etapa jacobina de la Revolución francesa, asociaban el concepto de democracia con el caos y la anarquía.1 Así, las élites políticas del contexto iberoamericano optaron por un sistema intermedio, liberal pero moderado, en el que se conservase el orden político y social: una «democracia representativa». De este modo, por ejemplo, la Constitución peruana de 1860 incluía los calificativos «democrático» y «representativo» como dos de las características básicas del sistema de gobierno.2 Como explica Gerardo Caetano, se trataba de conciliar dos términos –democracia y representación– que habían sido considerados tradicionalmente incompatibles, e incluso antagónicos. De esta forma,
la adscripción rígida de la voz «democracia», asociada con el poder ilimitado del pueblo, podía dejar lugar a una visión de mayor moderación, en la que la representación implicara una suerte de atenuación «aristocrática» o elitista del «gobierno popular».3
En los discursos políticos de la época a menudo aparecían tanto la palabra «democracia» como el término «representación» para hacer referencia al sistema político que se estaba desarrollando, si bien no era frecuente encontrar el concepto «democracia representativa». En este sentido, debemos puntualizar que este término se utiliza sobre todo por parte de la historiografía, mientras que los contemporáneos se referían a su propio sistema político como una democracia basada en el sistema de representación parlamentaria. Cabe advertir también que existe una enorme diferencia entre lo que actualmente entendemos por democracia y lo que los contemporáneos del siglo XIX concebían como tal. Desde que obtuvieron su independencia política, las nuevas repúblicas latinoamericanas se ocuparon de instalar diferentes modelos de representación parlamentaria en los que, a través de diversas estrategias legislativas, se garantizase la llegada al poder de los individuos considerados más aptos y, por tanto, la consecución del objetivo último: el «buen gobierno». Por ello, siendo el sistema representativo el pilar básico del edificio político de los sistemas liberales decimonónicos, resulta crucial estudiar su funcionamiento y características básicas, así como la concepción de la representación que albergaban las élites intelectuales y políticas.
Tanto Perú como Ecuador se integraron en esta dinámica y, como vimos en el capítulo anterior, en la década de los sesenta del siglo XIX desarrollaron nuevos marcos legislativos que establecieron las líneas básicas de los sistemas políticos que se desenvolverían en los siguientes años: la Constitución de 1860 en Perú y las de 1861 y 1869 en Ecuador. En todos estos textos normativos se impuso como fundamento esencial del régimen político una soberanía nacional representativa; es decir, la soberanía residía en el «pueblo» o en la «Nación», pero su ejercicio se delegaba o encomendaba a las autoridades que la representaban.4 Se producía, por tanto, una diferenciación entre la «titularidad» y el «ejercicio» de la soberanía.5
En las cámaras parlamentarias de algunos países latinoamericanos surgió una polémica en torno al término que debía utilizarse para definir la soberanía: nación o pueblo. Normalmente, se consideraba que la «soberanía nacional» estaba más vinculada a la unidad, mientras que la «soberanía popular» hacía referencia a los diversos «pueblos» –distritos, provincias, regiones, ciudades, etc.– de los que se componía la nación.6 En este asunto, por tanto, entraba en juego el elemento territorial. Y es que la mayor parte de las nuevas repúblicas latinoamericanas ocupaban un marco espacial bastante amplio que, además, a lo largo de buena parte del siglo XIX no estaba aun completamente definido. De hecho, los conflictos de fronteras entre potencias limítrofes serían una constante en la América Latina del siglo XIX. Además, hacia el interior de estos países los problemas asociados a cuestiones territoriales continuaban, pues generalmente eran naciones muy diversas y complejas en un sentido geográfico y social. En este sentido, en muchas de estas naciones se produjeron fuertes conflictos entre diferentes ciudades o provincias. Así, en algunos países latinoamericanos (como por ejemplo Brasil o Argentina) existían diferentes concepciones de la soberanía –indivisible o plural– en función de tendencias ideológicas asociadas al centralismo o al federalismo. Por ejemplo, en Brasil se diferenciaba entre la «soberanía de la nación» y la «soberanía de las provincias».7 En el caso de Ecuador también tuvo importancia la polémica desarrollada en el Parlamento en torno al término más idóneo para definir la soberanía. Aunque en el texto de 1861 aparecería el término pueblo, algunos representantes, como Antonio Muñoz, Vicente Cuesta o Francisco Eugenio Tamariz, propusieron un cambio por el concepto nación, que consideraban más apropiado, ya que «nación es la reunión de individuos constituidos en un territorio, y pueblo la simple reunión de individuos, hecha abstracción del territorio».8 En este discurso se ponía de manifiesto una vez más la relevancia que tenía, para las élites parlamentarias ecuatorianas de la segunda mitad del siglo XIX, definir el territorio que formaba parte de la nación. Por su parte, en España, si bien la Constitución de Cádiz había establecido que «la soberanía reside esencialmente en la Nación», el debate en torno a los términos «soberanía popular» y «soberanía nacional» surgió en la asamblea encargada de discutir el proyecto constitucional de 1869, aunque finalmente se estableció la misma fórmula que en el primer texto constitucional.9
En cualquier caso, la asunción por parte de las cámaras parlamentarias de la representación de la soberanía –ya fuese nacional o popular– trajo consigo la proclamación del sistema representativo como «forma de gobierno y principio de legitimación del poder».10 Es decir, esta conexión entre la soberanía nacional o popular y sus representantes legitimaba a los miembros del poder legislativo para tomar decisiones, en nombre del pueblo, que afectaran al conjunto de la nación. Por ello, el representante ecuatoriano Felipe Sarrade se encargaba de recordar que «la Convención no tiene límites en su poder, porque se halla investida de todos los del pueblo [...]. El pueblo le ha delegado sus poderes, y por lo mismo tiene facultades sin límites y puede hacer y deshacer lo que le parezca».11 El sistema representativo encontraba así una profunda diferenciación con respecto a la democracia directa: aunque la soberanía residía en el pueblo, no era necesario consultar a este cada vez que había que tomar una decisión. Esta consulta popular ni siquiera era imprescindible cuando se trataba de aprobar un texto constitucional, como defendía el ecuatoriano Tomás Noboa: «Reconozco la soberanía del pueblo, pero estando nosotros nombrados por él, representando su soberana voluntad para constituir el país, no reconozco la necesidad de someter a su aprobación la obra que estamos haciendo como comisionados y representantes suyos para este efecto».12
En definitiva, la democracia directa quedaba sustituida por un nuevo modelo político, que algunos historiadores y politólogos han denominado como una «democracia ficticia».13 No obstante, la élite política e intelectual latinoamericana, en líneas generales, estaba convencida de que el sistema representativo que ellos planteaban no era una alteración perjudicial del originario sistema democrático, sino un modelo mucho más avanzado y perfeccionado:
La libertad moderna no es la libertad de Roma ni de Atenas, y mucho menos la de Esparta. Las turbulentas democracias de la antigüedad eran reducidas a aristocracias, que descansaban sobre un numeroso pueblo sumido en la esclavitud. Reunidas en las plazas públicas, las pasiones eran comúnmente el resorte de sus decretos. Pero con la representación, todos los obstáculos se han allanado, resolviéndose el hermoso problema de que millones de hombres puedan gobernarse por sí. Indudablemente en esto consiste la verdadera libertad, y el fruto de esa conquista corresponde exclusivamente a la moderna civilización.14
Parece evidente que el autor de estas palabras había leído a Constant, quien había planteado una comparación entre la noción de libertad en el mundo antiguo y en el mundo moderno.15 Como se planteaba en este y en otros discursos políticos, frente a la obsoleta democracia directa del mundo clásico, el sistema representativo sobresalía como un régimen moderno, acorde a los nuevos tiempos que se estaban viviendo: «El Gobierno representativo es la forma propia de la sociedad moderna, el carácter distintivo de la nueva civilización y uno de los más importantes resultados de la regeneración moral del mundo».16
Pero ¿por qué se entendía que el sistema representativo era el modelo político idóneo? Un texto peruano de 1860, en su explicación sobre los fundamentos básicos del sistema representativo, ponía el acento en la capacidad, ofreciendo así un buen argumento para llegar a esa conclusión:
El Gobierno representativo, es pues el Gobierno de los hombres más capaces... Examina cuales son las funciones que se necesitan desempeñar; investiga cual es la capacidad que...