La vuelta al mundo, de un novelista Tomo I
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La vuelta al mundo, de un novelista Tomo I

  1. 356 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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La vuelta al mundo, de un novelista Tomo I

Descripción del libro

Primer volumen de la trilogía de viajes del autor Vicente Blasco Ibáñez en las que recoge sus impresiones a lo largo de diferentes periplos por todo el mundo, desde las américas al Asia menor o lo más profundo de África. En estos textos aparecen curiosidades geográficas, políticas, culturales y contrastes con los propios rasgos españoles. El primer volumen abarca los viajes por Estados Unidos, Cuba, Panamá, Hawái, Japón, Corea y Manchuria.

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788726509434
Categoría
Sociología

XVI

LA NOCHEBUENA EN EL JAPÓN
Los japoneses disfrazados de europeos.—Bozales higiénicos.—La gorra del estudiante. — Las calles de Tokío.— Los tres colores del Japón.—Las interminables cortesías.—Los cinco peinados de la japonesa.—Almuerzo en el restorán Koyokan. —La ceremonia de la hospitalidad.— El baile de las «geishas». — Mi conferencia en el salón de fiestas del «Hochi».—Concierto orquestal. —La cena de Nochebuena ante un jardín liliputiense. —Salto asombroso de la música japonesa.
Un tren especial debe llevarnos á Tokío, pero no es empresa fácil encontrarlo en la gran estación de Yokohama.
El terremoto ha quebrantado sus muelles y abierto profundas zanjas en las vías, reparándose provisionalmente todo esto con puentes de madera que dificultan la circulación. Además, en las primeras horas de la mañana afluye de todas partes una verdadera muchedumbre para trasladarse á la capital. Muchos empleados y negociantes viven en Yokohama y hacen diariamente este viaje de treinta minutos para ir á su trabajo, volviendo al cerrar la noche á su casita junto al mar.
Siguiendo las indicaciones erróneas de un hombre con gorra galoneada, nos metemos en un vagón de primera clase, y poco después se llena éste de japoneses que van á Tokio. Estamos en un tren ómnibus de los que parten cada quince minutos. Cuando pretendemos salir nos es imposible conseguirlo. Una masa compacta de hombres agarrados á las anillas blancas del techo ó apoyados en las espaldas de los vecinos obstruye las dos puertas.
Resulta admirable la agilidad del japonés. Siempre encuentra el medio de deslizarse entre los obstáculos, ínstalándose finalmente donde parecía imposible que pudiese caber uno más. Parte el tren, y lo mismo los que ocupan las banquetas que los que se sostienen de pie, reflejando en su balanceo los vaivenes del vagón, sacan de su bolsillo un periódico y empiezan á leer.
Me fljo en el aspecto de estos nipones modernizados que viven una existencia occidental. Son todos ellos simpáticos, pero considero imposible encontrar una burguesía más fea de rostro y que vaya más grotescamente vestida.
Al adoptar el traje del blanco se han olvidado de aprender la armonía del indumento, los matices del color y de la línea. Se colocan sobre el cuerpo lo que en su opinión puede dar mayor señorío á la persona, no temiendo al resultado de tales mezcolanzas. Los más usan nuestro sombrero flexible, pero metido hasta las orejas y sin ningún abollamiento gracioso. Otros prefieren el hongo de copa dura y redonda, pero á continuación de este tocado europeo llevan el kimono nacional y encima de él un macferlán de corte inglés ó un gabán con trabilla, hechura norteamericana. Algunos después de esta mezcla vuelven á ser occidentales en sus extremidades, usando gruesos borceguíes. Los más llevan el pie desnudo ó metido en un calcetín japonés con dedos, lo mismo que un guante, y su calzado consiste en dos tablitas horizontales sostenidas cada una de ellas por otras dos tablitas verticales, dos pequeños bancos sujetos por una correa entre el dedo gordo y el siguiente, que dejan el talón completamente suelto, lo que hace que cada paso vaya acompañado en los terrenos duros de un ruidoso chap-chap.
Hasta los que visten completamente á lo occidental tienen en sus ademanes algo de torpe y cohibido, como si fuesen disfrazados. Se adivina que todos ellos, al volver de noche á sus casas, se quedan en kimono, sentándose en el suelo para cenar, lo mismo que sus antepasados, y con este aspecto resultarán tal vez más gallardos é interesantes.
La mayoría de los japoneses son de estatura mediocre, pero al mismo tiempo de complexión vigorosa, lo que les hace parecer algo rechonchos, con los miembros cortos y fuertes. Dos defectos físicos y sus remedios inventados por el hombre blanco, los ha aceptado el japonés de la clase media como adornos personales: la miopía y la caries dental. Los más llevan gafas de concha, redondas y de grueso armazón, que se sostienen dificultosamente sobre su aplastada nariz, y al sonreir muestran una dentadura con numerosos refuerzos de oro. Hay en esto cierta satisfacción infantil, que hace dudar si todos, absolutamente todos, tenían una necesidad ineludible de acudir en busca del óptico ó del dentista.
En los últimos años otra moda higiénica ha venido á aumentar la fealdad del japonés moderno. Desde que pisé esta tierra llamó mi atención la gran cantidad de hombres con un emplasto negro ó blanco sobre la nariz sostenido por dos elásticos sujetos á las orejas. Me inquietó ver tanto canceroso con la nariz roída y afortunadamente oculta. Luego, al encontrar muchedumbres enteras con la horrible cataplasma en mitad del rostro, no pude concebir que toda una nación estuviese atacada del cáncer. Pregunté, y supe que, para evitar la grippe, el japonés se coloca en invierno uno de estos bozales con gotas antisépticas, y así va tranquila mente todo el día haciendo sus visitas ó realizando sus negocios. Es imposible llevar más lejos la despreocupación de la estética personal y el deseo inconsciente de afearse.
Sin embargo, estos varones de traje disparatado y contrastes grotescos son de una cortesía exquisita en sus saludos, de una amabilidad en su sonrisa, que conquistan desde el primer momento al extranjero. El japonés, cuando quiere expresar su afecto ó su admiración, no conoce el miedo al ridículo, que tanto cohibe y enfría la exterioridad de nuestros sentimientos.
Uno de los que leen de pie me mira de pronto con interés y vuelve á fijarse en su periódico, como si estableciese una comparación. Yo he visto desde mucho antes que en todos los diarios que leen los viajeros figuran varios retratos míos. Sonríe mi compañero de viaje con una satisfacción pueril al convencerse de que, efectivamente, soy yo el que aparece en su periódico, y soltando la anilla que le sirve de sostén lleva ambas manos á sus rodillas y se inclina todo lo que puede, saludándome. Los otros, sin que circule palabra alguna, por una especie de aviso telepático, van fijándose igualmente en mí para compararme con la imagen de sus papeles, y repiten el saludo é idénticas sonrisas, teniendo yo que contestar con los mismos ademanes á tales extremos de la cortesía japonesa.
Así llegamos á la estación de Tokío, ó mejor dicho, á una de sus varias estaciones, pues esta ciudad de dos millones de habitantes se halla muy esparcida, ocupando un perímetro tan grande como el de Londres.
Los estudiantes de la Escuela de Lenguas me esperan en un muelle distante, que era el destinado para la llegada del tren especial, y al enterarse de que estoy en el lado opuesto de la estación, acuden corriendo.
Todos llevan la gorra de colegial, que acompaña al japonés desde la escuela de primeras letras hasta las más altas clases universitarias. Un signo dorado en el frente de la gorra indica el estudio especial y la categoría de cada alumno. Hasta en los caminos más apartados del Japón he encontrado pequeños muskos con un kimono azul á redondeles blancos por toda vestimenta, descalzos, el pelo cortado en franja, lo mismo que los chicuelos que figuran en los abanicos, pero llevando con orgullo en su cabeza la gorra de colegial á estilo de Occidente.
Los estudiantes de la Universidad de Tokío que vienen á recibirme tienen un aspecto indumentario menos incoherente que el de los burgueses que ocupaban el vagón. Sólo alguno que otro lleva kimono bajo su gabán azul y calza zuecos. Casi todos van vestidos como un estudiante europeo, guardando bajo el brazo un paquete de libros.
Han venido á recibirme, é inmediatamente volverán á sus clases. Se adivina en todos ellos una voluntad laboriosa y tenaz, un deseo de conseguir lo que se han propuesto, terminando cuanto antes su carrera. Me entregan un gran ramo de flores y un álbum ilustrado por artistas célebres que contiene las firmas de todos ellos. Después de este recibimiento visito con unos cuantos amigos las principales avenidas y paseos de Tokio.
Mi primera impresión de la capital japonesa se afirma y se agranda en los días sucesivos. El terremoto causó aquí tantas víctimas como en Yokohama, pero los edificios sufrieron menos. Hay barrios enteros, los más ricos, en los que apenas se nota la reciente catástrofe. Edificios altísimos construídos á estilo de los Estados Unidos se mantienen sin ningún desperfecto visible. Otros siguen de pie, con hondas grietas en sus fachadas, cubiertas de andamios recientemente para su reparación.
Fué en los barrios apartados, compuestos de casitas de madera, donde el incendio produjo mayores daños. Además, ocurrió la gran catástrofe de la explanada de Hifukusho, en la que perecieron 40.000 personas, y de la que hablaré más adelante. Muchos centros oficiales están cerrados por tener que hacerse en ellos grandes reparaciones. La Universidad de Tokío y sus escuelas anexas están instaladas ahora en barracones, á causa de que todos sus cuerpos de edificios fueron consumidos por el incendio. Los museos aún no han sido abiertos... Pero la actividad japonesa sigue animando las calles de Tokio, como si todos hubiesen olvidado ya el recuerdo de la catástrofe.
Muchas de ellas ofrecen un aspecto de fiesta. Como se aproxima el primer día del año, los vecinos las han adornado con arcos de verdura, gran profusión de banderas y guirnaldas de faroles de papel. Las muestras extraordinarias con que se cubren las tiendas al llegar esta época de compras y regalos contribuyen al general hermoseamiento. El misterioso alfabeto japonés extiende sus letras en los anuncios, como si fuesen jeroglíficos artísticos trazados únicamente para placer de nuestros ojos en rótulos y banderas.
La muchedumbre es pintoresca, aunque no tan multicolor como nos la imaginamos en Occidente antes de conocer el Japón. Los kimonos floreados y de brillantes tintas sólo se ven en las representaciones de teatro ó en las casas de mujeres públicas del barrio llamado Yosywara. El Japón, en su vida histórica, sólo ha tenido tres colores: el negro, usado en las ceremonias palatinas por el emperador y sus cortesanos y que las clases ele vadas guardan aún; el rojo, que fué el de la nobleza media, y el azul, usado por la burguesía y el pueblo.
Hoy el azul continúa siendo el color de la muchedumbre. Los carreteros, los portaiardos, los que recomponen las calles ó tiran de los vehículos como bestias uncidas, todos llevan chaqueta azul de amplias mangas, con la espalda escrita de blanco. No hay hombre del pueblo que no lleve en el dorso un jeroglífico, semejante al blasón que ostentaban en igual lugar de su cuerpo las gentes de la Edad Media occidental. Pero estos jeroglíficos que nos parecen obras de arte son simplemente rótulos que indican las más de las veces para qué compañía trabaja el obrero ó en qué barrio reside. La policía procura mantener el uso de esta vestimenta de los antiguos tiempos. Gracias á ella, si alguien comete una acción delictuosa es fácil reconocerlo, pues al huir muestra el nombre blanco sobre su espalda azul.
Se nota la escasez de animales de tiro. No se ven otros caballos que los del ejército. El automóvil ha sido una solución para las industrias necesitadas de arrastre. El buey japonés, pequeñito, gracioso y de aspecto algo frágil, no abunda en las calles de Tokio. Tira en yunta de reducidas carretas, sin que el boyero le obligue á grandes esfuerzos, y está tan bien cuidado que hasta lleva unas bonitas sandalias de esparto sostenidas por una correa en mitad de la pezuña, á semejanza de las que usan las personas.
Son los hombres de espalda blasonada los que hacen todos los trabajos que en otros países están reservados á las bestias. Tiran en filas de grandes carros ó se uncen á sus varas. Juntas con ellos se ven mujeres sucias, sudorosas, deformadas por el esfuerzo, que parecen tan hombres como los otros. Deslizándose entre los automóviles, tranvías, ómnibus y grandes vehículos cargados de fardos, pasan veloces los kurumayas tirando de su ligero carruafito de un solo asiento, montado sobre ruedas de goma ligeras y altísimas, que le dan el aspecto de una araña de sutiles patas. Los caballos humanos de la koruma gritan incesantemente para avisar su paso, y muchas veces enganchan con una rueda al ciclista que viene en dirección opuesta. Nada de malas palabras ni de peleas. El que ha rodado por el suelo se levanta, apresurándose á saludar y dar excusas al otro, que hace lo mismo desde mucho antes.
Las calles de Tokío, exceptuando las avenidas principales, tienen un suelo desigual. Me dicen que esto es á consecuencia del temblor, que rompió el asfalto; pero veo muchas de ellas, lejos del centro, en las que no ha existido jamás pavimentación de ninguna clase. Esto no impide que sobre el barro, partido en profundos relejes y peligrosos badenes, circule incesantemente el movimiento vital de la enorme Tokío.
El Japón, que en realidad no es rico, sostiene un ejército y una flota enormes, necesitando invertir en el mantenimiento de tales fuerzas tres cuartas partes de sus ingresos. Le preocupan más sus medios ofensivos y defensivos que el ornato y la higiene de sus ciudades. Además, los japoneses no temen el barro, como los europeos. Llevan los pies montados en pequeños bancos, lo que les permite pasar sobre charcos y lodazales sin que sus plantas se humedezcan.
En las aceras de asfalto el paso de los transeuntes sostiene un continuo chacoloteo. Por encima del estrépito de los vehículos y los gritos de la muchedumbre resuena como un acompañamiento incesante, sirviendo de fondo á los demás ruidos, el chap-chap de miles y miles de pies, que al moverse levantan con los dedos su calzado de madera y vuelven á dejarlo caer. Los recién llegados al país necesitan acostumbrarse á este traqueteo que puede llamarse nacional. A las tres de la mañana empieza á sonar en las aceras de Tokío y no termina hasta horas avanzadas de la noche. Únicamente en las calles no pavimentadas y en las casitas de las afueras puede vivirse libre de este calzado ruidoso, incompatible con las vías modernas, chapadas de piedra ó de asfalto.
Las mujeres y las niñas circulan por los barrios populares llevando al hijo ó al hermanito acostado en su espalda. En algunos terrenos baldíos, las japonesas, siempre con la cabeza del pequeñuelo pegada á su cogote, juegan á la pelota ó al volante. Los muskos vuelan cometas que son flores caprichosas ó espantables dragones de papel.
Al encontrarse en una acera dos damas de la clase media se desarrolla en todo su esplendor la tradicional cortesía japonesa. Con los brazos cruzados sobre el pecho empiezan las dos á hacerse reverencias, doblando el cuerpo exageradamente. Procuran inclinarse á un lado para que sus cabezas no choquen, y así continúan los extremados arqueamientos de sus saludos, diez veces, quince, y más. Cuando se deciden á poner término á tales amabilidades se alejan en distintas direcciones; pero de pronto una de ellas vuelve los ojos, la otra hace lo mismo, y girando ambas sobre sus talones quedan otra vez frente á frente, repitiendo á mayor distancia sus doblegamientos de espinazo, mientras los transeuntes siguen adelante sin fijarse en esta cortesía interminable que es para ellos algo ordinario.
La situación social de cada mujer se conoce por su peinado. La etiqueta japonesa creó cinco maneras de peinarse, para que los hombres no sufran equivocaciones al sentir interés por alguna de ellas. Hay el peinado de las niñas de cinco á siete años; el llamado Momo-ware, que es para las muchachas de diez á quince; el Sokuhatsu, que puedé llamarse de las intelectuales, pues sólo lo usan las estudiantas y las artistas; el Shimada, que es el de las solteras después de los diez y seis años, y el Maru-wage, de las casadas, que resulta el más abundante en las calles.
Un peinado japonés es algo complicado, dificultoso, monumental. El edificio de negros cabellos queda tan compacto y brillante, que parece de laca. Las mujeres generalmente sólo rehacen este peinado por entero una vez á la semana. Los otros días atienden á su alisamiento y brillo, dándole un baño de aceite de camelia. Yo he visto á las japonesas en los trenes durmiendo boca abajo, con la frente sobre los brazos cruzados, para mantener intacto su peinado. En sus casas se tienden de espaldas sobre la esterilla que les sirve de cama, y su cabecera es un banquito con un semicírculo, en el que descansan el cuello. Gracias á esta almohada de madera, el monumento capilar queda en alto, sin ningún contacto que lo deforme.
El primer día que paso en Tokío es el de Nochebuena en los países cristianos, pero aquí no tiene otro valor que ser uno de los anteriores á la fiesta de primero de año. Recordaré siempre este día por las numerosas ocupaciones y honoríficos agasajos que tuvo para mí. A las doce me obsequiaron con un almuerzo puramente japonés en el restorán Koyokan, establecimiento famoso en Tokío por sus fiestas, al que asisten los antiguos daimios y los personajes políticos mantenedores de las costumbres antiguas.
Es una agrupación de casas de madera, con techos ligeros y tabiques de papel, en el centro de un hermoso jardín. Los japoneses llenan de piedras sus jardines y construyen sus edificios de madera y de papel. En loe almacenes de flores venden piedras especiales, muy caras, para el adorno de los jardines, que son buscadísimas por los conocedores. Hasta las linternas que dan luz por la noche á los viejos paseos y á las avenidas de los santuarios son de piedra: unas capillitas de granito sobre pedestales en forma de torreón, que reciben el nombre de toro, y en cuyo interior, con puntiagudo remate de pagoda, se coloca una pequeña lámpara. En cambio, los edificios se componen simplemente de una plataforma de madera á medio metro del suelo, varios postes para sostener la techumbre de tablazón, y numerosos biombos, de lienzo ó de papel, como paredes.
La madera nunca la pintan los japoneses. El lujo es conservarla como si acabase de salir del almacén del carpintero. Esto, unido á la monotonía de los tabiques blancos y al color amarillo de la esterilla que cubre el suelo, da un aspecto de pobreza á toda casa tradicional. Un biombo pintado alegra á veces con sus colores esta uniformidad amarilla y blanca. Los salones no tienen otros muebles que una mesita del tamaño de uno de nuestros taburetes, con alguna flor, y el pequeño altar de los Antepasados. En el suelo hay unos cojines obscuros para sentarse, y nada más.
Entro en los salones del elegante Koyokan luego de haberme quitado los zapatos en las gradas que dan acceso al edificio. Me acompaña un español muy conocido en el Japón, el coronel Herrera, agregado militar de la Legación de España, que ha pasado gran parte de su vida en este país y asistió á la guerra con Rusia, así como á otras operaciones del ejército japonés. Los militares del Japón lo consideran como un compañero de armas.
En el comedor de gala encuentro numerosos persona les que han querido organizar este almuerzo para que cono...

Índice

  1. La vuelta al mundo, de un novelista Tomo I
  2. Copyright
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  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. SobreLa vuelta al mundo, de un novelista Tomo I
  30. Notes