
- 157 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La Princesita
Descripción del libro
Sara Crewe es una niña extraordinaria que ha vivido una vida de ensueño a lado de su padre, el capitán Richard Crew, llena de aventuras y fantasía. Pero la vida de Sara cambia cuando llega. Ala escuela para señoritas; y después de recibir una triste noticia, es forzada a llevar una vida completamente diferente. El grandioso trabajo de Frances Hodgson nos enseña la resiliencia de las personas: cómo, a pesar de las circunstancias, uno puede salir adelante con sólo tener confianza en sí mismo.
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ClásicosVII · Las minas de diamantes otra vez
Cuando Sara entró aquella tarde en el salón adornado con flores, le pareció que estaba al frente de un gran evento. La señorita Minchin, con su traje de seda más lujoso, la conducía de la mano. La seguía un sirviente que acarreaba una enorme caja que contenía la última muñeca; una doncella llevaba una segunda caja y Becky cerraba la marcha, muy compuesta con un delantal limpio y un gorrito nuevo llevando una tercera caja. Sara habría preferido entrar como todos los días, pero la señorita Minchin la mandó a buscar y en una entrevista celebrada en su salón privado le había expresado sus deseos.
—Esto es un acontecimiento —dijo—, y quiero que sea considerado como tal.
Así, pues, Sara fue acompañada con toda solemnidad y tuvo que soportar la tirantez de la situación cuando, a su entrada, las muchachas mayores se codeaban y la observaban burlescamente, mientras las pequeñas se alborozaban en sus asientos.
—Silencio, señoritas —ordenó la señorita Minchin ante los murmullos que se habían suscitado—. Jaime, coloca la caja sobre la mesa y quítale la tapa. Emma, deja la tuya sobre una silla.
—¡Becky! —llamó de pronto con severidad.
Becky, con su emoción, se había olvidado de sí misma y le hacía muecas a Lottie. Tanto la sobresaltó la voz reprobatoria de la señorita Minchin, que casi dejó caer la caja, y su atemorizada reverencia al pedir disculpas fue tan torpe que Lavinia y Jessie empezaron a reírse.
—Tu lugar no es con las señoritas —dijo la señorita Minchin—. Olvidas tu condición. Deja esa caja.
Becky obedeció presurosa y retrocedió enseguida hacia la puerta.
—Señorita Minchin, —dijo Sara—. ¿Sería usted tan amable de permitir que Becky se quede con nosotras?
Este acto de valentía de la niña sobresaltó a la directora.
—Señorita Minchin, —agregó Sara— me gustaría que se quedara. Sé que le encantaría ver los regalos. Después de todo, es tan sólo una niña.
La señorita Minchin, escandalizada, miró a una y a otra.
—Mi querida Sara —dijo—, Becky es una ayudante de cocina. Las ayudantes de cocina no son... no son niñas.
A decir verdad, nunca se le había ocurrido imaginarla en ese aspecto. Las ayudantes de cocina eran máquinas que cargaban cestos de carbón y encendían el fuego.
—Pero Becky sí lo es —dijo Sara—. Y sé que le gustaría mucho. Por favor, permita que se quede... porque es mi cumpleaños.
Con una dignidad exagerada, la señorita Minchin respondió:
—Como lo pides por ser tu cumpleaños, puede quedarse. Rebeca, dale las gracias a la señorita Sara por su gran bondad, pero quédate en tu rincón y no te acerques demasiado a las alumnas.
—¡Oh... muchas gracias, señorita! De veras que sentía muchas ganas de ver la muñeca, señorita Sara, y... muchas gracias a usted también, madame —prosiguió, volviéndose a la educadora, ante quien se inclinó con más miedo que reverencia—, por concederme este favor.
Llena de emoción, Becky retorcía la punta del delantal, de pie en un rincón, cerca de la puerta. Estaba feliz; no le importaba que la trataran con desdén en tanto pudiera quedarse y ver el espectáculo dentro del salón. Sara, en cambio, se sentía un tanto incómoda, a pesar de que era su fiesta. La directora se disponía a darle uno de sus sermones habituales y ella tenía que estar de pie frente a todas.
—Señoritas, como ustedes saben, nuestra querida Sara cumple hoy once años...
—“¡Querida Sara!” —comentó Lavinia por lo bajo.
—Varias de ustedes ya tienen once años, pero los cumpleaños de Sara son algo diferente. Cuando sea mayor, heredará una gran fortuna y deberá administrarla con dignidad.
—Las minas de diamantes... —se burló Jessie.
Sara no lo oyó, pero no fue necesario, de todos modos su incomodidad crecía a cada momento. Aunque sabía que no debía mostrarse irrespetuosa con la directora, no podía soportar oír hablar de dinero. Sin embargo, la directora continuó su discurso:
—Cuando su amado padre, el capitán Crewe, la trajo de la India y me la encomendó, me dijo en tono jocoso que la niña sería inmensamente rica. Yo le respondí que la educación que recibiría en nuestra escuela sería la más indicada para acompañar una gran fortuna. Sara se ha convertido en la alumna más aplicada; su francés y su danza son el orgullo de la escuela, y sus distinguidos modales han llevado a ustedes a llamarla “princesa Sara”. Nos ha demostrado su amistad ofreciendo esta fiesta estupenda, que espero que ustedes sepan apreciar. Les pido que así se lo hagan saber, diciendo a una sola voz: “gracias Sara”.
Todas la niñas se pusieron de pie, como aquella mañana en que la recibieron y que Sara recordaba muy bien. Ella, con una modesta reverencia les agradeció que la acompañaran en su fiesta.
—Muy bien Sara. Eso es lo que debe hacer una princesa cuando recibe el saludo de su pueblo —dijo la señorita Minchin. Luego, mirando a Lavinia, agregó—: Si deseas expresar tu envidia por tu compañera, al menos hazlo como una señorita. Ahora las dejo para que se diviertan.
En el mismo instante en que cerraba la puerta tras de sí, desapareció el temor que la presencia de la educadora siempre inspiraba en las niñas. Todas corrieron y se abalanzaron al lugar donde se exhibían los regalos.
Sara estaba inclinada sobre una caja con una expresión de agrado en sus facciones.
—Esto son libros —decía—; lo sé.
Las chicas se mostraron desencantadas al oírlo, mientras Ermengarda expresó su desilusión:
—¿Tu papá te envía libros como regalo de cumpleaños? ¡Oh, pero entonces es tan malo como el mío! No abras esa caja, Sara.
—A mí me gustan... y mucho —le advirtió Sara con una sonrisa, pero enseguida se volvió hacia la caja más grande. De allí extrajo la última muñeca, era tan magnífica, que todas la miraban con ojos embelesados.
—¡Oh... es casi tan grande como Lottie! —suspiró alguien.
Lottie aplaudió la ocurrencia y empezó a bailar y aplaudir alrededor de la mesa.
—Está vestida para ir al teatro —comentó Lavinia—. Miren su abrigo está ribeteado con armiño.
—¡Oh! —terció Ermengarda acercándose de nuevo—. ¡Tiene unos anteojos de teatro en la mano... en dorado y azul...!
—Y aquí tenemos el baúl correspondiente —añadió Sara—. Abrámoslo y veamos lo que contiene. Deben ser las prendas de su ajuar.
Se sentó en el suelo y dio la vuelta a la llave. Las niñas se empujaron para sentarse alrededor del baúl, que era el guardarropa de la muñeca. Revisaron una tras otra, todas las espléndidas prendas de la muñeca. Hasta Jessie y Lavinia olvidaron que eran demasiado mayores para jugar con muñecas y se deleitaban mirando aquellas maravillas. Jamás la severidad del aula conoció semejante alboroto.
—Supongamos —dijo Sara mientras acomodaba a su nueva muñeca y le ponía un sombrero de terciopelo— que ella comprende nuestra conversación y se siente orgullosa de que la admiremos.
—Siempre está suponiendo cosas —protestó Lavinia con aire de superioridad.
—Sí, ya lo sé —contestó Sara imperturbable—. Me gusta imaginarme cosas. No hay nada más lindo. Es como ser un hada, porque si te imaginas algo y llegas a creer en ello, hasta podría llegar a ser real...
—Es lindo imaginar cosas cuando lo tienes todo —replicó Lavinia—. Si fueras una mendiga y vivieras en un altillo, ¿podrías imaginar lo contrario?
Sara guardó silencio por un momento, mientras acomodaba las plumas de avestruz del sombrero de su muñeca.
—Supongo que sí —replicó luego—. Si fuera una mendiga tendría que imaginar todo el tiempo que soy otra cosa; no sería fácil.
A través del tiempo, Sara recordaría a menudo cuan oportuno había sido este comentario.
En ese momento, la señorita Amelia entró en el salón interrumpiendo la escena.
—Sara —dijo—, el abogado de tu papá, mister Barrow, vino a ver a la señorita Minchin, y como tienen que hablar a solas, y la merienda está servida en tu salita, mejor será que vayan todas allí de manera que mi hermana pueda celebrar aquí su entrevista.
La señorita Amelia organizó la marcha más o menos en orden y, encabezándola con Sara, hizo salir a las niñas, dejando a la última muñeca sentada en una silla, con sus maravillosas prendas de vestir esparcidas desordenadamente: vestiditos y abrigos colgados del respaldo de las sillas y pilas de ropa interior adornadas de encajes, descansando sobre los asientos.
Becky, que no estaba invitada a compartir la merienda, se quedó rezagada contemplando tanta belleza.
—Vuelve a tu trabajo, Becky —dijo la señorita Amelia; pero, al detenerse la niña para recoger primero un manguito y luego una chaqueta, oyó a la señorita Minchin en el umbral y, espantada, se metió debajo de la mesa, cubierta por un enorme mantel.
La señorita Minchin entró en el salón acompañada por un caballero de aspecto adusto que daba muestras de cierta incomodidad. La directora no dejaba, a su vez, de sentirse confusa, hay que admitirlo, y miraba al visitante con una expresión entre inquisitiva e irritada. Se sentó rígida, señalándole una silla.
—Le suplico que tome asiento, señor Barrow —dijo.
El señor Barrow no se sentó de inmediato. La muñeca y sus galas dispersas habían atraído su atención. Se puso los anteojos y miró aquel desorden con irritada desaprobación.
—¡Semejantes regalos de cumpleaños —dijo con aire de crítica— a una niña de once años! ¡Qué loca extravagancia! Aquí se han gastado una cien libras —dijo con gesto de desaprobación.
La señorita Minchin se puso aún más rígida en la silla. Se había sentido agraviada ante lo que consideró un insulto a su mejor cliente.
—El capitán Crewe es un hombre adinerado —protestó—. Sólo con las minas de diamantes...
El señor Barrow dio media vuelta y se enfrentó con ella, mirándola con asombro.
—¡Minas de diamantes...! —estalló—. ¡No existen tales minas ni nunca existieron!
La señorita Minchin se puso de pie de un salto y pidió una explicación.
—¡Qué! —dijo—. ¿Qué quiere decir usted? ¿Qué las minas de diamantes no existen?
—De todos modos, —contestó mister Barrow sin cambiar su tono áspero—, ¡mejor hubiera sido que nunca hubiesen existido!
—¿Las minas de diamantes? —repitió la señorita Minchin, sintiendo que se esfumaba su sueño de grandezas.
—Las minas de diamantes a menudo atraen la ruina más que la riqueza —dijo Barrow—. Cuando un hombre, no es experto en negocios, más le valdría huir de las minas de diamantes o de oro, o de cualquier otra mina en que un querido amigo quiere que invierta su dinero. El difunto capitán Crewe...
—¿El difunto capitán Crewe...? —preguntó la directora, levantándose de su asiento y apenas con un hilo de voz—. ¡Difunto! No vaya usted a decirme que el capitán Crewe...
—Ha muerto, mi estimada señora, —interrumpió el abogado con brusquedad—. La fiebre de la jungla no lo hubiera complicado tanto si no hubiera estado tan debilitado por los problemas que le abrumaban. Y éstos quizá no le habrían ocasionado la muerte si la fiebre no hubiese contribuido a ello. Pues sí señora, ¡el capitán Crewe ha muerto!
La señorita Minchin cayó sentada en la silla, no podía dar crédito a sus oídos.
Aquellas palabras la alarmaron.
—¿De qué problemas me está usted hablando?
—De las minas de diamantes, de los amigos de la infancia... de la ruina... — respondió mister Barrow.
La señorita Minchin quedó sin aliento.
—¡La ruina! —exclamó.
—Ni más ni menos: perdió toda su fortuna y murió presa de la locura. Había invertido toda su fortuna. El amigo estaba obsesionado con el asunto de las minas de diamantes, y puso en él todo su dinero y el del capitán Crewe. Luego el amigo huyó, y el capitán Crewe sufría de paludismo cuando recibió la noticia. Ambas cosas fueron demasiado para él. Murió delirando, desesperado por su hijita, y sin dejar un centavo.
Entonces la señorita Minchin comprendió todo, en verdad, jamás en su vida había recibido semejante golpe. Su discípula modelo, su mejor fuente de ingresos, se habían esfumado. Se sentía como estafada y ultrajada, y como si Sara, el capitán Crewe y el señor Barrow fueran por igual culpables de su desgracia.
—¿Quiere usted decirme —exclamó— que no dejó nada? ¿Que Sara ha perdido toda la fortuna? ¿Y que esa criatura está en la miseria, y que ha quedado a mi cargo una indigente, en lugar de una rica heredera?
El señor Barrow era un hábil hombre de negocios, y se desvinculó de toda responsabilidad del caso.
—Sin ninguna duda, la niña ha quedado en la pobreza —replicó—, y muy cierto es que ha quedado en sus manos, señora, porque, que yo sepa, no tiene un solo pariente en el mundo.
La señorita Minchin se levantó nuevamente de su silla, como si fuera a abrir la puerta y precipitarse fuera del cuarto, a suspender la fiesta que proseguía alegre y ruidosa.
—¡Es monstruoso! —dijo—. En este momento ella está en mi propio salón vestida de seda y enaguas de encaje, dando una fiesta a mis expensas.
—En efecto: a sus expensas, señora, como usted dice —afirmó Barrow calmadamente—. Nuestra firma Barrow y Skipworth no tiene responsabilidad alguna en el tema. Nunca antes he oído que alguien se arruinase por completo como ese hombre. El capitán Crewe murió sin pagar siquiera nuestra última cuenta y que, por cierto, era crecida.
La señorita Minchin se volvió desde la puerta, en el paroxismo de la indignación.
Esto era peor de lo que nadie podría haberse imaginado.
—¡Que esto me haya pasado a mí!... —se lamentó—. Estaba tan segura de su pago, que he incurrido en toda suerte de gastos ridículos para esta niña. He pagado las cuentas de esa muñeca y de su absurdo y fantástico ajuar, porque había que proporcionarle todo lo que se le antojara. Tiene a su disposición una doncella, un coche y un caballo, y yo he tenido que pagarlos desde que llegó el último cheque.
Una vez que puso en claro la posición de su firma y la escueta versión de los hechos, era evidente que el señor Barrow no tenía la intención de seguir escuchando el relato de las desventuras económicas de la señorita Minchin. De modo que se puso de pie para retirarse.
—El capitán ha muerto y la niña no tiene ni un centavo. Nos hemos desvinculado del asunto. Lo lamento muchísimo —repitió el letrado y se dirigió a la puerta—. Suspenda usted todos los pagos, señora —aconsejó—, a no ser que desee obsequiarla más todavía, cosa que nadie habrá de agradecerle.
—Pero entonces, ¿qué debo hacer? —preguntó la señorita Minchin.
—Usted no puede hacer nada, señora —respondió Barrow al quitarse los anteojos y guardarlos en su bolsillo—. El capitán Crewe ha muerto. Su hija está en la miseria. La única persona responsable de ella es usted.
—¡Yo no soy responsable de ella... no asumo responsabilidad alguna en esta cuestión! —vociferó la educadora, pálida de cólera.
El señor Barrow se dispuso a retirarse.
—Eso no me atañe, señora —replicó, encogiéndose de hombros. —Si usted se imagina que la niña quedará sin más, a cargo
mío, está totalmente equivocado. He sido estafada y la echaré a la calle cuanto antes —gritó furiosa a directora.
Había perdido el control; sentía el peso de tener que cargar con una niña acostumbrada a grandes extravagancias y por quien no sentía ningún aprecio.
El señor Bar...
Índice
- I · Sara
- II · Una lección de francés
- III · Ermengarda
- IV · Lottie
- V · Becky
- VI · Las minas de diamantes
- VII · Las minas de diamantes otra vez
- VIII · En la buhardilla
- IX · Melquisedec
- X · El caballero que venía de la India
- XI · Ram Dass
- XII · Del otro lado de la pared
- XIII · La pequeña mendiga
- XIV · Lo que Melquisedec oyó y vio
- XV · El mago
- XVI · El visitante
- XVII · ¡Ésta es la niña!
- XVIII · “Si no me hubiera sentido una princesa...”
- XIX · Anne