Una historia de los tiemps venideros
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Una historia de los tiemps venideros

  1. 60 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Una historia de los tiemps venideros

Descripción del libro

Wells es el escritor conocido mundialmente por sus historias de ciencia ficción y con esta nos trae una historia de amor al uso pero que tiene lugar en un escenario futurista: la ciudad de Londres dentro de mil años.

La premisa al comienzo de su historia es que la humanidad se encuentra ahora dividida de forma vertical en 3 "niveles" atendiendo a criterios de poder económico: los ricos son los que controlan la industria y viven en la parte superior de los rascacielos, en contacto así con el aire puro y los vehículos que vuelan; los abogados, médicos, funcionarios y demás empleados viven en los niveles intermedios; finalmente los obreros y obreras, población miserable que apenas logra sobrevivir, que viven en los pisos bajos.

Teniendo en cuenta su pertenencia a una de las clases descritas, la pareja protagonista de la historia, Elizabeth y Denton, carentes de recursos económicos para poder casarse, deberán marcharse fuera de la ciudad y abocarse a lo desconocido.

Además de lo innovador y vanguardista del argumento, el autor se distingue también por su cuidado en el uso de un lenguaje que sugiere también una época futura, lo que quizás en parte ocurre debido a la fascinación que el autor tenía por el lenguaje y su poder para moldear la sociedad y cultura de aquéllos que lo usan.

Es éste el primer volumen de una historia que tendrá una segunda parte formada por 5 relatos, en los que Wells se vale de la fantasía y la parodia para cuestionar los problemas sociológicos del momento, que quizás tampoco nos resultan tan alejados a nosotros más de un siglo después.

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788726672640
Categoría
Littérature
Categoría
Science-fiction

II

En pleno campo.
El mundo, se dice generalmente, ha cambiado más entre los años 1800 y 1900 que en los quinientos años anteriores.
El siglo XIX fue el alba de Una nueva época en la historia de la humanidad: la época de las grandes ciudades, el fin de la vida esparcida en los campos.
En los comienzos del siglo XIX, la mayoría, según un orden de cosas que había existido desde los hombres, vivía aún en el suelo productor desde hacía innumerables generaciones.
En todo el mundo vivía la gente entonces en pequeñas ciudades o en aldeas, trabajando cada cual directamente en las labores agrícolas o entregado a ocupaciones dependientes de ellas. Se viajaba poco, y la gente se limitaba, a las faenas ordinarias, porque todavía no se habían hallado los medios rápidos de transporte. Las raras personas que salían de su pueblo iban, ya a pie, ya en lentos buques de vela, o si no en caballos de paso corto, incapaces de hacer más de cien kilómetros por día. ¡Imaginaos! ¡Cien kilómetros por día!
Aquí y allá, en esa época apática, una ciudad llegaba a ser un poco más grande —que sus vecinas, como puerto o como centro de gobierno; pero todas las ciudades del mundo que tenían más de cien mil habitantes podían ser contadas con los dedos de la mano. Esto es, por lo menos, lo que existía al principio del siglo XIX. Por fin, el invento de los ferrocarriles, de los telégrafos, de los barcos de vapor, y de una compleja maquinaria agrícola, había cambiado todo eso, lo había cambiado hasta más allá de todas las esperanzas. Las tiendas de comercio inmensas, los placeres variados, las comodidades innumerables de las grandes villas nacieron de repente, y apenas existieron las grandes ciudades entraron en competencia con los recursos rústicos de los centros rurales.
La humanidad se sintió atraída a las ciudades por un irresistible poder. La demanda de la mano de obra disminuyó con el crecimiento de las maquinarias. Los mercados locales fueron enteramente abandonados y los grandes centros se desarrollaron rápidamente a costa de los campos.
El flujo de las poblaciones en dirección a las ciudades fue la constante preocupación de los pensadores y de los escritores del siglo XIX. En Europa y en Australia, en la China y en las Indias, se produjo el mismo fenómeno: en todas partes, algunas ciudades, que crecían incesantemente, reemplazaba de manera visible el antiguo orden de cosas.
Sólo algunos se daban cuenta de que ese era el inevitable resultado de perfeccionamiento y de la multiplicación de los medios de transporte, e imaginaban los proyectos más pueriles para contrarrestar el misterioso magnetismo de los centros urbanos e incitar a los campesinos a permanecer en los campos.
Sin embargo, los desarrollos del siglo XIX no eran más que el alba de un nuevo orden de cosas —Las primeras grandes ciudades de los tiempos nuevos fueron horriblemente incómodas, ensombrecidas por brumas hermosas, eran malsanas y ruidosas; pero el descubrimiento de nuevos métodos de construcción y de calefacción cambió todo eso—. Del año 1900 al 2000, la evolución fue todavía más rápida, y del 2000 al 2100, el progreso continuamente acelerado de los inventos humanos hizo que al último se contemplara el siglo XIX como la visión increíble de una época idílica y tranquila.
El establecimiento de los ferrocarriles no fue más que el primer paso en el desarrollo de esos medios de comunicación que, finalmente, revolucionaron la vida humana. Hacia el año 2000, los ferrocarriles y los caminos habían desaparecido completamente. Los ferrocarriles, despojados de todos sus rieles, se habían convertido en taludes y en fosos herbosos en la superficie del mundo; los viejos caminos, ya tan extraños, y las vías bárbaras, formadas de guijarros y de tierra, endurecidas mediante un trabajo manual o aplastadas por grandes rodillos de hierro, sembradas de inmundicias diversas, rotas por los cascos herrados de las bestias y las ruedas de los vehículos, que hablan formado huecos y charcos a menudo profundos, habían sido reemplazadas por otros caminos patentados, hechos con una substancia llamada eadhamita. Esta eadhamita, llamada así por el nombre de su inventor, ocupa un lugar, con el invento de la imprenta y la utilización del vapor, entre los descubrimientos que señalaron etapas en la historia del mundo.
Cuando Eadham inventó esta substancia, creyó probablemente haber encontrado una materia que reemplazaría simplemente al caucho: costaba apenas algunos pesos la tonelada. Pero nunca se llegará a prever hasta dónde puede ir un invento. Gracias al genio de un hombre apellidado Chautemps se vio la posibilidad de utilizarlo, no solamente para llantas de ruedas, sino para revestir con él los caminos, y así se organizó la vasta red de vías públicas que cubrió rápidamente el mundo.
Esas vías públicas estaban establecidas con divisiones longitudinales. Las fajas exteriores de cada lado, una en cada dirección, estaban reservadas para las bicicletas y otros medios de transporte de velocidad menor de cuarenta kilómetros por hora. Contiguas a las precedentes, otras dos fajas estaban destinadas a los motores capaces de una velocidad de 40 a 150 kilómetros. Y Chautemps, desafiando el ridículo, había hecho establecer dos fajas centrales para los vehículos que debían viajar con velocidades superiores a 150 kilómetros.
Durante diez años, esas vías centrales estuvieron desiertas; pero antes de la muerte de Chautemps eran las más frecuentadas, y unos cuadros vastos y ligeros, provistos de ruedas de veinte y treinta pies de diámetro, las recorrían con velocidades que, de año en año, se elevaron hasta 300 kilómetros por hora.
Al mismo tiempo que se efectuaba esta revolución, una metamorfosis paralela había transformado las ciudades siempre crecientes. Con el desarrollo de la ciencia práctica, las nieblas y los fangos del siglo XIX habían desaparecido.
Como la calefacción eléctrica había reemplazado a los fuegos, en el año 2013 un hogar que no hubiera consumido enteramente su propio humo, era una incomodidad pública a la cual se imponía penas correccionales. Todas las calles de las ciudades, los parques y plazas públicas habían sido recubiertos de techos guarnecidos de una substancia recientemente inventada, y prácticamente, de esta manera, todas las calles de Londres se hallaban abrigadas. Ciertas leyes estúpidas y restrictivas, que prohibían edificar más allá de una cierta altura, habían sido abolidas. Y Londres, en vez de ser un conjunto de casas vagamente arcaicas, subió firmemente hacia el cielo. A la responsabilidad municipal por el agua, la luz y los desagües, se agregó otra la de la ventilación.
Pero para contar todos los cambios que esos doscientos años introdujeran en las comodidades humanas; para relatar la invención, tan largo tiempo prevista, del arte de volar; para describir la manera cómo la vida de las casas particulares fue poco a poco suplantada por la existencia común en interminables hoteles; cómo, por fin, hasta los que se entregaban a trabajos agrícolas fueron a vivir en las ciudades de donde salían todos los días a ejecutar su labor; para describir cómo en toda Inglaterra no quedaron más que cuatro ciudades pobladas cada una de millones de habitantes; para decir que no quedó ninguna casa habitada en toda la extensión de los campos, nos veríamos arrastrados bien lejos de la aventura de Denton y de su Elisabeth.
Los dos jóvenes, después de haber estado separados, estaban ahora reunidos, y, sin embargo, todavía no podían casarse porque Denton, y la culpa era suya, no tenía dinero y Elisabeth no debía tenerlo sino cuando fuera mayor de edad y apenas estaba en los dieciocho años. Conforme a la costumbre de la época, toda la fortuna de su madre iría a sus manos cuando cumpliera veintiún años. Ignoraba que había medios de obtener anticipos sobre su haber, y Denton era un enamorado por demás delicado para sugerirle que se sirviera de esos medios. Y las cosas estaban desesperadamente en ese estado para ellos. Elisabeth declaraba que era muy desgraciada y que nadie, a no ser Denton, la comprendía, razón por la cual era digna de la mayor lástima cuando se hallaba lejos de él; Denton, por su parte, decía que su corazón suspiraba por ella día y noche, y, por lo tanto, se encontraban tan a menudo como podían para deleitarse en el relato de sus sufrimientos.
Un día se reunieron en la sala de espera de la plataforma de las máquinas volantes. El punto preciso de esta entrevista habría sido, en la época de Victoria, a quinientos pies sobre el sitio en que el camino de Wimbledon desemboca en el common. Su vista se extendía a lo lejos por encima de Londres.
Sería difícil describir a un lector del siglo XIX el aspecto de lo que tenían ante sus ojos. Habría que decirle que pensara en el Palacio de Cristal, en los hoteles mammuth (como se llamaba entonces a esas pequeñas casas), recientemente edificados, en las más vastas estaciones de ferrocarril de su época, el imaginarse todos esos edificios agrandados en proporciones inmensas y comunicándose de manera continua sobre toda la extensión metropolitana. Si se le hubiera dicho entonces que ese interminable espacio, ese techo continuo, estaba provisto de innumerables bosques, de ventiladores que daban vueltas, habría concluido por figurarse vagamente lo que, para los dos jóvenes, era una vista de las más ordinarias.
La enorme ciudad tenía para ellos algo de prisión, lo que hacía que conversaran, como lo habían hecho ya cien veces, de la manera cómo podrían escaparse para encontrar en fin juntos la felicidad: ¡escaparse de esa prisión! es decir, vivir felices antes de que transcurrieran los tres años fijados. De común acuerdo, ambos declaraban que era absolutamente imposible y casi culpable esperar tres años.
—Antes de esa fecha —decía Denton, y el tono de su voz indicaba un sólido pecho—, antes de esa fecha vamos morir uno u otro.
A estas palabras, sus jóvenes manos vigorosas se estrechaban, y un pensamiento aún más doloroso hacía brotar de los ojos claros de Elisabeth lágrimas que descendían por sus mejillas.
—¡Uno de los dos! —decía—: ¡Uno de los dos podría! …
Un sollozo le oprimió la garganta: le era imposible pronunciar la palabra tan terrible para los jóvenes y los felices.
Sin embargo, casarse y ser pobre era, en las ciudades de esos tiempos, una cosa terrible para cualquier persona que hubiera sido educada en medio de las comodidades. En los tiempos benditos de la, agricultura, que habían terminado en el siglo XVIII, era muy lindo hablar del amor en una choza, y, a decir verdad, la gente de los campos vivía en esa época en casuchas de paja y de yeso, con vidrios minúsculos, rodeadas de flores y al aire libre, en medio de los vallados entretejidos en los que cantaban los pájaros, y tenían sobre la cabeza el cielo siempre variable. Pero todo eso había desaparecido; la transformación había comenzado ya en el siglo XIX, y un nuevo género de vida se había ofrecido a los pobres en los barrios inferiores de la ciudad.
En el siglo XIX, los barrios bajos se extendían aún bajo el cielo: estaban relegados en porciones de suelo lleno de barro o por cualquier otra causa inutilizables, expuestos a las inundaciones o al humo de los distritos más afortunados, insuficientemente alimentados de agua y tan insalubres como lo permitía el temor que las clases ricas tenían de las enfermedades infecciosas.
Sin embargo, en el siglo XXII un arreglo diferente se había hecho necesario por el crecimiento de la ciudad que aumentaba sus pisos y reunía más y más los edificios entre ellos. Las clases prósperas vivían en una vasta serie de hoteles suntuosos situados en los pisos y halls superiores del sistema de construcciones de la ciudad. La población industrial habitaba los subsuelos y los espantosos pisos bajos.
Desde el punto de vista del refinamiento de la vida y de las costumbres, esas clases inferiores diferían poco de sus antepasadas, y, en lo que concierne a Londres, se parecían bastante al pueblo que vivía en el East-End en el tiempo de la reina Victoria; pero habían fabricado para su uso un dialecto distinto. Todos vivían y morían en esas profundidades, y no subían a la superficie sino cuando su labor los llamaba.
Como ese era, para la mayor parte de ellos, el género de vida para el cual habían nacido, no sufrían excesivamente en esa situación; mas para la gente de la clase de Denton y de Elisabeth, semejante miseria habría sido más terrible que la muerte.
—¿Qué podríamos hacer? —preguntaba Elisabeth.
Denton declaraba que él no lo sabía. Además de sus sentimientos delicados, no estaba seguro de que a Elisabeth le sedujera la idea de pedir prestado sobre sus esperanzas.
Hasta el precio del pasaje de Londres a París —decía Elisabeth—, estaba por encima de los recursos de que ambos disponían, y en París, como en cualquier otra ciudad del mundo, la vida sería tan dispendiosa e imposible como lo era en Londres.
—¡Si por fortuna podría haber exclamado Denton, si por fortuna hubiéramos vivido en aquellos tiempos! ¡Si por fortuna hubiéramos vivido en el pasado!
A sus ojos, aun el Whitechapel del siglo XIX aparecía a través de una bruma novelesca.
—¿De modo que no hay ningún medio? —exclamaba de repente Elisabeth —. ¿Tendremos por fuerza que esperar tres largos años? Fíjese usted bien: ¡tres años! ¡treinta y seis meses!
La dosis de paciencia de la especie humana no había aumentado con el tiempo. De improviso, Denton se decidió a hablar de un proyecto que le había pasado por la mente, y por último se había detenido en él. Sin embargo, el propósito le parecía tan fantástico, que no lo propuso seriamente sino a medias; pero el formular una idea con palabras tiene siempre por resultado el hacerla parecer más real y más posible que lo que lo era antes, y así sucedió a los dos jóvenes.
—Supongamos —dijo él— que nos fuéramos al campo.
Ella alzó los ojos hacia él para ver si tenía la cara seria al proponer semejante aventura.
—¡Al campo!
—Sí… lejos… allá… al otro lado de las colinas.
—¿Cómo podríamos vivir allá? —preguntó ella—, ¿y dónde?
—Eso no es imposible —contestó él—: en otro tiempo habla gente que vivía en el campo.
—Pero entonces había casas.
—Todavía hay ruinas de aldeas y de ciudades. En los terrenos barrosos, han desaparecido naturalmente; pero queda mucho de ellas en los terrenos de pastoreo, porque a la Compañía General de Alimentación no le convendría destruirlas. Yo sé eso… de manera cierta. Además, se las ve desde las máquinas volantes. ¡Pues bien! Podríamos abrigarnos en alguna de esas casas, y repararla con nuestras manos. Al fin y al cabo, la cosa no es tan irracional como lo parece. Pagaríamos a uno de los hombres que van allá todos los días a cuidar de los sembrados y de los ganados, para que nos llevara nuestra comida.
—¡Qué extraño sería eso si realmente se pudiera!… —dijo ella; colocándose delante de él.
—¿Por qué no?…
—Nadie osaría…
—Esa no es un...

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