LAS ACTITUDES DE UNA INMENSA MAYORÍA
TIPOLOGÍAS DE LA RESISTENCIA CIVIL: RESISTIR SIN ARMAS EN LA GALICIA RURAL
Con el objetivo de establecer categorías dentro de la esfera de la resistencia civil, los diferentes autores de la historia cotidiana alemana han producido toda una batería conceptual. Han distinguido graduaciones en función del nivel de crítica contra el régimen (desde el más parcial al general) y del ámbito en el cual los comportamientos de disenso tienen lugar (desde el privado hasta el público). Ian Kershaw (1983) fue uno de los primeros en establecer una tipología teniendo en cuenta estos parámetros. Utiliza tres términos para definir diferentes categorías de oposición. Los dos primeros remiten al concepto broszatiano de resistenz, mientras que el último sería propiamente winderstand. Habla de disenso para referirse a una categoría que englobaría aquellas actitudes, frecuentemente espontáneas, críticas con algún aspecto del nazismo pero que no llevan asociado inexorablemente el abandono de una condición acomodaticia general. La oposición, otra categoría, comprendería aquellas formas de acción con objetivos parciales y limitados, no dirigidas directamente contra el nazismo como sistema y que podrían estar realizadas por grupos o individuos en parte de acuerdo con el régimen y su ideología. Kershaw reserva el término resistencia para nombrar la participación efectiva en una acción organizada en contra del régimen en busca de su derrocamiento.
D. Peukert (1987) renovó esa concepción tripartita inicial y estableció una ratio evolutiva que tiene como punto más bajo el no conformismo, actos individuales que infringen normas dadas por el Estado pero no ponen en cuestión el sistema. El siguiente estadio sería el rechazo, consistente en contravenir las repetidas instrucciones oficiales y/o ejercer oposición ante las imposiciones de las autoridades, sube la protesta, una acción de queja o petición de cambio contra algún aspecto del sistema político. Y, finalmente, en la cúspide de la ratio se encontraría la resistencia, categoría idéntica a su homónima en el esquema de Kershaw y a la winderstand de Broszat. Las dos propuestas no muestran graves faltas de sintonía entre sí, radicando la diferencia más importante en la concepción que de las categorías establecidas poseen uno y otro. Mientras que Peukert aboga por una estructura piramidal y estática en la que las categorías estarían rígidamente establecidas en sentido ascendente, Kershaw formula un sistema de círculos concéntricos en los que las categorías fluyen y se combinan sin mostrar límites rígidos entre las diferentes gradaciones. A nuestro juicio, esta segunda concepción es más coherente con la realidad de los actos de resistencia en tanto que no implica el componente de salto cualitativo y generador de una instancia superior de actuación que parece llevar aparejada la concepción piramidal. Hecha esta pequeña salvedad, las dos muestran una percepción similar de la resistencia civil y se enfrentan a las mismas dificultades a la hora de tratar de aplicarlas a esa enorme cantidad de comportamientos sociales que no son muestra de adhesión al régimen político.
Sobre las principales formas que adopta la resistencia civil también opinó el ya citado autor J. Semelin (1989). Al contrario que los estudiosos de la Alemania nazi, él opta por centrarse más en el «modo» que en el «grado» de resistencia. En su opinión son tres las formas en las que se pueden agrupar las actuaciones propias de la resistencia civil. La primera sería la fuerza de las palabras y los símbolos. Las palabras pueden ayudar a mantener la moral y a trazar una perspectiva más allá de la inmediata realidad que da cobijo a las formas de resistencia. Las hojas o canales clandestinos de radio son claros ejemplos de esta capacidad. El desarrollo de la prensa clandestina jugó en este sentido un papel fundamental, en tanto que vector de expresión y de construcción de movimientos de resistencia civil. Permitió un estado de cohesión ideológica de grupos resistentes favoreciendo así el despliegue de una acción concreta: trabajo de propaganda, de sabotaje, etc.
Otro modo de resistencia civil opera por lo que el autor denomina reactivación social. Nombra los procesos por los que los grupos sociales o profesionales más diversos expresan, a través de crisis que pueden ser espectaculares –huelgas, manifestaciones– o no –resistencias cotidianas–, su intolerancia a cierto aspecto de la política del régimen. El tercer modo que Semelin propone se funda sobre la práctica clandestina de la solidaridad. Resistir sin armas supone dar ayuda a todos los que son víctimas de la represión del poder, ya sea por estar implicados a nivel político en contra del régimen –opositores–, ya por ser perseguidos por este por motivos de cumplimiento de la legalidad vigente –fuera de la ley–. En los dos casos la ayuda se convierte en un acto de resistencia civil, pero no deben ser confundidos. El primero evidencia unos tintes políticos que el otro no exige. A nivel de países ocupados por los nazis tendríamos la diferencia entre quien presta ayuda a los maquis y quien la da a los judíos, sin que tenga por qué haber coincidencia de sujetos colaboradores. En ambos casos se trata de un auxilio altruista y peligroso, pero en el caso de la solidaridad con la comunidad judía se vincula con sentimientos humanitarios y no de afinidades políticas. Para Galicia el suceso del diputado agrarista Alonso Ríos ejemplifica el contraste entre la activación de la solidaridad con un carácter más político y aquella otra con tintes más compasivos. En su periplo para escapar de la represión franquista es socorrido por mucha gente que si hubiera sabido que era un fuxido no lo habría hecho, pero sí se comprometen en su socorro por causas humanitarias.1
En España la mayoría de los estudiosos de las actitudes sociales han optado por no elaborar categorías y seguir las establecidas por los autores de la Historia Cotidiana Alemana. Una excepción a esta tendencia la constituye Ramiro Reig (1999), que se fundamentó en el estudio empírico realizado para la Comunidad Valenciana. El autor realiza una división cuatripartita. Distingue entre una resistencia ética, que define como «fidelidad a las propias convicciones y resistencia a suplicar al vencedor en gestos más o menos visibles con los que el actor pretendía solamente mantener su propia coherencia» (Reig, 1999: 42); la transgresión, entendida como todas aquellas acciones que rompen las normas; la protesta, categoría en que sitúa las resistencias llevadas a cabo en el terreno laboral y aquellas que tuvieran la vía judicial como medio de expresión; y, finalmente, la resistencia organizada, que se corresponde con los actos realizados ya en la última etapa del franquismo en los que formas como las huelgas y las manifestaciones aparecen, es decir, cuando son activadas formas de oposición organizadas y abiertas.
Nosotros proponemos un organigrama también en cuatro categorías: resistencia abierta, no dirigida, institucionalizada e implícita. Optamos por aproximarnos a la resistencia tal y como entendemos que se debe hacer con la conflictividad y las formas por ella adoptada, en tanto que la resistencia civil no es más que esa conflictividad inscrita en periodos faltos de libertad para la expresión del descontento. Lo haremos siguiendo la tipología de los sociólogos Edwards y Scullion (1987: 27-33), que entendemos como la más válida para superar dicotomías tradicionales que deben ser dejadas atrás para identificar las acciones colectivas: primitivo/moderno, prepolítico/político, reactivo/proactivo. En nuestra opinión, la resistencia civil se compone de actitudes y actividades que suponen disentir, transgredir y protestar. Disentir implica mostrar no conformismo y engloba todo aquello que remita a la resistencia simbólica o «ética» (no cumplir con los preceptos religiosos, no acudir a una reunión obligatoria, vestir una prenda roja, etc.). Transgredir supone rechazar cumplir las medidas establecidas (no pagar tasas, no prestar el trabajo obligatorio estipulado, etc.). Y protestar consiste en evidenciar ante el sistema la necesidad o pertinencia de que cambie o retire sus disposiciones con respecto a algún ámbito (recursos ante la justicia, cartas de quejas, etc.).
Existen formas que aglutinan una naturaleza híbrida y pueden inscribirse en más de una categoría, como el elevar un pleito a alguna disposición legislativa, ejemplo de conflicto abierto e institucionalizado. Optaremos por clasificar las formas de protesta en aquella categoría que resulte más definitoria, una opción que no es óbice para reconocer su doble condición. Nuestra pretensión está en ofrecer un repertorio de formas de resistencia civil genérico en que se dé cabida a los múltiples actos y actitudes que fue posible documentar en el rural gallego en los años cuarenta y cincuenta y que fueron interpretados por el propio sistema político como agresiones contra su soñada paz social. Para nosotros la diferencia fundamental entre las tres muestras de resistencia civil no radica en la gradación que supone pasar de disentir a protestar, sino en la elección del escenario. Este es el que hace que la resistencia se exprese de manera abierta, haciendo partícipe al Estado, o se realice sin una finalidad expresa. La validez de una forma de resistencia en nuestra opinión no viene dada tampoco por el número de protagonistas de esta sino que se define por el malestar creado al dominador, por el revés que le supone a este, sea persona o institución, y por lo que significa de muestra de fidelidad a las ideas propias y de establecimiento de un cierto grado de autonomía ante las imposiciones.
Y si los sujetos no permanecen estables en el tiempo, tampoco las formas de resistencia lo hacen. El desarrollo histórico del régimen y de los propios protagonistas de la resistencia civil hace que todas las formas de acción no aparezcan en el mismo momento ni con la misma intensidad. La acción de protesta tiene su espacio y sus formas en el tiempo. No se valora por igual una forma de protesta en el tiempo porque esta no tiene la misma «utilidad» (desde el punto de vista del actor) ni el mismo potencial erosionante (desde el punto de vista del sistema). Un caso evidente es el del incendio. Su reducida presencia como «arma» de protesta en los años cuarenta y cincuenta responde no a una actitud pasiva o adaptaticia de las comunidades afectadas a primera hora por la repoblación de su monte comunal, sino a una preferencia por parte de estas por otras formas de protesta en razón de que en los primeros años trataban de paliar una decisión política y para eso entendían que eran más útiles otras acciones como, por ejemplo, las quejas, las peticiones administrativas o el pastoreo ilegal. Pero, a partir de los años sesenta, lo que buscan las comunidades es destruir la «obra del enemigo», la masa forestal, y ahí sí que demuestra toda su racionalidad el uso del incendio forestal.
Como se verá, las formas de contestación se interrelacionan siguiendo el criterio de eficacia y oportunidad de sus protagonistas. A menudo, por ejemplo, las fórmulas que adopta la resistencia abierta se mezclan y cohabitan entre sí y con muestras de otros tipos de resistencia como la institucionalizada. En otras ocasiones unas fórmulas relevan a las otras, lo que no evidencia una progresión o regresión de la resistencia, sino una reconsideración de la estrategia entendida como más apropiada en razón de las dos variables más importantes que presenta la resistencia civil: máximo beneficio y mínima represión.
Resistencia abierta: de cara y/o con determinación
La resistencia abierta es, por su naturaleza, la más fácil de reconocer tanto por persistir en la memoria colectiva como por estar reflejada en la documentación oficial. Ejemplos de esta forma de resistencia son: la negativa o el atraso en el pago de las diferentes tasas y cuotas impuestas por el sistema franquista, la resistencia simbólica, los boicots, el desacuerdo a nivel discursivo y la realización de motines. El absentismo en reuniones y eventos obligatorios o «convenientes», véase actos públicos programados por las autoridades, misas, etc., también está en este nivel de resistencia, al igual que la negativa a participar en programas elaborados desde la Administración que, para su éxito, dependían de la colaboración popular.
1. Negativa a la realización de pagos
Como señala Peter Burke, «toda acción social se considera resultado de una transacción constante del individuo, de la manipulación, la elección y la decisión frente a la realidad normativa que, a pesar de que sea omnipresente, permite, sin embargo, muchas posibilidades de interpretación y libertades personales» (Burke, 2003: 121). Y, ciertamente, en Galicia, una forma de acción social partió de la decisión de no seguir las normas establecidas en diferentes ámbitos, como la relativa al cumplimiento de las disposiciones económicas extractivas.
La negativa a realizar distintos pagos y declaraciones que entrañaban una cotización económica o material forma parte de las armas propias de la cultura campesina. Situada al margen de la legalidad, los protagonistas de esta forma de protesta eran conocedores del riesgo de represión que conllevaba.2 Con el rechazo a realizar los pagos asignados por las autoridades se trataba de minimizar los efectos del aumento impositivo decretado y de responder a la política de control de producción y precios establecida por el franquismo en su busca del ideal autárquico, ampliando así las bases de supervivencia. Un ejemplo de este tipo de resistencia lo tenemos en la no colaboración con las cuestaciones o subscripciones decretadas por las autoridades. Estamos hablando del plato único, de auxilio social, de tómbolas patrióticas, de donativos para mantener las tropas sublevadas (prosubsidio al combatiente, donativos al Ejército Salvador, suscripción a Soldados de Asturias), financiamiento de Falange u homenajes o contribuciones con motivo de la visita de Franco a alguna localidad, entre otras.3 Pero, sin duda, la repulsa a la entrega del cupo fue la actuación más popular, seguida de la protesta contra las tasas derivadas de la confección de los amillaramientos.
En España, el intervencionismo económico, al servicio de la opción autarquía, focalizó la política económica y agraria del régimen incluso antes de acabar la contienda civil, desde 1937 –con la constitución del Servicio Nacional del Trigo– y 1938 –con la creación del Servicio Nacional de Abastecimiento y Transportes–. El autoritarismo y la política intervencionista, realizada ad hoc de la defensa de los intereses de determinados grupos empresariales, provocaron y aceleraron el fraude en las prácticas económicas, comerciales y fiscales, como ha demostrado, entre otros, Carlos Barciela (1986b y 2003). La política autárquica y el intervencionismo conllevaron el establecimiento de cupos y la reglamentación de tasas de producción y de precios, dando pie a un negocio de especulación y a un mercado negro que afectó a todos los niveles de la economía y a la práctica totalidad de la población. El sistema de cupos en la producción agraria se implantó en la campaña 1944-1945 –un año después de la cartilla de racionamiento– y, según lo establecido, se obligaba a los productores a realizar una declaración de la cosecha venidera. A partir de esta declaración, que los alcaldes y las juntas locales agrícolas debían validar, la Junta Provincial de Distribución de Cupos fijaba los cupos municipales y las juntas locales hacían la distribución de los cupos por explotación.
El organismo franquista que más sufrió esta forma de protesta en los años cuarenta fue el Servicio Nacional de Trigo, al que los agricultores debían informar sobre la cosecha real obtenida anualmente, base sobre la que se imponía la entrega del cupo forzoso de determinadas producciones. Ambos procesos, el de declaración y el de entrega, provocaron la reacción de los cultivadores por considerarlos tremendamente onerosos e injustos. Las numerosas y continuas sanciones, tanto por negarse a cumplimentar el impreso de declaración de cosecha como por atraso o incumplimiento del pago del cupo, que tuvieron que tramitar en principio el gobernador civil ...