IV.
APUNTES BREVES PARA UN CINE BREVE: DIEZ PASOS EN LA OSCURIDAD
El analfabeto del futuro no será un iletrado, sino un ignorante en materia de fotografía.
MOHOLY-NAGY
1. Comentarios viendo La hora de los hornos hoy
Vivimos en mundos diversos, mundos completamente distintos unos de otros. No solo mundos individuales, ya que cada uno de nosotros tiene diferentes perspectivas, valores y recuerdos, sino también mundos sociales distintos y mundos históricos distintos. No hay continuidad entre estos mundos, sino cortes profundos que los separan, por lo que todos los mecanismos empleados para conectarlos resultan erróneos al partir de la base de que es posible establecer esta conexión inmediata. Pero no es así. De hecho, el cine (y en particular, a modo de ejemplo, el documental que Pino Solanas realizó en 1968, La hora de los hornos) pone de manifiesto estos cortes, al disponer contiguamente aquello que está alejado en todos los sentidos. De esta manera, la metonimia sirve como metáfora. Pero además la disparidad se hace visible en la comparación inmediata de un mundo y otro. Nos parece que nos conectamos con los diferentes mundos, esencialmente, a través de la emotividad y del conocimiento. Sentimos afectos por la imagen de otro mundo (un pobre niño latinoamericano de los cincuenta, por ejemplo) o intentamos comprenderlo. Pero la emotividad la sentimos hacia la imagen del niño que corresponde a nuestro mundo: no solo porque se trata de una película, es decir, de una imagen, sino porque, si reflexionamos sobre el hecho, nos damos cuenta de que sentimos el afecto desde nuestro mundo y una vez la imagen ha penetrado en nuestro mundo (provenga o no de él: esté o no confeccionada de acuerdo con él). Es más: el propio afecto que sentimos es una comunicación unilateral, de nosotros hacia nosotros, que no comprendería el sujeto del otro mundo que parece mirarnos, pero en realidad no nos ve: él no comprendería nuestro afecto, como tampoco comprendería seguramente nuestra mirada que ahora proyectamos sobre la pantalla, la naturaleza de unos ojos que miran sin realmente ver, en el sentido amplio que tiene la visión cuando realmente está anclada en un lugar concreto y siente con ese lugar. En realidad esa mirada de la pantalla hacia nosotros es nuestra propia mirada dirigida, elípticamente, a nosotros mismos.
Lo mismo sucede cuando contemplamos imágenes del pasado (de nuevo, el ejemplo es La hora de los hornos): pertenecen doblemente a otro mundo. El cine documental es una máquina de provocar anacronismos. ¿Por qué pensamos que este mundo colinda con el nuestro tan perfectamente que pueden producirse contactos inmediatos? El pasado es otro mundo, y el mundo al que pertenece cada objeto y cada personaje es otro mundo también: mundos que no siempre tienen por qué superponerse ni mucho menos coincidir. El conocimiento tiene el mismo valor que los afectos, aplicamos nuestro conocimiento al mundo que vemos en la pantalla y por lo tanto hacemos nuestro el otro mundo, pero difícilmente lo conocemos tal cual es. Acaso lo conozcamos «objetivamente», que quiere decir que conocemos una versión «estándar» de ese mundo: una versión que no es nuestra, ni del mundo, ni de otros mundos. De hecho, sigue siendo una versión nuestra, pero la disfrazamos de producto «estándar», válido para todos los mundos (que comparten valores con el nuestro), excepto para el mundo en sí.
La hora de los hornos de Fernando «Pino» Solanas, es un monumento histórico precisamente porque evita circunscribirse a lo testimonial. Es más, convierte las imágenes testimonio en motivo de reflexión: «la guerra en Latinoamérica se libra ante todo en la mente del hombre», afirma la voz en off del film. Es a partir de esta constatación como la película se inserta en nuestra realidad como el retorno de un recuerdo reprimido. Al parecer, ahora que hablamos tanto de poscolonialismo, nos habíamos olvidado de una fase crucial del camino que nos ha llevado hasta él: la fase del neocolonialismo que se denuncia en el ensayo de Solanas. Sin la conciencia del neocolonialismo no podemos comprender el poscolonialismo. Sin asumir esa guerra perdida que vuelve a actuar para nosotros cuando contemplamos La hora de los hornos nada es posible en el actual momento de lo que Stiegler denomina psicopoder1 y que nos sitúa en la aguda miseria emocional e intelectual de la actualidad.
El film-ensayo no pierde vigencia ya que constituye una constante arqueología del presente, tal como la entendía Walter Benjamin. La mayoría de los documentales se han convertido en historia, pero los films ensayo conservan siempre aquello que los hace irreductibles: el testimonio de un pensamiento que está aún vigente porque sus postulados no han sido resueltos y porque el pensamiento como acto siempre se mantiene vivo. Es así, a través de esta filigrana que une pasado con presente movilizándolos dialécticamente a los dos, como todo film-ensayo se convierte en un film necesariamente político.
El recorrido que La hora de los hornos hace por la situación de Latinoamérica de los años sesenta y, en concreto, su incidencia en Argentina activa de nuevo nuestra imaginación muchos años después de que el dispositivo se pusiera en marcha en unas circunstancias muy concretas y en el marco de un imaginario no menos delimitado. Todo ha cambiado desde entonces, ha cambiado incluso el imaginario que hacía posible esa película: creo que incluso en Argentina se les hará difícil reconocerse en ese trágico paisaje que exponen sus imágenes. No porque las circunstancias hayan variado tan drásticamente, sino porque ha cambiado, como digo, el imaginario y ya no nos es posible ver la realidad con los mismos ojos de entonces, ya no alcanzamos a reconocer las mismas capas de la realidad, aunque puedan seguir estando ante nuestros ojos. Las palabras no suenan igual; las imágenes, en sí mismas, si fueran solo imágenes del momento, no se expresarían igual entonces que ahora. Todo es historia, menos la reflexión que se emprende en el film y que sigue viva en estos momentos, atacando en su corazón el nuevo imaginario que hace incomprensible aquel imaginario. Es esto lo que convierte, como digo, el film-ensayo en un proyecto político, aunque parezca no estar inscrito en lo que denominamos cine político. Porque de lo que se trata ahora no es de luchar contra el poder directamente, sino de resistir a la colonización de la mente que Solanas denunciaba en sus inicios y que ahora domina todo el paisaje de lo real: por ello se entendía ya entonces que el proceso de neocolonización era una colonización por otros medios.
Hemos ido retrocediendo: de la lucha por el espacio nacional, se pasó, casi al unísono, aunque en geografías distintas, a la lucha por el espacio de la vida cotidiana, de los situacionista con Guy Debord a la cabeza. Ahora estamos ya defendiendo nuestro espacio mental, que se empezó a colonizar al mismo tiempo que se colonizaban esos territorios: en el momento en que el campo de batalla es el imaginario, lo que en verdad se discute es la propia realidad, los parámetros de lo real en sí mismo.
Solanas utiliza en «La hora de los hornos» principalmente tres recursos retóricos:2 la narración, la argumentación y la emblemática. De las dos primeras, no es necesario hablar porque son suficientemente conocidas, pero en cambio sí conviene resaltar la novedad que supone la tercera no porque la forma de los emblemas sea algo estrictamente actual –pertenece al Barroco–, sino porque quizá no se había pensado suficientemente en ellos como un dispositivo capaz de ser actual. Para llegar a comprender el concepto actual de emblema, tal como lo utiliza Solanas y como lo utilizará luego Godard, debemos retrotraernos a lo que he dicho hasta ahora de La hora de los hornos: cómo la película pone en primer término las cuestiones relacionadas con la supervivencia y la caducidad del documental; cómo establece, a través del tiempo temporal que crea su estructura ensayística, la efectividad de una recepción compleja de ese tipo de cine. Asumiendo lo que el film de Solanas nos enseña en este sentido, podríamos efectuar una nueva y significativa lectura de toda la historia del documental.
Las imágenes del film no eran entonces imágenes para el recuerdo, ni por consiguiente son ahora imágenes-recuerdo. No eran tampoco imágenes testimonio –nada tenían que ver con el típico noticiero o géneros afines– y por lo tanto no son ahora imágenes históricas. Es su condición emblemática la que les permite llenar estos huecos que dejan el testimonio y la historia en su discurso. De la misma manera que al contemplar ahora los emblemas de Barroco percibimos la distancia que nos separa del el imaginario que los produjo, pero en cambio somos capaces de reconstruir ese imaginario a través de las formas que lo transportan, también las imágenes de Solanas son ecos lejanos de otro mundo que nos llegan a través de la forma de estos. Como imágenes históricas solo puede conectar con nosotros a modo de espejos en el que nos vemos reflejados, pero como emblemas nos ponen de nuevo a pensar. No creo que Solanas supiera entonces que estaba confeccionando este tipo de imágenes emblemáticas, como tampoco creo que supiera que estaba haciendo un film-ensayo, a pesar de que Pasolini ya había realizado La rabia años atrás: pero el término film-ensayo no casaba con ese imaginario no porque no se hubiera utilizado ya, sino porque, de todas formas, su impulso semántico se agotaba inmediatamente al no poder conectar con otros ámbitos de la imaginación. Las esferas del ensayo y lo fílmico permanecían aisladas en la mente de entonces, a pesar de que a alguien pudiera ocurrírsele conjuntarlas ocasionalmente: eran como una imagen poética cuyas verdaderas dimensiones no se descubrirán hasta años después, a pesar de que esta se halle efectivamente incluida en un poema. La condición emblemática de las imágenes de la miseria y el terror de Latinoamérica, así como las de los poderes que la colonizaban mental y físicamente, surgía del hecho de que no eran ni imágenes testimonio, propiamente dichas, ni imágenes para el recuerdo: ni siquiera eran imágenes críticas en el sentido de provocar un impacto directo en el espectador. Eran un tipo de imágenes nuevo, que empezaba a surgir entonces en el cine, imágenes que sin corresponder a ninguna de las categorías mencionadas tendían sin embargo hacia todas ellas: imágenes que se colocaban en el centro de la constelación formada por esas posibilidades y experimentaban las tensiones que la atracción de cada uno de esos polos ejercía sobre ellas, las cuales sin embargo permanecían, tensionadas, en ese centro.
El film de montaje, en esos momentos, se transformaba en otra cosa, puesto que las imágenes que componían ese tipo de films (pensemos en la obra de Santiago Álvarez: por ejemplo, LBJ, del mismo año que la película de Solanas) tenían la particularidad de poseer todas las características de las imágenes de archivo, sin apenas haber pasado por el archivo. Ello no quiere decir que los cineastas no recurrieran al archivo para conseguir algunas de sus imágenes (prácticamente todas en el caso del citado film de Álvarez), sino que ese paso por el archivo no las transformaba con la intensidad con que normalmente afecta el archivo a las imágenes: las imágenes de esos nuevos documentales eran imágenes de un archivo del presente. Activadas como si fueran imágenes «originales», pero a la vez imágenes «históricas» como si hubieran permanecido en un archivo cien años. Eran por consiguiente imágenes declinadas en tiempo futuro: las características efímeras del archivo que las había contenido hacían que, en lugar de haber sido ancladas en un tiempo que se convertía en pasado a marchas forzadas, transformaran ese tiempo de archivo en un activo de futuro. Con ellas, los cineastas podían hablar al presente en clave de futuro.
Eran imágenes emblemáticas porque con ellas la realidad se convertía en idea: en idea visual, alimentada por una voz en off, a modo de los epigramas que acompañan la emblemática tradicional. George Didi-Huberman nos descubre ahora la génesis de estas formas emblemáticas de la modernidad en un trabajo prácticamente olvidado (o quizá relegado al olvido) de Bertold Brecht, el denominado ABC de la guerra o Kriegsfibel, publicado en Berlín este, en 1955, a modo de atlas fotográfico de la guerra. Según indica Didi-Huberman, un documento «encierra al menos dos verdades, la primera de las cuales siempre resulta insuficiente».3 Es por ello que Brecht nos incita a descubrir esa segunda verdad de las imágenes fotográficas (documentales), colocándolas en una disposición emblemática que es consecuencia no solo del hecho de que las presenta aisladas y con el acompañamiento del mencionado epigrama que amplía su significado (un poema, una líneas evocativas), sino también porque son imágenes que se presentan a partir precisamente de su segundo significado posible, como las de Solanas o las de Santiago Álvarez, o como las del Pasolini de La rabia (1963). Han perdido su condición testimonial y han escapado del cementerio de la historia para convertirse en imágenes dirigidas al futuro a través del pensamiento. La idea que hay detrás de la operación de Brecht de recoger fotografías y exponerlas fuera de contexto, a veces enfrentándolas unas con otras, se basa en el hecho de que «la gran ignorancia sobre las relaciones sociales que el capitalismo cuidadosa y brutalmente mantiene convierte las miles de fotografías publicadas en las revistas ilustradas en verdaderos jeroglíficos, indescifrables para el lector ignorante».4 Brecht somete la creciente avalancha de imágenes de prensa a una operación hermenéutica y alegórica a la vez: escoge determinadas imágenes de ese flujo insensato y nos pone en disposición de poder desplegar los significados que contienen y, al mismo tiempo, nos alerta con esta operación sobre la ineficacia de la prensa ilustrada, así como su operación enmascaradora.
La acción de Brecht es también una operación de montaje, pero de un tipo muy distinto al montaje cinematográfico tradicional, que corre siempre el peligro de escamotear tras el movimiento naturalizador el potencial reflexivo de la imagen. Tampoco efectúa una foto-ensayo, a la manera de Walker Evans, cuya pretensión testimoniadora solo producía imágenes del presente, rápidamente convertidas en imágenes para la historia. Su operación es emblemática, de una emblemática marxista, como la calificaba Reinold Grimm: «marxista en su contenido, emblemática su forma».5 «La hora de los hornos» iba en dirección contraria al documental tradicional, de la misma manera que el Kriegsfibel de Brecht iba en contra de las operaciones informativas de la prensa: porque en la prensa «solo se ofrece una realidad que no es segura, que está filtrada –y una realidad a la que se da una forma insuficiente, lo cual quiere decir por consiguiente: una realidad falsificada–. Porque no hay otra objetividad que una objetividad artística. Solo ella puede representar un estado de cosas de manera conforme a la verdad».6
2. ORSON WELLES: en las fronteras de la pedagogía7
Todo es posible a condición de ser lo suficientemente insensato.
ORSON WELLES
El bulevar, dice Benjamin, es la vivienda del flâneur, que está como en su casa entre las fachadas, igual que el burgués en sus cuatro paredes.8 No parece que la afirmación se dirija tanto a constatar la decadencia del mundo burgués, como a plasmar el hecho de que el flâneur es un tipo de ciudadano que no ha dejado de vivir en un mundo burgués, solo que este ha ensanchado sus cuatro paredes hasta hacerlas coincidir con las fachadas de los bulevares. La ciudad moderna se convierte así en el equivalente sumamente ampliado de una residencia burguesa. Julio Verne llevó esta tendencia al paroxismo al narrar aventuras burguesas por todo el ancho mundo sin salir de las cuatro paredes de su gabinete de trabajo. Se trataba de una extravagancia que coincidía con el imperialismo de las grandes naciones, especialmente, la inglesa, que trataba su imperio como una sala de estar o, a lo sumo, un jardín poco cuidado de la casa de campo.
En cualquier caso, era el mundo el que ahora se convertía en una inmensa casa, tan intrincada como el típico domicilio victoriano, que no está necesariamente circunscrito al mundo anglosajón, como lo prueba el hecho de que siempre se dijo que la idea de la mente freudiana proviene del laberíntico claroscuro típico de esa distribución doméstica. El flâneur se sentía, pues, en la ciudad como en su propia casa, y paseaba por las calles como Xavier de Maistre se había paseado, años atrás, por su habitación durante un arresto domiciliario que le permitió escribir una curiosa descripción de ese cuarto, titulada ni más ni menos que Viaje alrededor de mi habitación, título en el que se observa la antinomia de la casa y el viaje que el paseante ciudadano empezó a resolver más tarde con sus deambulaciones urbanas.
Pero si bien la ciudad era como una enorme casa, el burgués que se movía por ella era de un espíritu mucho más ligero que el del que se formaba entre las cuatro paredes estrictas de la suya. El burgués, comerciante aposentado y con una ligera inclinación hacia las aventuras financieras como único deporte de riesgo que estaba dispuesto a practicar, daba paso a un burgués abierto a lo imprevisto. Como sigue explicando Benjamin, es así como Dumas, en su Mohicans de Paris, crea la figura de un héroe que decide «entregarse a las aventuras persiguiendo un jirón de papel que ha abandonado a los juegos del viento»,9 una operación que no está exenta de peligro, como lo prueba el hecho de que, como dice Benjamin, «cualquiera que sea la huella que el flâneur persiga, le conducirá a un crimen».10
La sociedad está a punto de concebir un nuevo tipo psicosocial cuyas características más destacadas serán: moverse por el mundo como por su casa, perseguir ágilmente ideas igualmente volátiles y estar siempre al borde del desastre. Desde la perspectiva de la mentalidad burguesa clásica, de cuyo seno ha surgido este monstruo, el desastre estaba cantado y la propensión a este se contempla como un defecto del carácter. Es lo que se acostumbraba a decir de Orson Welles, que elevó esta tipología a una categoría intelectual.
Nadie en la historia del cine, y prácticamente nadie en la historia de la cultura, se ha mostrado tan polifacético en todos los sentidos como Welles. Solo los genuinos aventureros y los aventureros capitalistas, que tienen muchas cosas en común, han cambiado tanto de residencia y han sometido el arte y la propia realidad a tantas pruebas como el cineasta. Welles tiene algo de ambos, pero sobre ese frenético deambular por el mundo y esa propensión al riesgo se levanta un monumento intelectual y estético que no solo lo redime a él sino a toda la tendencia caracterológica que representa.
Podríamos decir que Orson Welles fue un genuino hombreensayo, quizá el único de su especie, ya que pocos artistas e intelectuales se han movido con tanta facilidad y de forma tan destacada por medios tan distintos como el teatro, la radio, el cine, la televisión, el periodismo, el espectáculo e incluso la narrativa. Pocos han probado fortuna en tantos y tan distintos países y muy pocos, desde luego, han conseguido extraer tanto éxito de sus ap...