Las incursiones de Fichte, a diferencia de sus compañeros de generación (Kant, Schelling, Hegel, Schlegel, Schiller…), en el territorio de la estética son, comparativamente, exiguas. Pero si bien no se prodigó en esta disciplina, la extensión y relevancia de esas incursiones están en razón inversa, como testimonian los materiales que traducimos, que, además de ofrecer desde un original ángulo un esclarecimiento de la filosofía en que se enmarca, la Doctrina de la ciencia, fueron decisivos para entender los derroteros que seguirá la estética en el idealismo y el romanticismo.2
1. Anécdota y nudo gordiano en la disputa de Las Horas entre Fichte y Schiller
A menudo se ha tendido a escamotearle a esta disputa rango filosófico, reduciéndola a un rifirrafe entre dos colosos que no quieren ver erosionado su prestigio. Este reduccionismo banal eleva a tema lo que es simple anécdota y se apoya en estrechar los vínculos de Schiller con las Musas y de Fichte con Minerva, a fin de desvanecer la opinión de que estamos ante una confrontación filosófica y apuntalar la idea de que se trata de estridencias meramente caracterológicas o, a lo sumo, de una querella, en el fondo desvaída, que enfrenta los celos profesionales de dos poderosas personalidades o géneros literarios inconmensurables: el ars poetica y la filosofía. A despecho del narcisismo proverbial del estamento intelectual,3 la polémica que aquí se dirime no estriba en una nimia diferencia de prurito, pues ello comportaría equiparar ambos contendientes a la caricatura schilleriana del ganapán o sabio a sueldo (Brotgelehrte), que representa un punto de vista equivocado para «determinar el valor de una ciencia».4
La disputa de Las Horas se desata en 1795. Esta revista de efímera vida fue fundada por Schiller durante el primer año de Fichte en Jena y pretendía tener un carácter interdisciplinar y alejarse de las discusiones técnicas y de la elegancia superferolítica. Fichte, que, junto a Wilhelm von Humboldt y Karl Ludwig Woltmann, pertenecía al consejo de redacción de la revista (más tarde se unirían Goethe y Herder), ya había entregado un artículo para el primer número de enero de 1795, Sobre el estimulo y el incremento del puro interés por la verdad.5 En este artículo Schiller se había atrevido a introducir algunas correcciones. Su autor, ¡in embargo, reclamó la reproducción de la versión original (GA m/2, 227; 1/3, 77 s.). La colaboración fichteana delataba el encorsetamiento :tico de la estética:
el impulso estético debería ciertamente subordinarse, en el hombre, al impulso hacia la verdad y al supremo de todos los impulsos, el que persigue la bondad ética (GA 1/3, 84).
Ese encuadre moralista que culminará con la inclusión del arte en m apartado del Sistema de la doctrina ética (1798) jalea el incipiente antifichteanismo de Schiller.6
Pero el fuego de la discordia fue atizado por otra contribución de Fichte, Sobre el espíritu y la letra en la filosofía. En una serie de cartas, comprometida para el séptimo número de Las Horas, de finales de julio ) comienzos de agosto de 1795. Schiller rechaza publicarla, aduciendo sin rebozo su presentación «árida, pesada y… confusa»,7 y, por lo tanto, no le parece apta para el público al que quiere destinar la gaceta. La respuesta de Fichte está a la altura del desaire de su colega:
No habéis entendido en absoluto la idea en su conjunto; pues el sentido que le dais no tiene ningún sentido. […]. Estoy espantado a la vez por la demencia y los motivos innobles que habéis tenido que atribuirme. ¡En qué tipo de chapucero me convertís! (GA m/2, 336-337).
Asistimos a un diálogo de sordos, en el que los interlocutores se obstinan en justificar su propia posición para abalanzarse sobre la ajena, pero ninguno pretende situarse en la excéntrica de la filosofía, sino que, por el contrario, porfían en mantenerse fieles a lo que consideran el discurso genuinamente filosófico. Sus desavenencias se refieren, en primer lugar, a la forma expositiva del ensayo fichteano y, por extensión, de la filosofía en general. En segundo lugar, aquí está involucrado el par conceptual espíritu y letra, lo que exige una elucidación de su significado en ese contexto cultural, por un lado, y de los afectos y desafectos entre el espíritu filosófico y el estético, por otro.
2. El arte de escribir filosofía: los estilos científico, popular y bello
Gadamer acierta al aquilatar filosóficamente y, por ende, hermenéuticamente la disputa entre Fichte y Schiller, pero al mismo tiempo subestima el papel del estilo e incluso de la estética en ese debate. Según el autor de Verdad y método,
con los criterios estéticos empleados por uno y otro no acaba de verse una salida a la disputa en cuestión. Y es que en el fondo el problema no es el de la estética del buen estilo, sino el de la cuestión hermenéutica. […]. El «arte» de escribir, igual que el de hablar, no representan un fin en sí y no son por lo tanto objeto primario del esfuerzo hermenéutico.8
La controversia entre estos «dos grandes escritores filosóficos alemanes» pone de relieve una distinta a la vez que necesaria coyunda entre hermenéutica, estética y arte de escribir. El modo de entrelazar esos ingredientes, todos ellos de gran calado a pesar de la desigual valoración gadameriana, configura paradigmas diferentes. Hemos de escrutar los entresijos de esa diversa imbricación.
Schiller puede permitirse su rudo proceder al amparo de las directrices programáticas esbozadas en el Anuncio de Las Horas de diciembre de 1794. Ellas contienen inequívocas instrucciones sobre la «forma» de los artículos candidatos a ser publicados:
Se perseguirá hacer de la belleza una intermediaria de la verdad, y darle a la belleza, a través de la verdad, un fundamento más duradero y una dignidad más elevada. En la medida en que sea factible, se liberará a los resultados de la ciencia de su forma escolástica y se intentará hacerlos comprensibles al sentido común en una envoltura atractiva, o por lo menos sencilla. […]. De esta manera se cree contribuir a la superación de la barrera que separa el mundo bello del académico y erudito para desventaja de ambos, a fin de introducir así conocimientos básicos en la vida social y gusto en la ciencia.9
No cabe confundir este desiderátum con una vulgarización del conocimiento riguroso mediante una presentación rudimentaria y trivial, sino con la tentativa de unir saber y arte, de enlazar la escritura científica y la bella. El incumplimiento de ese desiderátum por parte de Fichte es especialmente grave, por pertenecer éste al consejo de redacción y tener que velar, con el resto de sus miembros, por el acatamiento de todas las colaboraciones a las normas vinculantes aquí enumeradas.10 El mensaje que ha de transmitir ese órgano es la necesidad de rescatar un ensanche de la kalokagathia, la hermandad de lo verdadero, lo bueno y lo bello, bajo cuyo estandarte se debe «unir de nuevo el dividido mundo político». La ontología política de la Revolución Francesa es incapaz de «promover auténtica humanidad», y tan sólo es fuente de desgarros. El «demonio persecutorio de la crítica al Estado» en que ha degenerado una Ilustración obtusa ha ahuyentado a «Musas y Gracias», a las que es menester invocar y convocar otra vez, ha abocado al tumulto social y desencadenado la guerra (op. cit, pp. 149-150).
Ese mensaje de rescate de la comunión triádica de verdad, belleza y moral no puede engalanarse con formas escolásticas, pues sería entonces malversado. Tal malversación fulminaría la divisoria entre el ganapán y el filósofo, entre el sabio mercenario y el inspirado por el amor a la cultura –no sólo del entendimiento, sino también del gusto. Schiller acusa a Fichte de cultivar un estilo obsoleto y connivente con el espectro de violencia revolucionaria, de permanecer encallado en sus formas vetustas y beligerantes. La tarea de quien todavía le rinde culto consiste en
exponer a la vista sus tesoros memorísticos acumulados y procurar que éstos no disminuyan su valor…; cada innovación importante le espanta, ya que rompe las viejas formas escolásticas que tan penosamente había intentado aprender y le pone en el peligro de perder todo el trabajo de su vida anterior. […]. Lucha con malicia, con rabia, con desesperación, porque junto al sistema de escuelas defiende al mismo tiempo toda su existencia (op. cit., p. 3).
La actitud del auténtico sabio, de la mente filosófica, es muy otra;
él ha amado la verdad más que a su sistema, y cambiará con gusto la forma antigua y defectuosa por una nueva y más bella. Si ningún trazo del exterior sacude los cimientos de su edificio de ideas, obligado por una tendencia eternamente activa hacia el perfeccionamiento, él mismo es el primero que lo desmonta completamente para volver a construirlo de manera más perfecta. A través de formas intelectuales siempre nuevas y siempre más bellas avanza el espíritu filosófico a una mayor altura, mientras el sabio a sueldo, el ganapán (en una eterna inactividad de espíritu), protege la unicidad estéril de sus conceptos escolásticos (op. cit., p. 5).
Schiller, a la vez que aspira a encamar de manera eminente el modelo de la «mente filosófica»,11 oficia de férreo custodio de lo desgranado en el Anuncio de Las Horas, amén de exhibir algunas de las hebras con las que ha ido tejiendo en su correspondencia con Körner de 1792 y 1793 el proyecto nunca consumado de Kallias o Diálogo sobre la belleza (NA XXVI, 170-171). En el borrador de la carta del 24 de junio de 1795 le dice a Fichte:
De una buena presentación exijo por encima de todo igualdad del tono y, si debe tener valor estético, una acción recíproca (Wechselwirkung) entre imagen y concepto, y no una alternancia (Abwechslung) entre ambos (GA III/2, 334-335).
La mención al «valor estético» no es baladí, pues desvela el objetivo de Schiller, la educación estética, a cuyo servicio está el estilo elegido. Sólo el halo de la belleza bendice y une a los otros dos miembros de la trinidad, verdad y moralidad.12 Fichte, en cambio, pone su estilo al servicio de la transmisión del saber. En un ensayo contemporáneo a esta polémica –en su origen puede sospecharse la tensión creciente entre ambos–, aparecido en Las Horas a finales de 1795, con el elocuente título «De los necesarios límites de lo bello, en particular en la exposición de verdades filosóficas (Von den notwendigen Grenzen des Schönen, besonders im Vortrag philosophischer Wahrheiten)», el artista distingue varios tipos de exposición. La implicada en nuestro litigio es la que denomina el «modo verdaderamente bello de escribir» (wahrhaft schöne Schreibart) (NA XXI, 8). Esta escritura consigue reflejar una síntesis del pensamiento y de la intuición, una armonización de las fuerzas sensibles e intelectuales del hombre. Aquí se incoa un proceso contra la antropología kantiana13 –de la que se hace partícipe a Fichte.
El agraviado se defiende atacando. Schiller cifra el carácter popular de sus escritos en el «inmenso caudal de imágenes» que emplea
casi por doquier en lugar de conceptos abstractos. […]. Para mí –prosigue Fichte en el borrador de su carta del 27 de junio de 1795– la imagen no ocupa el lugar del concepto, sino que viene antes o después del concepto, como un símil del mismo. […]. Tengo primeramente que traducir todo lo que decís antes de que pueda entenderlo, y eso mismo les ocurre a otros (GA III/2, 338-339).
Luego esa presunta popularidad es falaz, ya que la comprensión de los escritos schillerianos precisan de una onerosa traducción para su comprensión. Fichte se inclina por la necesaria alternancia entre imagen y concepto en aras de la claridad y el rigor que reclama a sus lectores u oyentes. Bajo el palio de una reconciliación entre el entendimiento y la sensibilidad, mediante la estrategia expositiva de Schiller se disimula un fárrago de dos aspectos distintos. El fracaso de la tentativa de expresar conceptos con signos –que designan aquello habitualmente aprehendido por vía sensible– lo ilustra en su artículo «Sobre la capacidad lingüística y el origen del lenguaje», que vio la luz en el Philosophisches Journal en 1795, con la noción –su elección no es casual– de «espíritu»:
La transferencia (Übertragung) de signos sensibles a conceptos suprasensibles es, sin embargo, causa de una ilusión (Täuschung). El hombre, en efecto, es fácilmente incitado, por este modo de designación, a confundir el concepto espiritual, que ha sido expresado de tal modo, con el objeto sensible al que el signo está ligado. El espíritu, por ejemplo, fue designado por una palabra que expresa la sombra (Schatten); en seguida el hombre inculto se imagina el espíritu como algo consistente en sombras. De ahí la creencia en los fantasmas, y quizás toda la mitología de las sombras en el Orcus.14
Fichte denuncia una paradoja en el adalid de Las Horas, pues si bien éste anuncia que el público lector de la revista debe ser más amplio del selecto círculo de los doctos, por otro lado, subraya la imperiosa necesidad de «traducir» el lenguaje plástico de Schiller para ser inteligible, y semejante tarea no está al alcance de todos los lectores, por lo que menudearían las ilusiones. El antídoto contra este estilo capcioso pasa por separar imagen y concepto:
Vuestros escritos filosóficos han sido comprados y admirados, han causado asombro, pero constato que han sido poco leídos y en absoluto entendidos… Estoy hablando sólo de vuestro estilo (Styl). Y entre el gran público nunca he oído a nadie citar una opinión, un pasaje o un resultado de vuestros escritos filosóficos. Todo el mundo los elogia tanto como puede, pero se guarda de plantear la cuestión de qué es realmente lo que dicen (GA m/2, 339).
La popularización de la ciencia para Fichte implica que su público, lector u oyente, alcance una mayor disciplina conceptual, que le permita seguir el curso de las ideas; y los elementos sensibles, figurativos, de un texto constituyen un medio didáctico al servicio de ese fin. Schiller ansia otra meta, pues
justamente aquello que presenté [mediante un concepto] al entendimiento, me gusta… mostrárselo también [mediante una imagen] a la fantasía (en estrechísima relación, sin embargo, con aquél) (GA III/2, 361),
porque no quiere enaltecer ni discriminar ninguna facultad humana, sino movilizarlas a todas:
mi tendencia constante es ocupar el conjunto de las fuerzas anímicas (Gemütskräfte) e influir, tanto como sea posible, en todas ellas a la vez (íd., 360).
La exposición popular reclamada por Fichte –reivindicación que se tomará más perentoria en este autor tras la disputa del ateísmo, iniciando incluso una serie de escritos que él mismo apostrofó de populares– es repudiada por Schiller por estar únicamente al «servicio del entendimiento» (NA XXI, 8) y haber absolutizado el progreso teórico –definido como esclarecimiento conceptual– de la Ilustración, que ha fagocitado hombres diezmados. El sobrepeso de la cultura filosófica –la única promovida por las Luces– ha de compensarse ahora con la cultura del gusto. El uso de las licencias estilísticas (símiles, metáforas, etc.) por Fichte se justifica en tanto coadyuvan a la aclaración o rectificación de conceptos, esto es, a ...