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GIRAR Y TORCER: MARCEL DUCHAMP
Me gustaría empezar este recorrido por un lugar un tanto imprevisto. Comenzar el por el giro que establece Marcel Duchamp en las formas de producción artística del XX. Un giro o una torsión que afecta a la relación con lo producido. Y, desde ahí, a la aparición de nuevas poéticas que serán descritas como inexpresivas o inafectivas. Es por ello que para tratar estas cuestiones de lo afectivo y su relación con lo artístico nos desviaremos hacia dos de sus obras: Alegoría de género y With my Tongue in my Cheek.
Se trata, sobre todo, de analizar las estrategias y las preguntas que dejan abiertas, por lo que el objetivo no es el de investirlas de sentidos añadidos sino —y de esta manera la intención se vuelve bastante duchampiana— poner sobre la mesa una serie de preguntas que especulan con las tramas que tejen lo íntimo y lo afectivo a partir de las praxis artísticas.
Ambas obras son de las consideradas «menores» en la producción de Duchamp. Alegoría de género (1943) es, de hecho, una obra muy poco reseñada que fue en su momento un encargo de Alex Libermann, el entonces director de la revista Vogue, para su portada conmemorativa del Cuatro de Julio (Día de la Independencia) y que finalmente, tras ser rechazada, nunca llegó a publicarse. La otra: With my Tongue in my Cheek (1959), también fue creada a partir de un encargo.
ALEGORÍA DE GÉNERO (1943)
Alegoría de género es un ensamblaje compuesto con cartón, gasa, clavos, yodo y estrellas doradas de 53,2 x 40,5 cm. que pertenece a la colección del Centre Georges Pompidou de París. La obra consiste en un mapa de Norteamérica girado 90º a la derecha, de manera que la costa oeste queda arriba y la este abajo. En el área donde se sitúa Estados Unidos aparece una gasa manchada de yodo que emula su bandera, un tanto deformada. Las barras rojas han pasado a ser rastros que recuerdan a la sangre seca —sucia—, mal trazados, y trece estrellas aparecen distribuidas al azar, descolocadas a lo largo de todo lo que sería la bandera. Para completar la alegoría los bordes del trapo siluetean dos perfiles, uno de ellos atribuido a Washington.5
El título parece ser el primero en empujarnos hacia la operación semiótica que se está llevando a cabo a partir de un símbolo como es el de la bandera estadounidense. En El origen del drama barroco alemán Walter Benjamin profundiza en el análisis de la alegoría y el símbolo volviendo sobre los usos de la alegoría en el barroco y posteriormente en Baudelaire, análisis que continuará en los Pasajes. Para Benjamin la diferencia entre símbolo y alegoría no depende de la manera en la que idea y concepto relacionan lo particular con lo general, sino que lo decisivo es la idea de tiempo, de modo que en la alegoría la historia aparecerá como naturaleza en decadencia o ruina (Buck-Morss 1995: 189). De ahí se sigue que la proliferación de lo alegórico esté estrechamente ligada a las formas de percepción propias de épocas de ruptura social, guerra o sufrimiento. La alegoría sería, además, una herramienta adecuada para desarticular el mito, por operar precisamente desde el fragmento; la ruina conseguiría así desmontar, fisurar, el monumento; por lo que más allá de conectar con un estado de tristeza por la fugacidad que convoca, la ruina tendría un sentido de práctica política: informa la práctica política. Debido a ello, se convertiría en políticamente instructiva, justamente, por su capacidad de desintegración del monumento que, construido para significar la inmortalidad de la civilización, pasaría a transformarse en una prueba de su transitoriedad.
En este caso, el planteamiento es trasladable a la bandera que opera en estos términos, como símbolo (monumento) vinculado a cierta inmortalidad de la civilización —la que representa la cohesión de dicha civilización en un estadonación— siendo así que su presentación como ruina (en el estado ruinoso en el que la sume Duchamp) la somete a una desintegración que evidencia una misma transitoriedad a la referida por Benjamin; vendría, por tanto, a desarticular el mito que la envuelve y que contribuye, como tal, a dar forma a la historia de la nación.
Cuando Benjamin acude a las particularidades de la alegoría en el contexto del barroco señala, como rasgo característico de especial importancia, su capacidad para perder su significado inicial y adquirir otros. Esta volubilidad de la significación o transitoriedad permanente será la que encuentre Baudelaire en los objetos del siglo XIX y por lo que él también volverá sobre los procesos alegóricos. Para Benjamin, esta manera baudelairiana de entender los objetos como alegóricos tendría que ver con el hecho de que estos se hubieran convertido en mercancías dentro de la sociedad capitalista de la modernidad que en ese momento abrazaba Baudelaire. En este tipo de sociedades las mercancías fluctúan con respecto a sus significados, significando en cada momento lo que las leyes del mercado se propongan que deben significar. En cuanto el objeto deviene mercancía deviene alegoría, pues pasa a tener un precio dado. Su significado, a partir de entonces, es el precio que le sea otorgado y, si el significado es su precio, está por tanto sujeto a la variación. En palabras de Buck-Morss, «las mercancías se relacionan con su valor en el mercado tan arbitrariamente como las cosas se relacionan con su significado en la emblemática barroca. Los emblemas vuelven bajo la forma de mercancías. Su precio es su significado abstracto y arbitrario» (1995: 202).
Un transitar por las significaciones que, como proceso, no estará nada alejado de la oscilación de valores que van recubriendo las fechas conmemorativas a través de las celebraciones. El deambular que propone Duchamp no dista tampoco mucho del de Baudelaire6 cuando evoca al trapero como recolector de los restos, de los desechos de la sociedad. Así, retoma la bandera (drapeau) originaria como un trapo (drap), para simplemente emplearla7 en una otra formulación que trae a presencia los encubrimientos llevados a cabo en los procesos de legitimación de la historia.
Esta imagen huella de algo otro y camino de ser borrada, este fragmento, se inserta de lleno —dentro del léxico duchampiano— en la categoría de inframince. De hecho, para Duchamp la alegoría sería una aplicación del inframince: «La alegoría / (en general) / es una aplicación / de lo infraleve» (Duchamp 2009: 21). Por lo que activará aspectos concernientes al contacto y la separación (écart)8 y, en relación a ello, deslizamientos (desvíos), muy representativos de la crisis que afecta a la representación.
Por otro lado, la alegoría proviene etimológicamente del griego allos (otro), agorein (hablar), lo que significa «hablar de otro modo», estableciendo, así, otro nivel de significado o revelando cómo el lenguaje puede contener diversos significados al mismo tiempo. De hecho, en el siglo XX la alegoría ha funcionado como un recurso que fuerza al límite los signos y su evidente artificio, abriendo vías para desestabilizar verdades universales, es decir, culturales. McHale sostiene desde ahí que la narrativa posmoderna hace un uso recurrente de la alegoría con objeto de establecer principios contradictorios o posiciones irresolubles. En otras ocasiones la alegoría podría recurrir a una simpleza extrema en la asociación de las correspondencias, en un intento de ironizar sobre sí misma (dicho nivel de ironía se remonta ya a los orígenes del empleo de lo alegórico). En cualquier caso, y quizás este sea uno de los aspectos más destacables, siempre requiere de la participación total y activa del lector-espectador en la construcción del significado, puesto que remite a elementos previamente admitidos como portadores de significado, esto es, arbitrarios, y por tanto, culturalmente consensuados o asimilados.
No obstante, la alegoría parece que aquí no solo habla de otro modo, sino que además hablaría del Otro y de lo otro que permanece oculto. Habla de otro modo en el sentido estricto del lenguaje en tanto que descoloca y deforma el símbolo: las barras pierden su simetría y su limpieza, las estrellas se esparcen sin orden ni concierto, la suciedad informe del trapo dibuja el perfil de los presidentes y el mapa está girado. Pero también habla de lo Otro, en tanto que alude al «otro género»9 y no solo al género sino que en ese Otro resuenan Otras culturas arrasadas por el pensamiento blanco-occidental (en este caso, bien los nativos norteamericanos, bien los esclavos negros). Duchamp estaría haciendo uso de un similar proceso de inclusión al realizado en Rrose Sélavy, que funcionaba como alter-ego femenino (del otro género) y como alter-ego judío (otra religión).
Las obras por encargo suponen un conjunto resbaladizo en su producción. Como en otras muchas ocasiones, se ha achacado la aparente broma a la afición de Duchamp por burlarse de todo aquel que le encargaba una obra, habiéndose estancado la mayoría de los análisis en este punto. Pero veamos con calma los dispositivos que Duchamp activa. Porque, de hecho, si lo contemplamos como una broma tramposa o como un chiste,10 lejos de que su contenido sea menospreciable, lo que nos viene a desvelar son los entresijos del engranaje de desplazamientos que se articulan a partir de los mecanismos intrínsecos al chiste mismo. Unas estrategias que se corresponden con aquellas diseccionadas por Freud en sus análisis del chiste como procedimiento lingüístico, donde lo que está operando es un desplazamiento de los significantes. Esta cadena de deslizamientos, equiparable a la del chiste, es muy similar también, en cuanto a su funcionamiento, a aquella que se produce en la metonimia. Podemos, de esta manera rastrear toda una serie de remisiones metonímicas que vendrían a dar forma, a esta alegoría. Estos procesos metonímicos —de desplazamiento— cobrarán gran importancia por su modo de operar dentro del lenguaje afectivo.
El assemblage o collage, recordemos, se compone así de una gasa empapada en yodo —que le aporta ese color característico de la sangre sucia o seca— y fijada a un cartón de fondo por medio de trece estrellas doradas, colocadas sobre puntas pintadas de blanco; pegado al cartón está el mapa geográfico de Norteamérica girado a la derecha. La aparente mancha de sangre —presuntamente menstrual— que cubre la bandera dibujando —o más bien desdibujando— sus barras ha sido, sin duda, la que más suspicacias ha levantado, con variadas interpretaciones.11 Así, se ha aludido tanto al cinismo sexual (Robert Lebel) por ilustrar una revista mensual femenina como a la regla del otro icono por excelencia de la patria norteamericana: su estatua de la Libertad. Otras interpretaciones, como las de Schwarz, hablan de un simbolismo macabro como presentimiento de Hiroshima; algo que también podría ser, si bien no se requeriría de esa capacidad profética para dar sentido a una sangre derramada que tendría ya suficientes antecedentes en el pasado, sin necesidad de transportarnos a un, por aquel entonces (1943), futuro cercano (1945). Consecuentemente, lo que nos interesa para seguir trabajando no son tanto las interpretaciones como profundizar en el análisis de cómo interactúan los elementos empleados.
El conjunto que resulta podría evocar tanto vendas, trapos, como sábanas manchadas o, incluso, un colchón raído —las estrellas dispersas recuerdan los colchones antiguos, que presentaban esta especie de mullido irregular— y, desde ahí, la imagen construida por Duchamp plantea la superposición de dos realidades aparentemente distanciadas: una pública, en tanto que espacio físico que comprende todo el terreno nacional, cubierta por otra que remite al individuo y a un contexto de intimidad. El mismo contraste se produce respecto a los materiales, estando por un lado los definidos e identificables, como el mapa —que atiende a la realidad geopolítica establecida—, y por otro, aquellos «blandos», informes u orgánicos —corporales por yuxtaposición—, como es la gasa manchada. Podemos imaginar algunos sugerentes deslizamientos y leer la imagen como una cama (sábana) atravesada por lo político, o ya no atravesada sino construida sobre, directamente, un contexto político, donde el guiño nos vendría dado desde el propio significante (bandera), que en francés —lengua materna de Duchamp— sería drapeau. Si separamos la palabra, en su raíz estaría drap, que significa «sábana» o «trapo». Jugando con las palabras, denominador común de su poética, podríamos dividir drapeau en drap (sábana, trapo) y peau (piel). A partir de aquí, las conexiones entre la bandera y la sábana o el trapo —íntimo, usado para la menstruación— se nos revelan más evidentes, aunque las relaciones significativas asociadas a los campos semánticos tanto del trapo como de la piel no se agotarían aquí. Estas podrían discurrir, entonces, desde por ese trapo íntimo a por una cama de sábanas ensangrentadas tras la ruptura del himen, y de ahí también la alusión al género revelada en el título, pasando por otras cuyas connotaciones se pondrían en juego a través de esa piel (peau) roja de sangre, que rápidamente nos transportaría al piel roja. Ese otro (nativo) estaría ya presente, de alguna manera, en el mapa, cuya posición invertida apunta a su vez a la Conquista del Oeste (arriba) y, por consiguiente, a la separación de bloques este-oeste que marcaron la contienda a partir de la que se realiza la «unión» y emerge el país; un país cuyo estado fundacional se asienta hasta tal punto en el mito, que se encuentra desposeído de todo el resto de relatos.
Por otro lado, resulta reiterativo en Duchamp el hincapié que muestra y la importancia que concede al género en los procesos de elaboración de la identidad, así lo revelaba su conocido alter-ego femenino, Rrose Sélavy; sin olvidar que dicho alter-ego incluía en su germen una parte (Sélavy) que aludía a la religión por hacer referencia a un apellido judío. De hecho, la primera intención de Duchamp cuando determinó cambiar de identidad fue la de pasar de una religión a otra, y sería después cuando se inclinó por un ficticio cambio de sexo (género).12 Este acto performativo marca un sesgo en la obra duchampiana a la hora de repensar la identidad a través de la exploración de los márgenes impuestos por la cultura establecida (construcción cultural del hombre blanco occidental); a partir del que la sospecha recaerá sobre esta identidad entendida como culturalmente construida y sustentada en una simbología eminentemente visual.
La correlación, por tanto, entre el «salvaje» —el nativo americano o más tarde los esclavos africanos— y la mujer sería bastante apropiada en términos culturales.
La mujer y el «salvaje» aglutinan, desde el punto de vista falocéntrico, una serie de características que remiten al caos, al desorden. Un desorden que, a través de nuevo de un desplazamiento metonímico (por contacto), es el que convocan las sábanas revueltas que cubren el terreno norteamericano. La visión de la mujer como caos y oscuridad, provoca que, consideradas como límite del orden simbólico, encarnemos las propiedades desconcertantes de toda frontera, no estando ni dentro ni fuera, perteneciendo a lo ambiguo y, por tanto, adquiriendo la facultad de destruir el orden y la limpieza, propios de los límites estrictos. Esta capacidad de desestabilizar y de romper la pulcritud de las apariencias e incluso, de funcionar como el peor de los venenos, se ha vinculado culturalmente, entre otras cosas, tanto a la sangre que brota del himen en su ruptura como también, a la proveniente de la menstruación.13 La regla que rompe las reglas genera una sangre que no proviene de ninguna herida y que mana de dentro, colapsando las fronteras y entrando, así, en la categoría de lo abyecto.14 Una de las paradojas implícitas a esta estigmatización es, sin embargo, que a la mujer como madre se le obvia la suciedad —pese a pasar a ser otro tipo de ser desconcertante, siendo entendida igualmente como abyecta. De hecho, parece que aquí es donde podría descansar otra de las ironías de lo alegórico del género: es a la madre dadora de vidas para esa patria a la misma a la que se le oculta el trapo menstrual, pero y también a la que se le visibiliza la sábana manchada, prueba de la custodia de su virginidad hasta la legalización de la unión matrimonial; por lo que el cuerpo femenino se sume así en un proceso de reificación constante, en el que su valor y su significado están sometidos a la fluctuación de las necesidades del mercado que capitaliza su cuerpo: un cuerpo que se articula tanto como sexualmente productivo como sexualmente sometido, a través de un orden de regulación del deseo androcéntrico. De tal manera que la repr...