Sofoco
eBook - ePub

Sofoco

  1. 128 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Sofoco son nueve relatos redondos que nos muestran una mirada original hacia la naturaleza, la memoria y la violencia, dentro del permanente conflicto armado colombiano. Con una voz de gran potencia narrativa, nos sumerge en los sueños, esperanzas y miedos de unos personajes que cobran vida a cada página y que han llevado a su autora, Laura Ortiz Gómez, a ser la brillante ganadora del Premio Nacional de Narrativa Elisa Mújica.

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Información

Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788418690082

EL CORAZÓN DEL SEÑORITO

Vi cuando algo
enterrar disimulaba
Me le acerqué
y le pregunté
¿Qué entierra usted?
Y él me contestó.
Entierro el amor
que le tenía a la ingrata aquella
llamada María.
ORQUESTA ZODIAC
El local se llamaba La Alegría del Amar. El nombre estaba en una tabla blanca percudida, con una tipografía dorada, de un dorado sucio. Se había perdido la última r, así que ahora decía simplemente La Alegría del Ama. Ricardito entró apresurado. El sol del mediodía le quemaba la nuca, y no quería que nadie lo reconociera. Su tía Maritza le había recomendado este lugar.
—La mejor bruja de Cali, muñeco. Esa mujer es la única que te soluciona esa calentura triste que traes.
Detrás de varios helechos colgantes y junto a una fuente de cisne, la bruja se abanicaba.
—Seguí, papi, que no muerdo —dijo con un vozarrón desde su silla de mimbre.
Al fondo sonaba una salsa triste de los Hermanos Lebrón. La casa olía a plátano maduro frito con lentejas. Era fresca, de techos altos. Ricardito se sintió cómodo, acogido, como en un taxi con cojinería de terciopelo. El kitsch cercano y popular de su barrio se extendía dulcemente en la casa de la bruja, como aire frío por su cuerpo caliente. Por su bajo vientre. Se le aflojaba un poco la molleja.
Ricardito se sentó al frente de la bruja. Otra mujer bajita y morena le alcanzó un jugo de lulo con hielo. La tristeza de Ricardito, por allá adentro, se puso un poquito alegre y bailó despacito un guaguancó. Con los hielos aún en la lengua, Ricardito barajó el tarot que tenía al frente y escogió cinco cartas que la bruja destapó con parsimonia. Sonó en el fondo un grito de loro y los helechos se movieron, como peinados por una mano invisible.
—Ay, mijo. No hay que ser bruja para verte la calentura triste en la cara. Vos estás enfermo del deseo ciego. Tenés hasta la rabadilla inflamada.
—No es calentura —dijo Ricardito, solemne. —Es amor.
La bruja se rio. Y luego entre dientes dijo:
—Todos quieren amor, pero nadie quiere lavar los platos.
Ricardito la miró con rabia. La mujer, serena, sacó una estampita de un zorro de su delantal.
Le dijo que debía comprar un ramo de yerbabuena y bañarse con el agua de la infusión, luego debía frotar la estampita por su cuerpo y perfumar sus genitales. Cuando hiciera el amor con la prieta, debía enterrar la estampita en su jardín y así aseguraría un amor para siempre. Le dijo que tenía chance, que las cartas le auguraban buen camino. Le advirtió que no enterrara la estampita si no quería apego.
—A su edad es difícil saber si es calentura o es amor —dijo la bruja mientras recibía el billete de cincuenta mil que le entregaba Ricardito.
Ya en la calle se sintió energizado. Se sentía bello bajando por la quinta, con sus gafas RayBan imitación y su bolsita plástica con yerbabuena. Podía jurar que las muchachas se volteaban a verle las nalgas, apretadas sutilmente por sus bermudas rojas. Ricardito tenía ganas de bailar, o de dar brinquitos. La calentura ya no estaba triste: era una calentura ligera de sudor saladito, un deseo sexual abierto, no dirigido. Ganas de vida, ganitas sexuales por la vida. Ganitas de todo. Y la estampa de zorro quemándole el muslo en el bolsillo.
Silbando un bolero, puso toda la yerbabuena en una olla al fuego. Cuando el olor dulzón inundó la cocina y el agua rompía en violentas burbujas, Ricardito llevó la olla al patio. Bajo el árbol de mango, se desnudó, y con una totuma roció la infusión en su cabeza. El agua caliente y dulzona le resbalaba por el pecho.
—¡Quién tuviera veinte años, Ricardito! —gritaba el árbol de mango, erotizado, pero nadie lo escuchaba.
Con sus genitales perfumados, Ricardito salió al atardecer a comprar cigarros. Nada más al girar en la esquina, se la encontró de frente. Mara. Mi prieta, pensó con la entraña alborotada. Mara lo miró, toda ojitos color miel y sonrisa. Se saludaron de beso en la mejilla. Ricardito, con su pelo mojado oloroso a planta, se sentía extrañamente confiado. Dejó que Mara guiara la charla, hasta que terminó por arrastrarlo con ella a su casa.
—Un cafecito, ¿vamos? —le soltó de golpe Marita. Vuelco al corazón.
Así, el mismo día de la visita a la bruja ya iba directo a la casa de Mara. Caminaban despacio, las sombras se hacían largas, caía la noche, Cali se refrescaba. Las últimas nubes rosadas cantaban a coro: Mara Bogalooooo, oyeló, pero nadie las escuchaba.
Mara puso a calentar el agua para el café, pero también destapó un par de cervezas para hacer la espera. Ricardito sonrió, todo estaba saliendo fácil. Meses y meses de anhelar a Mara de lejos, cual perrito triste, y ahora estaba ahí, en su cocina, con su cerveza y su cintura quemando a un metro de distancia. Perfume, yerbabuena, café, cerveza ligera. Y en esas un vecino que va y prende a todo volumen esa salsita lenta de Mujer divina, y Ricardito que se acerca y la saca a bailar. Suavecito. Cadera con cadera. Pies que se adivinan. Tracción genital. Algo perfecto, redondito, caliente. Algo como una felicidad que revienta en burbujitas. Hervor. Un trance sin nombre. Dan ganas de morirse para no bajar de esta ola, pensó Mara, o pensó Ricardito.
Justo antes de besarla, Ricardito alcanzó anticipar el sabor de la boquita de Mara. ¿A qué sabe tu saliva? Agüita de coco. La boca de Mara sabe a agua de coco.
Cuando terminaron de besarse, abrieron los ojos. Era Cali de noche. El calor de los vientres acariciado por una brisa fresca de los Farallones, con olor a tierra mojada. El viento traía el pizquero de un vecino que saludaba la noche con un porro. Endorfinado, Ricardito supo que tenía que maniobrar, ahora o nunca, mi Marita. La jaló hacia sí con una fuerza sutil pero constante y con la otra mano, como quien hace piruetas de merengue, apagó la olla de café. Mara se dejó llevar, no sin oponer una fuerza contraria, que hizo saltar una chispa de su vulva hasta su testículo. Un rayito. Un pequeño relámpago, doloroso y placentero.
Ricardito no había estado en la casa de Mara. No conocía más que esta cocina minúscula y desordenada. Sudaba en frío, tratando de discernir un lugar para fundir las ganas. Dónde carajos quedaban los cuartos, los sofás, los sillones de esta casa. Apágame este fuego, mi amor, sonaba en la radio. Desde la ventana de la cocina, veía el patio. Una hamaca sucia se balanceaba. ¿Será el nuestro un amor incómodo de piernas torpes y tela vieja que se marca en las nalgas? Seguía besándola entristecido, caliente y derrotado. En esas, Mara, como vieja amazona, le metió tres pasos salseros, una corridita sin soltar su mano, media vuelta, y pum pa’ la cama. Suena el timbal.
Sin prender la luz, con apenas el resplandor del alumbrado eléctrico de la calle, la prieta Marita se desnuda. Morir de amor no es lo mismo que morir de ganas, pero se le parece. Ricardito apretaba la cola y la garganta, no vaya y fuera que se le escaparan ventosidades o te quieros. Manso, se deja hacer por la silueta caliente de la prieta. ¿Qué se sentirá entrar en Mara? Como entrar en un mango tibio.
Rodeado por un intenso bienestar, Ricardito siente que se desliza por un tobogán. Toma velocidad, su cuerpo atraviesa el vértigo. Ha entrado en una especie de portal, un agujero de gusano. Va a dar a la misma cocina del beso. Mara está despeinada, sudorosa, y grita. En medio de un calor infernal, los platos sucios desprenden olor a comida y un vaho. Ricardo siente ira, una tenaza al rojo vivo que le aprieta el pulmón. Le grita de vuelta. Están peleando, otra vez, por tres platos grasosos. Atrapados en un laberinto de enojitos mezquinos y silencios puñalada. Desesperados se miran. Todo tan turbio y cotidiano. Mara rompe el silencio y le suelta la frase:
—Dejá de decir bobadas, Ricardo. Mirate en el espejo que se te ve. Se te ve el machismo, papi. Se te ve la hilacha.
Ricardo no puede responder, se le traba la mandíbula. Agarra el pocillo chino de las florecitas mal impresas y lo estampa contra el piso. En el mismo instante en que estalla, la cara de Mara se descompone. No han terminado de volar todos los fragmentos cuando Ricardo ya siente cuarenta litros de culpa que le empapan la ropa. Huelen mal él, la cocina, la tarde, la vida toda hiede. Mara se mueve frenética por la casa. Hace una maleta y estampa un portazo. Afuera un borracho grita: La rumba no se acabó. La casa retumba. Ricardo queda ahí congelado, hediendo.
De repente una fuerza lo succiona de vuelta, viaja en reversa por un agujero de mango. Marita estira el brazo en la oscuridad, agarra un envoltorio que reposa sobre la mesita de noche. Se mete un dulce de tamarindo en la boca y le da un beso culebrero y profundo. La luz de la calle hace aparecer una intensa sombra en la mitad de su cara. Sin descaro, con habilidad felina, Mara alcanza la erección de Ricardito. La felación es efectiva y delicada. La alegría del mundo tiene la humedad de tu boca, Marita. El jazmín en la acera aúlla. Esa boquita enrojecida que parece brillar la oscuridad. Una electricidad azul desdobla a Ricardito. Me voy, me fui, me vine, me vengo.
Ricardo cae en su cuerpo en la cafetería de la estación de servicio. Todo muy de plástico y con tufillo a gasolina. Ante él la eterna tristeza de Mara. Ella está mirando hacia abajo, tiene los ojos clavados en un café quemado, en las burbujas negras que se estrellan contra el vaso de icopor. Suena ronco el motor de un aire acondicionado. Ricardo intenta sacarse con la lengua los pedazos de pandebono de las muelas traseras, mientras evita mirarla. Está harto de su hartazgo. Qué ganas de tomarla fuerte de los brazos y zarandearle la autocompasión.
—¿Sabés por qué han bajado los asesinatos de ballenas?—Ricardo niega con la cabeza y sigue empujando los pedazos de comida en las muelas—. Porque unos científicos las grabaron cantando y ahí como que a la gente le empezó a agarrar pesar de matarlas, o lástima o culpa o quién sabe qué. El caso es que la grabación del canto hizo que la gente empatizara. ¿Te pillás? Esas son las mierdas importantes, Ricardo, no estar todos los días comprando cosas de mierda.
Ricardo sabe que está hablando de sus ganas de cambiar la nevera, de su cobardía, de su relación dependiente con su madre, de su peinadito por la mitad y de su salario fijo. Una bola chiclosa de reclamos se le arremolina adentro. Ay, Marita, andate a terminar la carrera. No me jodás. ¿Cuántos años es que llevás en quinto semestre? Ricardo sabe que si lo dice, pasará ese lugar del que no hay retorno, así que se traga todo el bolo de rabia con el café. Se miran con irritación latente. Los desconcentra un grito agudo como de ardilla. La trabajadora del minimercado-café Texaco tiene a un viejito arrinconado, le quita la mochila y saca un pan, un chocolate sol y un queso campesino. El viejito de voz de ardilla dice algo que bien puede ser discúlpeme, o vieja hijueputa, o tengo hambre. La voz le tiembla en completa sincronización con el estremecimiento de las manos. La empleada dice:
—Así no. No, señor. Si tiene hambre, pida.
Lo escolta a la puerta y lo echa. Digna, ofuscada o loca, se limpia el delantal. Mara y Ricardo no dicen nada de nada. Salen de la estación de servicio y caminan mudos por la carrera veinticinco.
—No hiciste nada por el viejito, Ricardo.
—Vos tampoco, Mara.
No soporta más Ricardito. Con la conciencia en caída libre aterriza en su propio cuerpo. Siente el calor intenso de estar todo envuelto por Mara. Quiere parar el carrusel, pero ve ese primer plano irresistible de sus nalgas tornasoladas, redondas, dispuestas. Tanta ternura se puede ver en una cola. Llamado por todo lo irrefrenable, Ricardito sigue arremetiendo con dulzura en un mete y saca. Afuera Cali da los primeros síntomas del amanecer. La pieza se tiñe de azul. Mara, prieta de otro planeta, con sus tetas al aire, batiéndose como tierra prometida. Ricardito, que ya está entendiendo el mecanismo, lo anticipa, así que la agarra fuerte de la cintura. Marita gime, arremolina, contraempuja. Tras unos segundos comprende que no hay cómo resistirse y deja que el agujero lo trague en reversa.
La amarguita que baja por el cogote. Salsa dura. Gente que habla, que baila y que suda. Ricardo no tarda mucho en darse cuenta de que están en La Colina. Arriba de Mara hay un cartel antiguo con un burro que dice: «La chicha embrutece, no tome fermentados». A Ricardo le da risa porque burro también se le decía en los noventas al fumanchero, al baretero. Y ella, Marita, es una burra por excelencia. Ahí está con sus ojos rojos, sus párpados pesados y su sonrisa lela. Cómo le fastidia que ande fumada. La mamá de Ricardo no diría que es una burra, diría más bien que es una zorra. Con sus escotes profundos, con su carita de yo no fui. Fruto prohibido, chontaduro recalentado. Eso es Marita para su madre y las otras quince mujeres de su familia.
Pero ya ni los escotes profundos. Ricardo comienza a mirar para los lados, redondas, caderonas, bajas con flequillo, pálidas. Todas le resultan más atractivas que Mara. Las mujeres de Cali tienen sabrosura, como dice la canción. Siente una erección estoica que le tiempla la cremallera del pantalón. Intenta distraerse, pero su mirada insiste en hacer primerísimos planos de clavículas, labios, caderas. Arde Cali dentro de su calzón. Apura la cerveza, nervioso. En esas se acerca alguien a la mesa, Mara brinca de la nada y abraza al desconocido. Ricardo puede ver en cámara lenta como los pezones erectos de Mara se estampan contra el pecho sudado de un tipo rubio, despelucado y ligeramente ebrio. Ve una mano inmensa, varonil, rozar el comienzo del culo sagrado de Mara. Babas y carcajadas. Lo ensordece el timbal. La secuencia dura años. Ricardo comprende que es posible sentir una puñal...

Índice

  1. Cubierta
  2. Créditos
  3. Título
  4. Aíta la muerte
  5. Tigre americano: panthera onca
  6. Mingus el ardiente
  7. Esperar el alud
  8. El corazón del señorito
  9. La cajita de Avon
  10. El último Pibe Valderrama
  11. Un toro bien bonito
  12. Parto de vaca
  13. Índice