CINCO
Después de Bowen, se me ocurrió pensar que la palabra «terror» parece aplicarse más a menudo cuando la historia en cuestión gira en torno a un relato de alienación personal; cuando gira en torno a un relato de alineación cultural, la palabra que me viene a la cabeza es «angustia». La angustia, por supuesto, reconcome el alma tanto como pueda hacerlo el terror, pero deriva en inquietudes literarias distintas. Con la angustia, las tropas del modernismo pasan a la retaguardia, pues quienes se hallan presos de ella, muy lejos de obsesionarse con el vacío existencial, están decididos a hacer elocuente la impotencia ante la exclusión.
La mía fue la última generación de nacidos en Estados Unidos de padres judíos europeos que llegaron a nuestro país entre finales del siglo XIX y principios del XX. Una gran mayoría quedamos moldeados, para el resto de nuestras vidas, por la angustiosa experiencia de vivir en la periferia, que fue la de nuestros padres, y, en lo colectivo, empezamos desde muy temprano a dejar constancia literaria de lo que significaba ser judío en Estados Unidos: lo que se sentía al ser relegado a los márgenes, generación tras generación. La historia empezó contándose a través de novelas de emigración puras y duras como The Rise of David Levinsky (1917), para seguir más adelante con Llámalo sueño (1934), de un lirismo tímido, y concluir en las décadas de 1950 y 1960 con las obras de Saul Bellow y Philip Roth, quienes aportaron a la empresa una brillantez que revolucionó la propia lengua e hizo historia literaria. Después de eso, la asimilación obró su efecto y la experiencia de conjunto dejó de atrapar el interés de autores serios, incapaces de suscitar la indignación necesaria para influir en lo que ya no era una realidad viva (cuando, por supuesto, la indignación es la condición sine qua non de la escritura judeoestadounidense).
En los últimos tiempos me he visto reflexionando sobre este extenso corpus de obras escritas por estadounidenses en las que la condición de ser judío o la «judeidad» fue central, y me he preguntado hasta qué punto transformó realmente el testimonio en esa literatura que perdurará. Al fin y al cabo, ¿cuál sino este puede ser el logro definitivo de un corpus de prosa repleto de una ansiedad que es queja constante, una ironía que apenas disimula la súplica y una clase de sátira que priva de compasión a todos salvo al narrador? ¿Cuán hondo puede llegar, cuán lejos, cuánto puede pervivir?
Y, ah, sí, otra idea que me vino: ¿cómo era posible que a mí nunca se me hubiera ocurrido, cuando estaba buscando mi lugar como escritora, situar mi obra en el contexto de la judeidad estadounidense?
Uno de los escritores que leí siendo joven y que ahora parece representativo de un momento en que la historia de la escritura judeoestadounidense pendía de un delicado equilibrio cultural, por así decirlo, vacilando entre la pasividad del pasado y la chutzpah del futuro, es Delmore Schwartz. De joven lo leí como un claro ejemplo de logro literario, hoy ya no; sin embargo, hoy entiendo su obra como si el autor hubiera sido consciente de hacia dónde se dirigía su forma de escribir y hubiera querido revolverse contra ella.
Nacido en Brooklyn en 1913, en un hogar donde se hablaba más yiddish que inglés y en el que la relación de la familia con el mundo se caracterizaba por una mezcla de rudeza y sagacidad propia de quienes no se sienten cómodos en la cultura que habitan, Delmore –todo el mundo lo llamaba por el nombre de pila, así que yo haré lo propio– se convirtió en un arquetipo de esa generación arribista de intelectuales judíos cuya escritura era tanto precoz como reverencial, original a la par que entregada a la defensa de la cultura.
Para cuando tenía veintipico años, Delmore ya se había hecho un nombre entre la intelligentsia literaria neoyorquina: un niño prodigio de gran brillantez cuya personalidad –moldeada por una amalgama de cultura de inmigrante, mañas callejeras y una adoración loca por la literatura europea– estaba marcada por un torrente hipnotizante de palabras que salían de él sin parar. En la novela de Saul Bellow El legado de Humboldt encontramos a Delmore tal y como podríamos haberlo conocido en carne y hueso. Los principales personajes del libro son Charlie Citrine (un Bellow apenas disimulado) y el poeta Von Humboldt Fleisher (un Delmore Schwartz nada disimulado). Como introducción a una velada de conversaciones que tiene lugar en algún momento indefinido de principios de la década de 1940, Citrine nos ofrece una muestra de cómo habla Humboldt:
«Razonando, formulando, discutiendo, haciendo descubrimientos, la voz de Humboldt se elevaba, se atascaba, volvía a subir […] pasaba de la exposición al recitado, del recitado subía vertiginosamente al aria […]. Ante tus ojos, aquel hombre recitaba y se cantaba a sí mismo, entrando y saliendo de la locura». Primero venía la política, una larga y alocada disquisición sobre Eisenhower, McCarthy, Roosevelt, Truman (década de los cuarenta, salta a la vista); seguidamente, la cultura popular, los articulistas amarillistas de la época, Walter Winchell, Earl Wilson, Leonard Lyons, Red Smith; y después de eso pasaba al general Rommel, y de Rommel a John Donne y T. S. Eliot, y de ahí a «citas de Einstein y Zsa Zsa Gabor, con referencias al socialismo polaco, a las tácticas de fútbol [americano] de George Halas y a los motivos secretos de Arnold Toynbee, y (no sé ni cómo) al negocio de los coches usados. Chicos ricos y pobres, chicos judíos y gentiles, coristas, prostitución y religión, dinero de toda la vida, dinero nuevo, clubes de caballeros, Back Bay, Newport, Washington Square, Henry Adams, Henry James, Henry Ford, san Juan de la Cruz, Dante, Ezra Pound, Dostoievski, Marilyn Monroe y Joe DiMaggio, Gertrude Stein y Alice, Freud y Ferenczi».
Tenemos aquí una clásica descripción del judío neoyorquino de talento febril y verborrea vertiginosa, aunque con la convicción grabada a fuego de que su vocación era servir a la cultura literaria formada en el modernismo. Diez años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, Delmore estaría desatando toda esa brillantez reprimida y volcándola en un non plus ultra que habría de cambiar la cultura; pero en la década de 1930 y 1940 –y esta es a mi entender la importancia última de este autor–, solamente en privado podía mezclar lo elevado con lo vernáculo: una cosa era escribir sobre judíos y otra muy distinta sonar a judío.
La nouvelle de Delmore El mundo es una boda, basada en una situación que él comprende en sus terminaciones nerviosas, es una ilustración transparente tanto del coste como del beneficio que supone dicha limitación. De un modo u otro, los protagonistas, en lugar de revelarse por medio de las oraciones perfectamente inglesas de la novela, parecen atrapados en ellas. Y entonces, por un lado es como si el autor estuviera burlándose de los personajes por dejarse atrapar de esa manera, mientras que, por otro, claramente los compadece. Nosotros, los lectores, sentimos el pasmoso potencial para la ternura de la escritura judeoestadounidense que, en cuanto maduró, se echó a perder.
El protagonista de El mundo es una boda (basado, según cuentan, en Paul Goodman, aunque seguramente sea también un doble del propio Delmore) es un brillante desheredado llamado Rudyard Bell. Para este, pasarse la vida haciendo literatura y reflexionando sobre ella y su relevancia cultural es, más que una vocación, una responsabilidad. A su entender, es obligación del artista y del intelectual rechazar el potencial seductor de la cultura de masas para el intelecto medio, porque esta presagia la muerte de la literatura tal y como la conocemos. Asimismo, se dice Rudyard, es misión de la crítica preservar para el lector común la cultura que cada individuo llevamos dentro y que hace que florezca la poesía. Cuando Rudyard termina la facultad, en plena Gran Depresión, decide que la escritura es demasiado importante para él como para ponerse a buscar trabajo. Se quedará en casa y escribirá teatro.
Su tía le había sugerido que se hiciera profesor de instituto hasta que demostrara sus dotes de dramaturgo, pero Rudyard [decía] que ser dramaturgo era una profesión noble y difícil a la que uno debía entregarse de lleno. Laura Bell había cuidado de su hermano menor desde que este tenía cuatro años, y decía que Rudyard era un genio y que a los genios no se les debe exigir que se ganen la vida. Rudyard aceptó la actitud de su hermana como algo natural e inevitable, tanta era la fe que había puesto en sí mismo y en su poder de cautivar a las personas.
El círculo está compuesto por un grupo de intelectuales sedicentes que rondan los veintimuchos y los treinta y pocos y que, atrapados por la Depresión en un parón ocupacional, quedan todos los sábados por la noche en el piso de Laura para lamerse las heridas; o lo que también se conoce como hablar de arte, literatura y filosofía. En este plantel hay un aspirante a filósofo en paro, un (también aspirante a) periodista en paro, dos maestros de escuela y el dueño de una agencia de contabilidad. Todos judíos, todos poseídos por la ambición literaria. Laura, jefa del departamento de compras de unos grandes almacenes, es la única que gana dinero; amargada porque no encuentra marido, bebe mientras le prepara al grupo la comida de medianoche en la cocina, y, de vez en cuando, irrumpe, como una especie de coro griego desquiciado, para gritar que la vida es muy injusta. Todos ellos consideran que la negativa de Rudyard a convertirse en profesor y ganarse el pan representa un noble rechazo al mundo burdo donde ¡lo único! que hace la gente es trabajar para vivir. En palabras del propio Rudyard: «Para nosotros no se trata de qué aceptemos, sino más bien de qué rechacemos. Lo que cuesta es lo que se descarta». Este credo de por sí les hace creer que las reuniones de los sábados por la noche son prueba de una superioridad innata.
El culto al talento literario y a la inteligencia filosófica domina a los miembros de este círculo; también la angustia cada vez mayor por que otros tengan más que ellos. Esta angustia alienta esa arrogancia irracional con la que hablan todos, y permite que un comportamiento social del orden más burdo pase por normal.
Una a una, se va diseccionando la psique de cada miembro del círculo en la mente de otro personaje de la historia, con la enjundia suficiente para que el lector sea capaz de ver que a todos les angustia separarse de los demás, aunque solo sea mentalmente, puesto que ninguno por su cuenta tiene los medios para definirse a sí mismo salvo en comparación con aquellos a quienes más se parece. Jacob Cohen, por ejemplo, el de natural más generoso del grupo, se pasea entre semana por la ciudad pensando en sus amigos como si fuera «llevado por el sentimiento de que a través de ellos podría llegar a conocer su propio destino, debido a sus semejanzas, a sus diferencias, a su variedad». Entonces, ¿en qué está pensando Jacob?
Francis French es un homosexual de carácter altivo que está destruyéndose con su obsesiva búsqueda de sexo; Edmund Kish no puede discutir sobre algo sin hacerle ver a su interlocutor que lo considera un necio; del mismo modo, Ferdinand escribe relatos cuyo «motivo esencial era el desdén y la superioridad que sentía» hacia los miembros de la generación de sus padres. Luego está Marcus Gross, un bruto insensible que, cuando Rudyard alaba el genio filosófico de sus propias obras (cosa que hace con regularidad), le dice que nunca llegan a montar sus obras porque no tratan sobre nada; Rudyard responde entonces llamándolo filisteo, y todos empiezan a hablar a la vez. Poco después uno de ellos se queja de que en todas las noches que lleva yendo al piso todavía no ha pronunciado una frase entera, y Laura grita desde la cocina: «¡Pues yo no he conseguid...