Repensar el cerebro
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Repensar el cerebro

Secretos de la Nuerociencia

  1. 132 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Repensar el cerebro

Secretos de la Nuerociencia

Descripción del libro

¿Cómo aprendemos? ¿Todos tenemos algún talento? ¿Qué quiere decir que el cerebro es plástico? ¿Qué diferencia la mente de las mujeres de la de los hombres? ¿Se puede mantener el amor romántico a largo plazo? Estas son algunas de las preguntas sobre el misterioso funcionamiento del cerebro humano 'órgano extremadamente complejo' a las cuales esta obra da respuesta. Con un lenguaje ameno y accesible, el autor de este libro explica, entre otras cuestiones, el enorme potencial del cerebro como fuente de salud, así como los límites borrosos de aquello que este órgano entiende como realidad. Y es que los cien mil millones de neuronas no tienen inconveniente en falsificar la realidad porque sea coherente. De hecho, las investigaciones recientes en neurociencia aseguran que, para el cerebro, tan sólo es relevante nuestra supervivencia, y no la verdad.

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Información

Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788437099767
Edición
1
Categoría
Neurociencia
Capitulo 1
ASÍ FUNCIONA
EL CEREBRO NOS ENGAÑA
Todo es mentira. Esa es la incómoda realidad que hay que afrontar cuando analizamos el funcionamiento del cerebro. Nuestro cráneo es un búnker que alberga la gran joya de la evolución: la gelatinosa masa rosácea de menos de kilo y medio de peso con la que creemos entender el movimiento de las mareas, la furia de los huracanes o el amor romántico. El primer chasco que nos llevamos es que la mayor parte de la información exterior que conocemos procede de la luz, un escurridizo fragmento de la radiación electromagnética que inunda el universo y que siempre está dispuesta a engañarnos. De hecho, ni siquiera percibimos la mayor parte de la radiación, que viaja a través de nosotros en forma de microondas, ondas de radio, luz infrarroja, rayos X o rayos gamma. En el fondo de los ojos la retina procesa como señal eléctrica la luz visible de forma un poco tosca, puesto que solo reserva una mínima parte –la fóvea– al trabajo de resolución fino, mientras el resto de la superficie identifica a bulto y en blanco y negro las imágenes que completan el cuadro al que prestamos atención. La extraordinaria maravilla y –a la vez– el colosal engaño que nuestra especie comparte con otras muchas es que disponemos de un cerebro que construye mediante artificios electroquímicos la sensación de continuidad y de coherencia que nos permite adaptarnos a un entorno que nosotros interpretamos como realidad. La prioridad para nuestro querido cerebro no es conocer la verdad objetiva –si es que esta existe o tiene sentido– sino garantizar nuestra supervivencia como individuos y como especie. Este imperativo vital condiciona que conocer la «verdad» sea irrelevante para el cerebro, pero también fuerza a que compartamos con el resto de la humanidad y con buena parte de los seres vivos las ilusiones que consideramos reales. Entender el universo de una manera determinada y compartida es lo que ha permitido el desarrollo del método científico. Para la ciencia solo es cierto lo que puede someterse a la validación experimental, aquello que cualquiera puede observar si lleva a cabo la misma prueba en condiciones idénticas.
Tras casi 4.000 millones de años de evolución de la vida en la Tierra y 195.000 años de la evolución de nuestra especie Homo sapiens sapiens, nuestros cerebros se han especializado en el reconocimiento de patrones. Aquellos de nuestros antecesores que fueron capaces de distinguir a un predador de una oveja sobrevivieron y dejaron en sus genes la valiosa información que hemos podido aprovechar los que vinimos detrás. Lo mismo ocurre con los que distinguían las plantas venenosas de las que no las eran. Hace miles de años algunos seres humanos también se dieron cuenta observando las estrellas que la naturaleza repite ciclos, calendarios, que eran útiles para decidir donde asentarse y para predecir cuándo llegaría el frío, las lluvias, el calor, cuándo las plantas darían frutos o morirían, cuándo llegarían o se marcharían las manadas migratorias. También como individuos y como grupo tendemos a establecer y repetir hábitos que nos hacen predecibles. El cerebro de una especie tan físicamente vulnerable como la nuestra se especializó en anticipar el futuro como método de supervivencia. La selección natural ha ido haciendo el resto. La clave de que nuestro cerebro pueda funcionar como lo hace reside en que la naturaleza parece encontrarse a gusto estableciendo rutinas sencillas que se van complicando al repetirse en diferentes escalas. Nuestra especie ha ido afinando la intuición para predecir determinados acontecimientos hasta entender que los números son las piezas elementales que componen el lenguaje de esos patrones ocultos. Hace unos 2.300 años, en la antigua Grecia, Euclides puso las bases de las matemáticas en su obra Elementos de geometría. En ella recogió todos los conocimientos matemáticos conocidos hasta su época, pero además estableció un modelo en el que mediante leyes pudieran deducirse nuevas verdades.
Los sabios de la Grecia clásica entendieron que toda la naturaleza se asienta sobre modelos matemáticos y establecieron los cinco elementos básicos que la constituyen (aire, tierra, agua, fuego y éter), que Platón vinculó a otras tantas figuras geométricas regulares: «El fuego está formado por tetraedros; el aire de octaedros; el agua de icosaedros; la tierra de cubos; y como aún es posible una quinta forma, Dios ha utilizado esta, el dodecaedro pentagonal, para que sirva de límite al mundo. Hesíodo, en su Teogonía, escrita hace 2.500 años, postulaba que los dioses existen para poner orden en el caos.
La ciencia sigue hoy empleando la matemática como la principal herramienta para que nuestro cerebro entienda las leyes que rigen la naturaleza, y no hace otra cosa que tratar de explicar lo que es constante en un entorno caótico. Al matemático Benoit Mandelbrot, fallecido en 2010, se le reconoce la autoría de la descripción de la geometría fractal, que revela cómo objetos aparentemente irregulares muy frecuentes en la naturaleza mantienen su estructura visual por mucho que nos acerquemos o nos alejemos. La imagen de un vaso sanguíneo, de una nube, de una montaña, de un copo de nieve, de una hoja o de las redes nerviosas aparentan una extraordinaria complejidad, pero sustancialmente contienen idéntica regularidad geométrica cuando se observan en diferentes escalas.
Afortunada o desafortunadamente, tenemos limitada nuestra capacidad como especie para detectar los patrones, las constantes que subyacen a buena parte de las imágenes o las actividades de la naturaleza. La Teoría del Caos predice que cuando se introducen levísimas variaciones en el funcionamiento de un sistema natural, estas se multiplican exponencialmente a lo largo del tiempo, lo que hace imposible predecir el efecto final. En 1890 Poincaré pudo constatarlo cuando trataba de determinar en vano cuáles son en un momento dado la velocidad y posición de tres cuerpos como la Luna, el Sol y la Tierra, que interactúan gravitacionalmente. En 1963 el matemático y meteorólogo Edward Lorenz comprobó mediante un experimento con ordenador el célebre «efecto mariposa», con el que poéticamente estableció que el simple movimiento del aire que causa el batir de las alas de una mariposa es capaz de provocar un cambio en cascada en el clima que acabe desencadenando un tornado en un lugar alejado del planeta. A nuestro pobre cerebro, que adora ahorrar energía repitiendo rutinas, no le queda otra que afrontar lo impredecible. Eso sí, si se lo permitimos solo analizará lo justito para mantenernos vivos. La mayor parte de la actividad mental está automatizada, una parte viene de serie escrita en el código genético y otra parte procede del aprendizaje. Aprender requiere consumir mucha energía en la corteza cerebral hasta que conseguimos transformar la novedad en rutina. Una vez logrado, el cerebro envía el hábito a regiones más profundas y –en la medida que puede– fuera de nuestra actividad consciente. Es mejor que sea así. Ponernos a pensar cómo tenemos que caminar, rascarnos, montar en bici o teclear un ordenador sería insoportable. Además, la actividad inconsciente es más rápida procesando información y traduciéndola en órdenes motoras. Si cuando jugamos al tenis tuviésemos que seguir conscientemente la trayectoria de la pelota sufriríamos unas derrotas monumentales.
La potencia de procesamiento de información del cerebro humano es gigantesca y casi toda ella se mantiene oculta para nosotros mismos. Como defiende el físico teórico estadounidense Michio Kaku –empleando argumentos de Marvin Minski–, es probable que hayamos sobrevalorado la conciencia humana, que no es más que un producto de imágenes y pensamientos que proceden de lugares dispersos del cerebro y que cuando es necesario compiten por despertar nuestra atención, nuestro pensamiento consciente. El chimpancé es la especie más parecida a la nuestra y de la que solo nos diferencia un 1,6% del genoma. Lo que caracteriza a nuestro cerebro es el mayor desarrollo del lóbulo frontal, o más específicamente de la corteza prefrontal, aquella que es la última que madura en nuestra especie, al final de la adolescencia y que –como explica acertadamente el neurólogo Francisco Rubia– es el área cognitiva por naturaleza al albergar nuestra inteligencia, nuestra manera de procesar conscientemente la realidad. Quizás, más que preocuparnos de definir la conciencia humana, tiene más sentido hablar de los diferentes niveles de conciencia de las distintas especies, dando por sentado que todas ellas necesitan algún nivel de conciencia para adecuarse a su entorno. Kaku aventura que los robots podrán en el futuro alcanzar una «conciencia de silicio» que les permitirá adaptarse a circunstancias complejas.
Una bacteria, una planta, un colibrí o un oso hormiguero comparten con nosotros la obligación de sobrevivir como individuos y como especie, pero la evolución biológica les ha llevado a procesar la realidad con mentiras que en parte compartimos y en otra buena porción son distintas a las nuestras. Como ocurre en nuestra especie, procesan la realidad justo en los términos que necesitan para no desaparecer. En contraste con nuestros 100.000 millones de neuronas, el gusano C. Elegans dispone de apenas 300 que establecen unas 7.000 conexiones. El cerebro de los colibríes es del tamaño de un grano de arroz y sin embargo estas aves son capaces de elaborar mapas mentales para recordar entre miles de flores aquellas en las que ya han libado y en cuáles otras el néctar sigue intacto y jugoso. Los pájaros cascanueces son capaces de memorizar el lugar en el que entierran uno a uno 30.000 piñones durante los meses de calor en una superficie de cientos de kilómetros. Cuando llegan las nieves recuperan el 90% de los frutos. Estas hazañas de la memoria están completamente fuera del alcance de un cerebro humano convencional, pero para ellos es vital. La etología también ha demostrado que hasta las hormigas y las moscas son capaces de actuar según su experiencia pasada.
El físico y matemático Roger Penrose y el médico anestesista Stuart Hammeroff teorizan que la ingente capacidad de procesamiento de información del cerebro solo se explica porque en cada citoesqueleto de las neuronas y de sus axones existen unas estructuras de microtúbulos en red, cuyo funcionamiento responde a las leyes que rigen lo muy pequeño, las de la mecánica cuántica, que multiplica infinitamente la mera potencia de computación electroquímica del cerebro. En la escala de los objetos de gran tamaño la física clásica funciona como un reloj para predecir acontecimientos naturales. Incluye las leyes de Newton que explican el movimiento; las de Maxwell para explicar la luz, el magnetismo y la electricidad como constitutivos del campo electro magnético; y las leyes de la relatividad de Eisntein: la general que predice los campos gravitatorios a gran escala y la teoría especial, que prevé el fundamento que rige a grandes velocidades. Estas leyes son extraordinariamente precisas para establecer modelos de predicción en nuestro mundo convencional, pero fracasan en las escalas más pequeñas de la realidad, que es donde –según Penrose y Hammeroff– se hace posible la formación de la consciencia.
Los precedentes de su teoría son bien remotos. En la antigua Grecia Demócrito propuso que el mundo material está compuesto por diminutas partículas indivisibles: los átomos, una palabra que en griego significa justamente «no divisible». Platón objetó que si los átomos pueden ocupar algún espacio, entonces pueden dividirse, luego no puede ser el constituyente fundamental de la materia. Hoy sabemos que cada átomo está constituido por electrones que giran en torno a un núcleo. Éste a su vez está formado por neutrones y protones, los cuales se forman de quarks y leptones, que son los componentes fundamentales de la materia. Einstein, con su ecuación E = mc2 dejó establecido que la energía podía transformarse en materia, lo que abrió un inmenso campo de estudio que abarca reglas del juego diferentes a las que rigen para lo sólido. Cuando se estimula una célula nerviosa se produce un potencial eléctrico, el potencial de acción, que viaja a través de la extensión de la célula, el axón. En su terminal contiene vesículas cargadas de unas sustancias químicas, los neurotransmisores, cada una con una función definida. Cuando reciben la descarga se vacían las vesículas y los químicos salen a una zona entre las neuronas, la hendidura sináptica, desde donde se fijan a los receptores de la célula diana causando una reacción química de excitación o de inhibición. Los nervios, pues, transmiten información gracias a impulsos de energía. Pero como recuerda el fisiólogo Derek Chopra, en la base de esa energía está el vacío cuántico.
El físico de la Universidad de Oxford Vlatko Vedral va mucho más allá. La realidad está compuesta –según Vedrall– de unidades de información y no de fragmentos de materia o energía. No es solo que nuestro cerebro puede reconocer patrones de información, sino que la propia información es –en la escala subatómica– la componente esencial del universo y esta información es, además, previa a la aparición de la materia o la energía. Se apoya en las leyes de la mecánica cuántica para sostener que nada existe experimentalmente hasta que interactuamos con ello. Las unidades de información –y no las de energía y materia– son las que crean la realidad, y los propios fragmentos de materia y energía no son más que unidades de información. El profesor de ingeniería mecánica del MIT Seth Lloyd reivindica que la idea de Vedral ya viene siendo postulada por él mismo desde años antes. El universo –para Lloyd– se comporta como un inmenso ordenador cuántico que desde que nació durante el Big Bang hace 13.700 millones de años no hace otra cosa que recibir y procesar información subatómica en escalas cada vez más complejas. Asegura que los científicos han cometido el inmenso error histórico de analizar el universo como una colección de partículas y campos, cuando lo correcto es interpretarlo como un conjunto majestuoso en el que cada evento físico que ocurre en cualquier parte del mismo alimenta información al sistema. Y la salida de información que ofrece este ordenador cósmico es nada menos que la realidad. Este mecanismo es el que –según postula Lloyd– permite un universo en continua expansión en el que nacen y mueren galaxias con sus estrellas y planetas, y el que ha propiciado que en al menos uno de estos planetas, el nuestro, se desarrolle una vida que también evoluciona sin descanso procesando ingentes cantidades de información cada vez más compleja. Este computador hace prácticamente inevitable –para Lloyd– la eventual aparición del ADN, el sexo y la conciencia como formas de procesamiento de información que persiguen la supervivencia. Estas ideas están en línea con la teoría de la formación causativa que postula el bioquímico británico Rupert Sheldrake, quien sostiene que todo el universo contiene redes de información –campos mórficos– al que cada especie accede en función de su cercanía biológica. La especie humana tendría disponible fuera del cerebro información en red generada por el resto de la humanidad, una suerte de memoria colectiva, pero en particular seríamos más sensibles a aquella que producen las personas por las que sentimos afecto. Esta manera de procesar la realidad es la que –a juicio de Sheldrake– justificaría fenómenos como la intuición, las premoniciones o la telepatía. Es inevitable recordar a Hermes Trimegisto, el personaje mítico cuyas referencias se sumergen en lo más profundo de la historia. Asociado al dios egipcio Tot y al griego Hermes, la literatura ocultista le señala como padre del «hermetismo», un sistema de creencias metafísicas –entre las que se encuentra la alquimia– que tuvo un fuerte impacto en la Edad Media y que aún hoy alimenta las creencias ocultistas. Ahora nos puede resultar chusco que alguien con una mediana formación intelectual crea en el hermetismo y en la alquimia, pero no debemos precipitar nuestro juicio. Uno de los gigantes de la ciencia, Isaac Newton, fue alquimista y tradujo del latín al inglés la Tabla Esmeralda, una de las obras atribuidas al sabio Hermes. En ella, el viejo sabio sentencia: «Lo que está más abajo es como lo que está más arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo. Cada uno actúa para cumplir los prodigios del Uno». Son profundamente cautivadoras y fascinantes las actuales investigaciones que tienen como sustrato la mecánica cuántica y que persiguen establecer una Teoría del Todo que ofrezca una explicación única a cuestiones que abarcan desde la cosmología a la consciencia humana, pero hay que advertir de que estas hipótesis aún no han pasado la validación de la ciencia empírica. Es una lástima porque, como comprobaremos en este libro, a nuestro cerebro le encanta la coherencia.
LA CARRERA PARA CONOCER COMPLETAMENTE EL FUNCIONAMIENTO DEL CEREBRO
Europa y Estados Unidos han decidido que el cerebro deje de tener secretos para la ciencia y se han dado una década de plazo. Las administraciones de uno y otro lado del Atlántico han iniciado una carrera en la que reconocen que afrontan el mayor esfuerzo científico de la historia y la meta será construir el mapa completo de la actividad cerebral. Se trata de reproducir para la Neurociencia lo que para la genética ha significado el Proyecto Genoma Humano, aunque ahora el reto es más complejo. El cerebro humano suma 100.000 millones de neuronas y cada una de ellas es capaz de establecer unas 10.000 conexiones. Este desafío persigue comprender el funcionamiento de la joya de la evolución, avanzando simultáneamente en el desarrollo de una forma extraordinaria y aún desconocida de inteligencia artificial. Si tiene éxito también se abrirá la puerta al diseño de nuevos tratamientos destinados –sobre todo– a enfermedades degenerativas como el Parkinson y el Alzheimer. En Estados Unidos hacen cuentas y les salen. Cada dólar que invirtió el país entre 1990 y 2003 para desvelar el genoma humano se multiplicó por 100 en beneficios para la economía nacional. Fueron casi 4.000 millones los que se emplearon para conocer el genoma y se baraja esa misma cifra para destripar los secretos del cerebro. El proyecto americano BRAIN –del que el neurobiólogo español Rafael Yuste es impulsor en la Universidad de Columbia– persigue capturar y controlar la actividad cerebral creando sensores de tamaño molecular que actúen de forma no invasiva. Al mismo tiempo que la investigación estadounidense, se desarrolla el Proyecto Cerebro Humano (HBP), que dirige en Suiza el científico Henry Markram y que moviliza durante una década 1.000 millones de euros que financia la Unión Europea. Esta iniciativa no trata de cartografiar una a una cada conexión del cerebro, sino aprovechar el conocimiento que la ciencia acumula sobre cómo las neuronas se conectan entre sí para elaborar algoritmos matemáticos que permitan construir un modelo de predicción de todo el funcionamiento cerebral. Estados Unidos y Europa tratan de coordinar ambos proyectos y se persigue que la información que se consiga con BRAIN ayude a modelar la supercomputación cerebral de HBP. Antes de recibir el impulso europeo, Markram y su equipo ya llevaban años trabajando en el proyecto Blue Brain con el que –con la ayuda del superordenador IBM Blue Gene– han conseguido simular el funcionamiento de las 30.000 neuronas con forman la columna neocortical de los roedores. Los críticos argumentan que aún no se disponen de ordenadores con la suficiente potencia para reproducir los billones de operaciones por segundo que ejecuta el cerebro humano. También objetan que mientras nuestro cerebro consume el equivalente de veinte vatios de energía, un computador de esa envergadura requeriría disponer en exclusiva de toda una central eléctrica. Marktram está convencido de que en unos años se podrán resolver los impedimentos técnicos. Su ordenador neuromórfico se comportará como un gigantesco cerebro artificial al que conectará con robots para analizar cómo aprenden estos. La gran pregunta aún sin resolver es qué consecuencias tendría para nuestra especie fabricar robots con cerebros que podrían llegar a ser conscientes. El propio Markram reconoce que ésa es una pregunta filosófica para la que no tiene respuesta.
PLASTICIDAD CEREBRAL
En personas sanas cualquier órgano funciona de forma eficiente y adecuada para el fin evolutivo para el que está diseñado. El cerebro tiene la particularidad de que procesa mayor cantidad de información y ésta es más compleja y en muchos casos impredecible, puesto que buena parte procede del exterior. Resulta casi increíble su capacidad para adaptarse a cualquier situación gastando el mínimo de energía posible. Su «plasticidad» es la que le permite –por ejemplo– que podamos adaptarnos a la pérdida de un brazo, una pierna o una mano. Ello se debe a que para cualquier movimiento que hacemos el cerebro tiene establecido un mapa concreto, un recorrido eléctrico que se refuerza con el uso. Cuando se amputa un miembro, el cerebro sigue echando mano de su camino conocido durante un tiempo y la persona que ha sufrido la amputación siente que sigue allí el miembro y que lo puede seguir usando. Es lo que se llama un «miembro fantasma». Si se le coloca al pac...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. Índice
  5. PRÓLOGO
  6. Capítulo 1: ASÍ FUNCIONA
  7. Capítulo 2: EMOCIONES, MIEDOS, PLACERES
  8. Capítulo 3: RAREZAS
  9. Capítulo 4: Manual de mantenimiento
  10. Capítulo 5: A DORMIR.
  11. EPÍLOGO
  12. BIBLIOGRAFÍA
  13. ÍNDICE ANALÍTICO