PARTE I
EL INICIO DE MIS RECUERDOS
Era junio de 1945. Si nací el 13 de febrero de 1920 tenía 25 años bien cumplidos. Me encontraba en un vagón de tercera del tren correo Málaga-Madrid. Hacía pocas horas que había desembarcado del buque que hacía el trayecto nocturno Melilla-Málaga, después de una travesía extraordinaria para mí, ya ducho en este recorrido, pues nunca la mar se había convertido en una balsa de aceite, que se iba abriendo a medida que la quilla del barco iba avanzando. La luna reflejada en este espejo no podía cabalgar y se conformaba, en esta ocasión, transmitiendo como un farol destellos de su propia luz. La expectación de este fenómeno obligó a la mayoría de los viajeros a conciliar el sueño más tarde de lo normal, a altas horas de la madrugada. Al llegar a Málaga tuve que pasar por el obligado y riguroso control de los carabineros de la aduana, que se incautaban de los artículos considerados de contrabando, que en África estaban a precios exiguos con respecto a la Península. Este trámite para mí fue especial, pues llevaba un paquete para un teniente coronel destinado en el Ministerio de Defensa en Madrid, que mi comandante me había entregado, junto a una tarjeta suya dirigida al jefe de la aduana. Esto significó el que no registrasen mi maleta repleta de tabaco, relojes y artículos que familiares y amigos me habían solicitado previamente por correo.
El vagón del tren estaba rodeado de gran parte de soldados uniformados que, como yo, procedían de Melilla. Yo, sin embargo, iba de paisano que era la ilusión de todo soldado. Iba así porque no disponía de uniforme y de haberlo tenido me estaba vedado usarlo, ya que en mi bolsillo, independiente del imprescindible billete de embarque militar, disponía de un carnet de identificación como agente del Servicio de Información de la Intervención Territorial del Quert, del Protectorado Español de Marruecos, sito en Villa Nador.
Yo era uno de los derrotados de la guerra civil española y me satisfacía deducir, a la vista de los acontecimientos vividos desde mi regreso del extranjero, que no estaba totalmente vencido. Es cierto que mi formación educativa, mis conocimientos de los idiomas francés y alemán unidos a mi experiencia de años vividos con mucha intensidad, me sirvieron de mucho. Con todo ello, de no haberme acompañado la suerte, hubiera sido más difícil. Sí, estaba convencido de que era una persona afortunada y eso que no desconocí los sufrimientos, hambre, opresión, prisión… pues pasé por todos ellos y en circunstancias de excepción.
No iba de servicio. Era un viaje de un mes de permiso. La validez de mi carnet de agente fuera del Protectorado español era muy discutible, pero las contadas veces que me identifiqué con él en la Península, incluso ante la policía, todo eran facilidades. Para comprender esto hay que situarse forzosamente en esta época, cuando el escuchar «Servicio de Información» era suficiente motivo de temor para cualquier ciudadano, incluso para la propia policía.
En este viaje tuve la ocasión de comprobar la eficacia de mi documentación. La escasez de alimentos de primera necesidad, contingentados a través de cartillas de racionamiento individuales, originó un tráfico de alimentos desde las zonas rurales, donde era fácil la adquisición de productos agrícolas para venderlos a mayores precios en las grandes ciudades. A este tipo de negocio se le denominó «mercado negro» y aunque estaba muy sancionado tomó gran impulso ya que el ciudadano estaba obligado a adquirir estos alimentos para poder subsistir. El abastecimiento oficial a través de cupones para pan, legumbres, carnes, aceites, tabaco, etc. era escaso en cantidad y la mayor parte de las veces en calidad. En pequeñas cantidades el medio de transporte que utilizaban estos «estraperlistas» era el tren. Tenía su riesgo, ya que en cualquier momento podían surgir agentes de la Fiscalía de Tasas que registraban todo, desde la máquina de vapor a la cola, y se incautaban de todos los productos alimenticios en maletas y bultos. Nadie reclamaba su propiedad para evitar multas y hasta detenciones, según el volumen del decomiso.
En un largo trayecto eran varias las veces que al parar en una estación subían los agentes y esta circunstancia se conocía enseguida por el nerviosismo de los pasajeros implicados, que trataban de desplazar sus maletas en sentido contrario al avance de los agentes, trasiego que se hacía dificultoso por ir siempre los trenes abarrotados de pasajeros.
En este viaje me encontraba, como ya queda dicho, rodeado de soldados, algún paisano y una viejecita que tenía sentada sobre ella una niña, que supuse sería su nieta. Un súbito desplazamiento de bultos dio a entender que íbamos a conocer un registro en nuestro departamento. Noté en el semblante de esta mujer una expresión de temor y su consiguiente inquietud. Sin pensarlo mucho le pregunto si tiene algún contratiempo e instintivamente me señala una maleta grande situada en la parte superior del tablero soportabultos. Le digo que se tranquilice, pues diré que es mía y a mí no me registrarán. Tengo que aclarar que a los soldados normalmente no les registraban sus bártulos, que ya habían pasado por el control de la Aduana. Por fin llegan los agentes y no les dicen nada, pero como venían acompañados por dos agentes de policía del servicio del tren, piden la documentación a todo el mundo y a los soldados el oficio-pasaporte militar de permiso. A mí que voy de paisano con mayor motivo me lo piden y sólo les enseño mi carnet. Al preguntarme si voy de servicio les contesto: «por supuesto». Señalo con un gesto dos maletas y un paquete que manifiesto son de mi propiedad. No hay nuevo intercambio de palabras y todos al abandonar el departamento me saludan. Transcurrido el chaparrón y ante el agradecimiento de la viejecita y las miradas interrogantes del resto de pasajeros y soldados, no recuerdo, por el tiempo transcurrido, las palabras que pude decir, ya que no siendo correcto airear mi condición de agente del Servicio de Información de la Intervención Territorial del Quert, lo que sí que les aseguré es que no era ningún policía.
Aunque mi permiso lo tenía que disfrutar en Valencia, existían dos motivos para pasar por Madrid: entregar personalmente el paquete que mi jefe me había encomendado y mis deseos de recorrer la capital, después de nueve años de ausencia y visitar los lugares que había conocido en circunstancias tensas provocadas por la defensa de Madrid, al principio de la guerra. Sabía de antemano que iba a sufrir la nostalgia de los años transcurridos y me faltaría el calor de las mismas imágenes vistas a través de los ojos de un muchacho de dieciséis años.
Madrid tenía muchos lugares que me recordaban a mis compañeros de milicias y la unidad militar con la que estuve en distintas barricadas de la capital. Todos procedíamos y nos habíamos instruido militarmente en Valencia y, posteriormente, en Alicante.
MIRANDO HACIA ATRÁS, EN 1936 HAY QUE DEFENDER LA REPÚBLICA
¿Cómo conocí a Huguet, Pérez Carpio, Izquierdo, Muñoz Suay, hermanos Talón, Ferraz, Torrella, Galán, y tantos y tantos que más adelante serán citados?
En octubre de 1936 acudí al llamamiento de voluntarios para la defensa de la República. Como era miembro de la Federación Universitaria Escolar (FUE) en la Asociación Profesional del Instituto Luis Vives de Valencia, me incorporé junto a dirigentes y afiliados de esta organización estudiantil al Primer Batallón del Regimiento de la Victoria. Este batallón, junto a otras unidades de milicias se fue formando en el Colegio de los Salesianos de la calle Sagunto, acondicionado como cuartel general de milicias y en donde efectuamos la primera instrucción militar. Posteriormente fuimos desplazados al cuartel de Benalúa de Alicante y allí proseguimos la preparación militar de la unidad. El 10 de enero de 1937 nos enviaron a Madrid llegando a la Estación de Atocha y formados llegamos al Ministerio de Fomento, acondicionado todo el edificio como centro de distribución y destino de los milicianos que integraban las columnas y unidades que iban llegando a la capital.
El comandante Trigueros, al mando del Regimiento desde que se constituyó en Alicante, efectuó una visita con su Estado Mayor para comunicarnos que estaba pendiente de que se le asignase un sector del frente y que nos encontrábamos en la tercera fase de la defensa de Madrid.
El bautismo de guerra lo iniciamos el 18 de enero con un desplazamiento a Perales del Río (Madrid), desde donde y durante ese día se efectuaron varias marchas para ponernos a punto, con motivo de la acción que se preparaba para la madrugada del día siguiente, cuando los tres batallones de la brigada del comandante Líster tenían como objetivo tomar al asalto el Cerro Rojo, antes denominado Cerro de los Ángeles. El Batallón de la FUE en esta operación tenía asignada una segunda línea de reserva. El comandante Líster, que ya en varias actuaciones, en plena defensa de Madrid, prefería operar por la noche y descansar durante el día, en esta ocasión y por tratarse de llegar al cerro con gran visibilidad por parte del enemigo, optó también por la nocturnidad, ya que aparte del factor sorpresa quiso llegar al mínimo de bajas en la operación. La acción empezó sobre las cinco de la madrugada y al empezar a alborear, y con muy pocas bajas, el cerro cae nuevamente en poder de las fuerzas republicanas. Se consigue un excelente botín capturando un jefe del Estado Mayor, varios oficiales, muchos prisioneros y abundante material bélico.
Este mismo día por la tarde y con mucha rapidez las fuerzas franquistas, que asumían el nombre de nacionales, reciben grandes refuerzos de su sector y la lucha se encarniza, por nuestra parte por mantener el recién reconquistado Cerro Rojo, y los franquistas por volver a tomarlo, lo que consiguen antes de que llegue la noche cerrada. Los muertos por ambos lados son muy numerosos. En segunda línea conocí esta circunstancia con bastante detalle por ser mi primera acción militar. La imagen dantesca de tantos muertos durante este día no significó para mí una inyección de euforia guerrera, y eso que sin haber probado el alcohol en mi vida, durante toda la batalla el rancho que me dieron se limitó a frecuentes galletas nadando en coñac en mi plato de miliciano.
En la calle Daoíz, cerca de la plaza Dos de Mayo, en un convento-iglesia, transformado en habitación dormitorio para la primera y segunda compañías del primer Batallón, conocí con mis compañeros de la FUE, que estábamos integrados en la primera, las «primicias» del caldero de lentejas que ya y durante el resto de la guerra se harían célebres con el nombre de «las píldoras del doctor Negrín». Al recordarlo retrospectivamente no pude reprimir una condescendiente sonrisa, no por el primer sabor de esta legumbre como rancho militar, que solamente lo probamos, ya que veníamos bien nutridos por los alimentos del litoral alicantino, sino porque noté algo de nostalgia recordando esos días que, aún con los sinsabores de la guerra, uno se sentía feliz teniendo por delante toda una vida, lógicamente llena de incógnitas. Esta proyección de nueve años atrás me emocionó por la suerte de poder rememorarla.
Ya introducido en esta época y recuerdos, me fue obligado evocar una breve visita de pocos días al frente del sector de la Ciudad Universitaria. Conocí muy poca actividad, pero lo suficiente para descubrir la traidora trayectoria de los obuses de los morteros capaces de introducirse súbitamente en las trincheras. También me quedó de esta tan breve estancia, la imagen de que parte de las improvisadas troneras del parapeto la componían múltiples cajas de latas de ternera o de búfalo, de mantequilla, que constituían lo que se denominaba «rancho en frío», que era el que normalmente se nos suministraba en primera línea de frente.
Una anécdota interesante que refleja fielmente el ambiente guerrero de Madrid no se me podía escapar al llegar a la Gran Vía. Con cruces de proyectiles sobre las barriadas extremas, que configuraban el cinturón de los diversos sectores de la defensa de la ciudad, varios compañeros de la FUE fuimos al cine Capitol, en plena Gran Vía, para ver la proyección de la película de guerra soviética Los marinos de Kronstadt. En un momento dado creímos que la banda sonora no sincronizaba bien con las imágenes. El traqueteo de las ametralladoras del buque de guerra funcionaba a destiempo frecuentemente. Alguien tuvo la intuición de pensar que el ruido de las ametralladoras fuese real y proceder del propio frente de Madrid. Esta era la realidad y salimos apresuradamente para incorporarnos a nuestra unidad que se encontraba en El Pardo. Recordé que coincidimos en esta incidencia Rafael Talón, José Huguet, Fernando Ferraz, Rafael Bonet, Rafael Izquierdo y yo.
En este sector de El Pardo estuve hasta finales de febrero, pues reclamado por menor de edad, tuve que regresar al entorno familiar aunque no por mucho tiempo, como más adelante habrá ocasión de relatar. De mi breve estancia en este frente recordé que no hubo acciones de importancia. Al entrar en línea nuestro batallón pasó a las órdenes del comandante Enciso, quien ajustándose a las recientes estructuras orgánicas, con otro batallón y una columna creó la 44 Brigada Mixta que permaneció en este sector, defendiendo la capital durante toda la guerra. Era destacable el compañerismo entre los estudiantes de la FUE, que poco a poco iban menguando la primera compañía mandada por el capitán Vicente Talón, también de la FUE valenciana, pues se iban incorporando a las diversas convocatorias para cursos de Oficiales en las distintas Escuelas Populares de Infantería, Artillería, Ingenieros, Aviación, etc. que por necesidades de la guerra se iban convocando. Quedaban dentro de la compañía obreros y empleados agrícolas de Catarroja, Algemesí y Alzira, hombres sencillos y valerosos, que por su fortaleza física fueron de gran ayuda en nuestras marchas. Aquí, por primera vez, tuve que imitar a mis compañeros despojándome de la ropa para ir eliminando, en lo posible, las molestias de los parásitos que se ubicaban en nuestros cuerpos. Al ser reclamado junto a Ricardo Bastid,1 terminó mi breve estancia en el frente de Madrid.
EL COMPROMISO CON LA REPÚBLICA. CONTEXTO FAMILIAR Y POLÍTICO SOCIAL
Al regresar a Valencia me enteré de que mi padre me había reclamado bajo la presión de los padres de Bastid, que viviendo en la misma finca de calle de la Nave número 3, tenían un contacto diario y decidieron reclamarnos a los dos.
En lugar de encontrar la satisfacción de haber cumplido una pequeña aventura personal, me di cuenta de que me faltaba el calor de mis compañeros del frente y que difícilmente podría acoplarme a la pasividad que, de momento, no favorecía mi edad. A medida que pasaban los días se me acentuaba la nostalgia de la camaradería de los compañeros de la FUE y empecé a reconocer que mi sitio no estaba en la retaguardia. La decisión de mi incorporación al Batallón de la FUE obedeció a una inquietud juvenil originada por el ambiente de una rebelión militar, que rápidamente se transformó en una guerra civil. Ello caló en muchos jóvenes, fundamentalmente en los que por circunstancias de entorno –familiares y amigos–, estaban politizados defendiendo la legalidad republicana. Este era mi caso, ya que desde los 14 años estaba afiliado a la FUE en la Asociación Profesional del Instituto Luis Vives y recién cumplidos los 16 años en las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). Otro factor de peso era la fuerte personalidad de mi padre, que espero quede bien plasmada al hacer la recopilación testimonial de un gran recuerdo que se inicia un 18 de julio de 1936.
Sí, recuerdo este día como un sábado resplandeciente que invitaba a ir a pasar la mañana tomando el baño en la piscina del Balneario de las Arenas, lugar frecuentado por los estudiantes que nos encontrábamos de vacaciones. Tenía 16 años y había terminado con aprovechamiento en el mes de mayo mi sexto curso de bachillerato y por tanto el título de Bachiller con mi promoción de estudiantes oficiales 1931-193...