Fenomenología de la experiencia estética
  1. 530 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Descripción del libro

En este estudio, Mikel Dufrenne desarrolla una crítica de la experiencia estética. Centrándose en «el sentido» propio y «las condiciones» que hacen posible la experiencia del sujeto contemplador, Dufrenne perfila la noción de objeto estético, fenomenológicamente entendido, en relación a la obra de arte. Para introducirse en el estudio de la experiencia estética, aborda la organización objetiva de la obra de arte, como totalidad estructurada y potencial instauradora de sentido. Por otro lado, partiendo de un estudio sobre la obra musical y de otro sobre la pictórica, propone un perfil general de la estructura de la obra de arte. De este modo, se va desvelando la clave metodológica: a partir de la descripción fenomenológica, desarrolla un análisis trascendental, para abordar finalmente el ámbito de lo propiamente ontológico. A su vez, considera que la experiencia estética supone el mantenimiento, por parte del sujeto, de una determinada actitud estética.

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Información

Año
2018
ISBN del libro electrónico
9788491343202
Edición
1
Categoría
Art
LIBRO PRIMERO
EL OBJETO ESTÉTICO
Primera parte
Fenomenología
del objeto estético
1.
Objeto estético y obra de arte
Vamos a intentar describir el objeto estético y antes que nada a preparar nuestros análisis partiendo de un ejemplo. Este objeto es, primero si no exclusivamente, la obra de arte tal como la capta la experiencia estética. Pero, ¿cómo se distingue el objeto estético de la obra de arte? Hemos decidido aceptar la tradición cultural, pero tal recurso deja en suspenso ciertas cuestiones. Sin embargo, a primera vista, no parece difícil distinguir la obra de arte y decir qué es, especialmente si no queremos enzarzarnos en casos límite, preguntándonos si un mueble que es una obra de arte cuando está diseñado por un gran artista continúa siéndolo cuando se fabrica en serie, o si el jarrón donde colocamos flores es una obra de arte con el mismo título que el ánfora griega que se exhibe en el Louvre. Pero aquí se interfieren dos nociones: la elección, y el ser de aquello que es auténticamente obra de arte. Acerca de la elección, podemos atenernos al criterio sociológico de la tradición; pero ¿qué decir acerca del ser? La tradición y los expertos, que al fin y al cabo promueven y sirven a esta tradición, pueden decirnos: las telas de tal pintor o las sinfonías de tal músico poseen realmente la cualidad de obras de arte. Pero la reflexión se conecta enseguida al problema del ser de la obra así seleccionada y que ha sido propuesta como ejemplo, para hallar en ella, si no la razón (si lo bello no es un criterio objetivamente definible y universalmente válido) al menos la confirmación de esta elección. No se escapa a la aporía que ya hemos indicado: para elucidar la naturaleza de la obra, se presupone un objeto cuya calidad de obra ya es reconocida, y se justifica así la elección que ha sido realizada antes de la reflexión. Mas si no se puede prescindir de ciertos presupuestos, no se debe por ello eludir el problema crítico.
¿Se plantea realmente este problema? A primera vista nada hay tan simple como indicar obras de arte: esta estatua, este cuadro, esta ópera… ¡Un momento! ¿Puede mostrarse una ópera de Wagner de la misma manera como mostramos una escultura de Rodin? ¿puede localizarse en el ámbito de las cosas y asegurársele una indudable realidad? Se dirá: la ópera como tal no está hecha para ser vista sino para ser escuchada; con esto se indica ya que el fin de una obra es la percepción estética. Pero desde el momento en que fue hecha posee el ser de una cosa.
¿Y qué es lo que ha sido hecho? Wagner ha escrito un libreto y una partitura, tales signos sobre el papel, que el linotipista reproduce, son de hecho la obra? Sí y no. Cuando Wagner escribió el último acorde en su manuscrito pudo decir: mi obra está acabada; pero cuando el trabajo del compositor termina, comienza el de los ejecutantes: la obra está terminada, pero todavía no se manifiesta como es ni está aún presente. Yo puedo tener la partitura de Tristán ¿pero me encuentro, por ello, en presencia de la obra? Si no soy capaz de leer la música, desde luego que no: más bien estoy frente a un conglomerado de signos sobre el papel y tan lejos –no me atrevo a decir: más lejos, dado que no hay grados en el infinito que separa la presencia de la ausencia– como si me encontrara ante un nuevo resumen del libreto un comentario de la obra. Si, por el contrario, estos signos poseen sentido para mí –sentido musical se entiende– entonces me hallo por ellos en presencia de la obra, y puedo, por ejemplo, estudiarla como hace el crítico que la analiza o el director de orquesta que se prepara para dirigirla. ¿Pero cómo poseen tales signos un sentido, sino evocando, de una forma que ya se verá, la música misma, es decir, una ejecución virtual, pasada o futura? Solo así la obra musical es ejecutada, es así como se halla presente. No obstante, existe ya, aunque sea como puro estado de proyecto, desde que Wagner descansó su pluma. Lo que la ejecución le añade no es nada. Y sin embargo lo es todo: la posibilidad de ser escuchada, es decir, presente, según la modalidad que le es propia, a una conciencia, y de llegar a ser para esta conciencia un objeto estético. Esto es afirmar que la obra es captable en relación al objeto estético. Y esto es igualmente cierto para las artes plásticas: esta estatua del parque, este cuadro que cuelga de la pared, están ahí indudablemente, y parece vano el interrogarse sobre el ser de la obra; o más bien cualquier interrogación hallará enseguida su respuesta, ya que la obra está ahí, prestándose al análisis, al estudio de su creación, de su estructura o de su significación. Y no obstante, al igual que la partitura se estudia en referencia a una posible audición, así la obra plástica se conecta a la percepción estética que suscita; y nosotros reparamos en ella como obra de arte entre las cosas indiferentes solo porque sabemos que solicita esta percepción, mientras que unas manchas en un muro o un muñeco de nieve en el jardín no merecen tal percepción ni tampoco la obtienen. Así, sobre la fe de una cierta tradición cultural, distinguimos las obras auténticas como aquellas de las que tenemos conciencia que solo existen plenamente cuando son percibidas y fruidas por ellas mismas. Así, la obra de arte, por muy indudable que sea la realidad que le confiere el acto creador, puede tener una existencia equívoca porque es su vocación el trascenderse hacia el objeto estético en el cual alcanza, con su consagración, la plenitud de su ser. Interrogándonos sobre la obra de arte, descubrimos el objeto estético, y será necesario hablar de la obra en función de este objeto.
Dejemos de cuestionarnos, pues, dónde está la obra propiamente dicha para atender al surgimiento del objeto estético, puesto que para que conozcamos la obra debe sernos presente como objeto estético. Asistimos a la representación de Tristán. Esta representación tiene una fecha, es un acontecimiento, quizá mundano o incluso histórico: es algo que sucede y se desarrolla ante los hombres y que puede influir en su destino, por las emociones que experimentan, las decisiones que toman o simplemente las amistades con las que se encuentran. ¿Y se trata de un acontecimiento para la obra misma? Sí y no. Puede serlo en la medida en que se vea afectada y transformada por tal representación, es decir, por la interpretación que de ella se dé y que puede variar según los ejecutantes, cantantes, músicos o decoradores: una nueva puesta en escena puede ser un acontecimiento para la obra al igual que las reflexiones de un crítico que sugiera al día siguiente una nueva interpretación de la música, o de un filósofo que nos invite a comprender de una nueva forma el tema del día y de la noche, o de la muerte por amor. Por este hecho, algo quizá se modifique en la interpretación de la obra, la que da el ejecutante o la que facilita el espectador. Pero, ¿se verá realmente alcanzado el ser mismo de la obra con todo ello? No, si se admite que la representación está al servicio de la obra y que la obra, independiente ella misma de esta representación, no puede verse comprometida por ella. La representación no es para la obra más que la ocasión de manifestarse, y se captará mejor el interés si se comparan unos instantes con otros, que son como representaciones con descuento. Primero puedo leer el libreto en una edición en la que se suprime la música. Mas entonces estoy en presencia de un objeto estético diferente, que es un poema dramático y que no puede considerarse ya como el objeto estético de la ópera; hay un ser de este objeto, incluso aunque ello no haya sido expresamente deseado por Wagner, porque posee una virtud poética que le permite existir incluso estéticamente a pesar de haber sido separado de la música, como existe, porque ha preexistido, el texto de Pelleas. Leo el libreto como un poema para experimentar una especie de encantamiento, y no solo por enterarme de la acción o para hallar un elemento de información cultural; de igual modo una música para ballet puede ser interpretada por sí sola, aunque quizá le falte algo, como sucedería con una película sonora que se proyecte sin sonido. (No se sabría leer en el mismo sentido un libreto de Mozart, por ejemplo, que es tan solo un puro pretexto para la música, en la que se subsume o consuma, y que separado de la partitura no posee valor estético ni puede tener por sí solo sentido explícito el ser propio de un objeto estético.) Por otra parte, puedo, si soy capaz, leer la partitura; ¿estaré entonces en presencia de la misma ópera? No exactamente. Estoy solo frente a signos que posibilitan y regulan la representación, y estos signos no tienen todo su sentido ante mí si no los sé leer perfectamente y si no puedo evocar con todas sus propiedades los sonidos que denotan.
Se dirá, no obstante, que tales signos sí que son la obra misma. ¿No fue Wagner quien los escribió? Pero Wagner no escribió estos signos a la manera de un pintor que realiza un cuadro: están ahí solo para guiar imperiosamente al intérprete que debe convertirlos en sonido y para el oyente que debe escucharlos como tales sonidos y no como signos para leer. Podría incluso suceder que un oyente llevase consigo al concierto la partitura Y fuera leyendo el texto a la vez que escucha: aprende así a escuchar la música leyéndola y sería, al fin y al cabo, la audición el objeto último de tal ejercicio (puede asimismo suceder, como veremos, que el conocimiento de los sonidos ayude a la percepción, la purifique y la oriente). Así, la audición tiene siempre la última palabra que decir, y la evocación que posibilita la lectura es a lo sumo un ersatz, o bien una preparación a esta audición.
¿Cuál es, pues, el ser de esta obra que así nos es presentada? ¿En qué queda cuando cesa la representación? La primera cuestión nos conduce de nuevo al punto de partida: ¿qué es lo que pertenece en propiedad al objeto estético en la realidad del acontecimiento que es la presentación? ¿Qué entendemos como objeto estético? En rigor podríamos anexionar a este objeto todo cuanto concurre a su epifanía, participando del espectáculo: la sala entera, el escenario con los actores, los ayudantes en los camerinos, los maquinistas entre las bambalinas y luego la nave del teatro con la muchedumbre de espectadores.
Pero ya aquí se impone una distinción entre lo que produce el espectáculo y lo que se integra en el espectáculo. El electricista que controla el alumbrado, el modisto que ha diseñado el vestuario, incluso el director, de escena no forman parte del espectáculo, permanecen en la sombra, no están allí. Se ve, pues, ya con esto que la percepción es aquí soberana, y que es ella quien decide lo que se integra al espectáculo: por ejemplo, la sala, ya que no es indiferente que la representación se desarrolle en este lugar suntuoso donde el mármol, el oro y el terciopelo cooperan a la solemnidad del espectáculo, hacen olvidar las miserias de la cotidianidad y, por esta especie de incienso que prodigan a la vista, preparan el espíritu para los sortilegios del arte. También los espectadores cooperan, ya que no es indiferente tampoco que miles de miradas converjan, y que una comunicación humana se conecte en pleno silencio. Todo ello forma parte del espectáculo con el mismo título que la batuta del director de orquesta que se ve aparecer junto al proscenio, pues también entra, aunque sea corno fondo, en las percepciones que se dirigen sobre la escena.
Pero no vayamos tampoco demasiado lejos: no puede identificarse el espectáculo con el objeto estético, lo que puede acompañar a la ópera y crear un clima favorable para su percepción, es una cosa, y la ópera en sí misma es otra. Y es una vez más la percepción lo que va a permitirnos discernir el objeto específicamente estético. Lo que es marginal no retiene su atención, y esta se desvía sin tomarlo muy en serio; no se le concede más que una conciencia potencial, más que actual, en todo caso cierta neutralidad a menos que cualquier incidente, como un vecino ruidoso o un corte de luz, no me induzca de nuevo a lo que Husserl denomina una actitud posicional. No estamos en la ópera corno el héroe de Balzac iba al «Théâtre des Italiens», estamos en la ópera para escuchar y ver Tristán e Isolda.
La mirada se concentra en la escena: allí es donde se representa Tristón. ¿Qué es lo que vemos? Actores que interpretan y cantan. Pero tampoco estos actores son el objeto estético. La actriz, que tiene una apariencia de tan buena salud, no es Isolda, la frágil Isolda que muere de amor; tampoco ello importa mucho, es su voz lo que cuenta, la que debe ser y que es la voz de Isolda.1 Mas ¿cómo puedo yo afirmar que es la voz de Isolda? Existe, de hecho, una Isolda que el texto impone y que descubrimos a través de la interpretación y del canto de la actriz, los cuales nos instruyen acerca del texto, en el caso en que no lo conozcamos ya, a la vez que la actriz nos facilita ella misma la norma según la cual podemos juzgarla: nos indica cómo es para ella la Isolda verdadera que funciona como modelo y como juez. Por otra parte, en la actitud estética ordinaria no nos preocupamos de juzgar a los actores, ni siquiera los percibimos como tales actores, a menos que algún accidente, como el ya citado del corte de luz o una torpeza, una indisposición o un «gallo» del intérprete, interrumpan o desnaturalicen su papel, induciéndonos a fijarnos en ellos como tales actores, juzgándolos y acusándolos de traicionar el personaje que nosotros seguíamos a través de su representación. De hecho, no decimos que tal actor finge que se muere, sino que Tristán se está muriendo. El actor queda neutralizado, no se le percibe por el mismo sino por la obra que representa: es en la ópera lo que el lienzo en el cuadro, algo que puede desde luego traicionar o ayudar a los colores, según que, por ejemplo, la mano de imprimación haya sido bien o mal preparada, pero que no es en sí mismo el color.
Por otro lado, ¿qué son para mí Tristán e Isolda, qué representa para mí esa historia que les sucede y que contribuye al argumento de la ópera? Hay que introducir aquí una distinción: si se trata de la historia tal como la resume el programa, no es desde luego el objeto estético; ya la conocemos antes de asistir la representación y, sin embargo, nos queda aún todo por conocer. Esta historia puede tener ciertas virtudes intrínsecas gracias a las cuales se presta más o menos a un tratamiento artístico: el aura de la leyenda, la simplicidad homérica del relato, la pureza violenta de las pasiones confiere al argumento un carácter a la vez dramático y poético, presto a solicitar la cooperación del genio del compositor. Pero estas cualidades estéticas solo son virtuales en el tema y únicamente en la obra acabada es cuando se actualizan; sin ello la historia no sería más que un mero hecho sin relevancia. Así pues, es la historia, tal como se presenta ante nosotros, y si tenemos cuidado de no perdernos nada, lo que puede facilitarnos el objeto estético, que seguiremos con toda nuestra atención. ¿Y cómo puede ser esto? Seguimos a Tristán e Isolda por medio de los actores, pero no nos dejamos engañar: no llamamos al médico cuando vemos a Tristán yaciente en su lecho, sabemos que es un ser de leyenda tan fabuloso como el centauro. Además, las percepciones marginales no cesan de recordarnos que estamos en el teatro y que asumimos el papel de espectadores. Así, Tristán e Isolda, como Husserl dice respecto del Caballero y de la Muerte que contempla en un grabado de Durero, no son más que «pintados» y constituyen un «simple retrato». Por ello quizá aceptamos lo inverosímil: por ejemplo, que Tristán, muriéndose, tenga todavía tanta voz como para cantar, que un pastor sea tan buen músico o que los actores lleven vestidos y muestren gestos tan convencionales. El sentido de la obra no se ve afectado por todo ello. En igual medida aceptamos que el libreto retoque la leyenda, en el caso en que esta esté ya codificada, al igual que Corneille se toma libertades con la historia: no somos niños que no quieren que ni una palabra se cambie en el cuento que se les relee, ya que ellos no adoptan aún la actitud estética y se interesan más en la cosa dicha, de la que no quieren perderse nada, que en la manera en que es narrada; existe efectivamente una verdad de la ópera, mas no está simplemente en la historia, sino en la palabra y en la música en que se diluye. Si Isolda no fuese verdadera, no lo sería ante la historia sino ante su misma verdad que la obra tiene la misión de revelar y de fijar y que solo puede ser expresada a través de la música: si Wagner pecase sería contra la música. Así, si no nos dejamos engañar ante lo real –los actores, el decorado, la misma sala– tampoco lo hacemos ante lo irreal: el objeto representado. Este irreal también queda neutralizado. Es decir que no nos enfrentamos a él como algo meramente irreal,2 osaríamos casi decir (¿y no se dice respecto al sueño?): es un irreal que no es completamente irreal. Y de ahí que la imaginación pueda ser también participación: ya que si no estamos tan embargados como para llamar al médico para que cure a Tristán, sí que lo estamos como para conmovernos, temer, esperar, vivir, de alguna manera, con él; solo los sentimientos experimentados no son completamente reales en la medida que son platónicos, inactivos; se les experimenta como si no estuviésemos invadidos por ellos, y un poco como si no fuésemos nosotros quienes los experimentamos y en nuestro lugar hubiese una especie de delegado de la humanidad, un ego impersonal encargado de las emociones ejemplares cuyos rumores se diluyen rápidamente, sin dejar huella (los sentimientos más profundamente experimentados, ya lo veremos, proceden de otras zonas: de lo más profundo del objeto). Casi todo ocurre como si, durante la representación, lo real y lo irreal se balancearan y se neutralizaran, como si la neutralización no procediese de nosotros sino de los objetos mismos: lo que sucede en el escenario nos invita a neutralizar lo que ocurre en la sala, e inversamente; Y por otra parte, en el mismo escenario, la historia que se narra nos invita a neutralizar a los actores, e inversamente: no ponemos lo real como real porque existe también lo irreal que este real designa, y no ponemos lo irreal ya como irreal porque existe lo real que ponemos y sostiene este irreal.
Hemos, pues, matizado lo real y lo irreal, pero no hemos dado aún con el objeto estético, que no es ni lo uno ni lo otro, puesto que ninguno de ellos se basta a sí mismo, remitiendo cada uno al otro, que a su vez lo niega, y que, descalificados de algún modo ambos por la neutralización, no son captados por sí mismos. Pero volvamos a lo que sucede en escena: lo que percibimos no son ni los cantores, ni Tristán ni Isolda que cantan, son únicamente las melodías cantadas: cantos y no voces, a los que la música, y no la orquesta, acompaña. Es este conjunto verbal y musical lo que venimos a escuchar, y esto es lo que nos es real y lo que constituye el objeto estético. Lo real y lo irreal que hemos diferenciado no son para este objeto más que medios, con diversa titulación. El cantante presta su voz, y también en consecuencia todo su cuerpo, porque la voz debe ser apuntalada por el cuerpo como el canto es sostenido y subrayado por la interpretación, y el cuerpo a su vez debe prolongarse y enmarcarse en el decorado: todo está ordenado al canto y colabora en la exaltación de la audición. Sin embargo, la voz y los gestos del actor, el decorado donde se realizan, pertenecen en un sentido ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Anteportada
  3. Portada
  4. Página de derechos de autor
  5. Índice
  6. PROEMIO. Para una memoria compartida de la experiencia… estética, Román de la Calle
  7. INTRODUCCIÓN. Experiencia estética y objeto estético, Mikel Dufrenne
  8. LIBRO PRIMERO: EL OBJETO ESTÉTICO
  9. LIBRO SEGUNDO: LA PERCEPCIÓN ESTÉTICA
  10. NOTA BIBLIOGRÁFICA