Los días y los años
eBook - ePub

Los días y los años

Luis González de Alba

Compartir libro
  1. 304 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Los días y los años

Luis González de Alba

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

A 47 años de su publicación, el lector tiene en sus manos un testimonio irremplazable. Un joven —Luis González de Alba— representante de la Facultad de Filosofía y Letras ante el Consejo Nacional de Huelga, recrea la vida en el Palacio Negro de Lecumberri de los presos políticos del movimiento estudiantil de 1968. Al mismo tiempo rememora los acontecimientos y el espíritu de aquel despertar que acabaría por modificar de manera radical el ánimo público en México. Asambleas, marchas, brigadas, debates, son el combustible de los recuerdos. Pero también, las esperanzas, los planteamientos, las diferencias, las corrientes políticas que marcaron aquella movilización libertaria que se topó con el autoritarismo y la paranoia del poder. Los días y los años fue el primer texto publicado por uno de los dirigentes del 68 cuando aún se les mantenía en la cárcel; es un relato certero vívido, informado, por momentos gozoso y por momentos trágico, un mural de los anhelos truncados de una generación que reclamó y ejerció la libertad en un ambiente opresivo; de unos estudiantes que reivindicaron la necesidad de un Estado de derecho y que inspiraron, queriéndolo o no, a muchas de las generaciones que los sucedieron.

Preguntas frecuentes

¿Cómo cancelo mi suscripción?
Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
¿Cómo descargo los libros?
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
¿En qué se diferencian los planes de precios?
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
¿Qué es Perlego?
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
¿Perlego ofrece la función de texto a voz?
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¿Es Los días y los años un PDF/ePUB en línea?
Sí, puedes acceder a Los días y los años de Luis González de Alba en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Historia y Teoría y crítica históricas. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Cal y arena
Año
2021
ISBN
9786078564590

XIII.

–¡Joven!, lo estuvieron esperando; hace unos minutos acaban de irse.
Era Ezequiel, recepcionista del sexto piso, el correspondiente a las oficinas del rector y el secretario particular.
–¡Pero como que se fueron! ¿A dónde?
–A casa del señor rector.
Entonces las pláticas no se llevarían a cabo en la Ciudad Universitaria, sino en el domicilio particular del rector. Terreno neutral, pensé.
Al finalizar el mitin con que habíamos recibido la Ciudad Universitaria nos reunimos en la Facultad de Ciencias algunos miembros del cnh. Ya había oscurecido cuando subí las rampas hasta el primer piso. Creí que tendríamos una sesión formal, pero los delegados presentes eran muy pocos y platicaban junto a las ventanas del pasillo. Sí, respondí, ya sabía lo de los representantes presidenciales y estaba de acuerdo en que el Consejo aceptara la entrevista.
–Simplemente para establecer las condiciones del diálogo –añadí.
–La comisión del cnh tendrá que limitarse a plantear las tres condiciones de que ya hemos hablado –dijo Raúl y se mordió las puntas de los bigotes rojizos–: cese de la persecución y la represión; salida de las tropas que ocupan el Casco de Santo Tomás y otras escuelas y liberación de todos los aprehendidos después del 26 de julio.
Estaba bien, eso era todo lo que necesitábamos hacer saber a los representantes de la Presidencia; cualquier otra negociación que afectara el pliego petitorio tendría que ser pública.
–Sería mejor –prosiguió Raúl –que en una sola entrevista quedara clara nuestra posición y la de ellos para que no haya más pláticas.
Todos estábamos de acuerdo: en una sola entrevista podríamos comprobar cuáles eran las intenciones del gobierno.
–En todo caso podrían ser dos –añadió uno de los delegados–: una para exponer los distintos puntos de vista y otra para tomar un acuerdo después de que ellos consulten al Presidente a la comisión al cnh.
–Así está bien, ¿cuántos delegados formarían la comisión?
–Pocos, unos tres, no se necesitan más.
–Muñoz, De Alba y Guevara.
–De acuerdo –respondieron varios–. Ahora, que se comuniquen con el rector.
–Yo creo que también debes ir tú, Raúl –pidió un muchacho del Poli.
–No, con ellos basta; será algo muy rápido y no tiene caso que vayamos más.
Había sido Barros Sierra quien hiciera saber que el Presidente de la República enviaba dos representantes personales para entrevistarse con el cnh. Buscamos al profesor Julio González Tejada y le pedimos que nos comunicara con el rector pues el Consejo acababa de aceptar las negociaciones que se le habían propuesto para establecer el diálogo con el gobierno.
Pasadas las doce de la noche nos encontrábamos en la sala del rector esperando que él y su esposa llegaran. Sobre la gruesa alfombra se encontraba un jarrón con flores y una mesa de centro grande y baja. Un gran racimo de crisantemos blancos y grises adornaba la mesa. En un saliente de la pared podía observarse una talla de marfil. Usaron un colmillo entero, pensé; la figura todavía conserva la curvatura birmana, repasé mentalmente algunos países del sureste asiático.
–Buenas noches, jóvenes –dijo el rector. Su esposa salió de la sala al poco rato.

¿Selma?, pregunté cuando respondieron al teléfono. Sí, era ella. Que si podría contar con un auto mañana temprano, le dije. Sí, estaba el de María Elena, llegaría antes de las nueve.
Con la invasión de la Universidad habíamos perdido medios de transporte; ahora, ya desocupada, tendríamos más movilidad. Me puse a dar vueltas en mi cuarto, después salí para hacer otra llamada: le avisé a Escudero cuáles eran los últimos acuerdos del cnh y la reciente entrevista con Barros Sierra. Trataba de no usar nombres en la conversación. En el espejo de grueso marco dorado se reflejaba el tapiz de los unicornios. Ya no tenía nada que hacer, entré a mi recámara, me desvestí y tomé un libro para leer un rato. La cama era demasiado blanda y tardé en calentarla porque no había conseguido pijama. Abrí El hombre unidimensional y llegué hasta la página cinco. Con lo que me había aburrido Eros y civilización y ahora tenía que leer otro libro de Marcuse; todo porque a Díaz Ordaz se le había ocurrido hablar de los «filósofos de la destrucción» y, ahora, pues había que leerlos.
–¡Que haremos, Ezequiel! ¡Tengo que llegar pronto!
–El señor Jiménez me pidió que en cuanto llegara usted lo hiciera pasar. Venga.
–¡De Alba! Sus compañeros salieron hace cinco minutes –dijo el señor Jiménez.
–Lo siento, no pude conseguir un taxi y el pesero me dejó en el monumento a Obregón.
A las siete estaba bajo el agua tibia que caía con mucha presión. El sol entraba al cuarto de baño amplio y claro. Cuando el agua empezó a salpicar desde mis hombros mojando el piso de granito negro y el tapete de flores amarillas y azules, corrí una cortina de plástico y seguí otro rato dejando correr el agua tibia; la mancha de sol en la cortina hacía visibles las gotas redondas que parecían iluminadas por dentro y convertía el tenue vapor en una pulverización que se pegaba a los cristales, tras ellos ya se escuchaban todos los ruidos de la mañana en las cercanías de Reforma.
Desayuné despacio, dando tiempo a que llegara María Elena; después me senté en la sala, frente a los unicornios que resguardaban por ambos lados a una dama medieval. Eran las ocho.
–Ezequiel, llévese al joven en el auto, aquí está la llave.
Bajamos al estacionamiento ubicado en el sótano de la Torre y salimos a Insurgentes por el túnel.
–Mucho gusto –respondí después que Barros Sierra me presentó a los delegados que enviaba el Presidente.
–En este momento íbamos a empezar –dijo Andrés Caso–; tenemos un minuto de habernos reunido.
Era un pequeño despacho con grandes libreros y sillones un poco incómodos. El rector salió inmediatamente después de hacer las presentaciones.
Caso hablaba mucho de pronta solución al conflicto, de diálogo con el gobierno, de buena voluntad, de que durante meses los malentendidos y otras circunstancias desfavorables habían impedido un acercamiento como el que ahora teníamos, añadía. Jorge de la Vega Domínguez escuchaba sin responder. Sentados frente a mí, en un mismo sofá, Guevara y Muñoz escuchaban las palabras de Andrés Caso.
Dijimos que sólo habíamos ido para plantear las tres condiciones previas exigidas por el cnh para entablar un diálogo posterior. Dimos a conocer las condiciones y esperamos.
Jorge de la Vega había escuchado las demandas del cnh sin alterar en nada la expresión de los fríos ojos azules con que nos observaba. En cambia Caso manifestó cierta inquietud que expresaba con movimientos sobre el asiento y rápidas miradas a su compañero y a nosotros.
La respuesta tajante de Jorge de la Vega fue que el gobierno no podía aceptar condiciones de ninguna especie. En su primera intervención empezó por decir que él siempre había sido gobiernista y que llegaba a las pláticas como representante de un gobierno que, etc. Ahora su respuesta también era contundente. Le hicimos saber que tampoco el Consejo podía aceptar un diálogo con el gobierno en las circunstancias que ya conocíamos pues sería tanto como permitir el imperio de la fuerza sobre la razón. A los diez minutos de iniciada la entrevista, De la Vega expresó lo que nosotros estábamos pensando desde que escuchamos su respuesta: muy bien, entonces no tenía sentido seguir hablando. Estuvimos de acuerdo e íbamos a ponernos de pie cuando Caso intervino: que se podía llegar a un acuerdo de cualquier forma si no planteábamos nuestras demandas como condiciones imprescindibles pues de esa manera cerrábamos toda posibilidad de diálogo; si tomábamos una posición más flexible, sin renunciar por ello a nuestras peticiones, haríamos posible un intercambio de opiniones que podría redundar en beneficio mutuo. En concreto: había que evitar el término «condiciones» aunque nuestras exigencias lo fueran desde nuestro punto de vista, ¿verdad, Jorge? Jorge de la Vega asintió y Caso empezó a hablar de la amistad que debiera existir entre nosotros y de futuras pláticas en las que las relaciones serían más cordiales.
Al terminar Caso habló Jorge de la Vega: se lanzó directamente contra el único procedimiento aceptado por el cnh para resolver las demandas formuladas al gobierno, esto es, el diálogo público. Dijo que el gobierno estaba en completo desacuerdo y no iría nunca a un «circo romano» como el que pedíamos. Le parecía evidente que tal petición no se hacía de buena fe, sino para llevar al gobierno a una trampa donde se le pediría una exhibición. Yo iniciaba la respuesta, molesto por sus palabras y por toda su actitud, cuando interrumpió Guevara: No responderíamos a lo dicho por De la Vega, en lo cual yo estuve de acuerdo; pero sí a Caso. Aquí no estábamos reunidos para ser amigos, dijo Gilberto; ya nos conocíamos muy bien; ellos representaban al gobierno y nosotros al cnh, no había más. Caso pareció un poco desconcertado, pero Jorge de la Vega se apresuró a aprobar completamente lo dicho por Guevara. Estaba muy bien, decía, estaban puestos los puntos sobre las íes y ahora hablaríamos sin rodeos. Varias veces insistió en que la intervención de Guevara marcaba a la conferencia una línea en la que él, De la Vega, estaba de acuerdo.
La entrevista terminó al mediodía. Los representantes presidenciales pedían una nueva reunión para el día siguiente. Subimos al despacho del rector. Caso le dio las gracias por la hospitalidad y afirmó que el conflicto seguramente se resolvería ya que los delegados estudiantiles se habían mostrado muy sensatos; aún no tomábamos un acuerdo definitivo, pero en una próxima reunión, donde ellos darían prueba de la buena fe y espíritu de colaboración que movía al gobierno, seguramente se pondrían las bases para llegar a él. Jorge de la Vega Domínguez se expresó en términos semejantes aunque fue más parco. Para celebrar la siguiente sesión, el rector ofreció la Casa del Lago y todos la aceptamos como próxima sede. Nos despedimos y regresamos a la Ciudad Universitaria. Eran las doce del día. Por el camino, el rector nos dio algunas referencias acerca de Andrés Caso y Jorge de la Vega; eran personas honestas, decía, que seguramente pondrían mucho empeño en que el conflicto terminara; a él le habían parecido las personas idóneas para iniciar los primeros contactos con el cnh. Lo acompañamos hasta sus oficinas por el elevador particular y nos despedimos.
Cuando llegué a Filosofía me encontré a María Elena: le habían avisado muy tarde y cuando pasó a recogerme ya no estaba. Subimos al auto y nos dirigimos a Zacatenco para asistir a la sesión del Consejo que se efectuaría en la esime (Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica). La sesión ya se había iniciado, pero fue suspendida para que la comisión anunciara los resultados de la entrevista. A nuestro juicio, la plática había dado algunos resultados positivos; por supuesto que las tres condiciones previas al diálogo no habían sido aceptadas de inmediato por los representantes del Presidente, pero se ve la posibilidad de que el gobierno cediera en varios puntos, ya tendríamos oportunidad de comprobar si esta primera impresión se confirmaba o no cuando nos viéramos de nuevo, la reunión sería en la Casa del Lago. El cnh consideró que las pláticas habían dado buenos resultados y decidió suspender la manifestación que se planeaba efectuar esa tarde de Tlatelolco al Casco de Santo Tomás, aún ocupado por las tropas. Quedamos en que se celebraría el mitin en la Plaza de las Tres Culturas, pero la manifestación final al Casco sería suspendida por considerarla un peligro. En el mitin se iba a hacer el anuncio de las pláticas y los resultados obtenidos. Se pidió a los miembros del Consejo que no se presentaran en la tribuna. Se instalará en el mismo lugar, decía el presidente de debates, en el tercer piso del edificio Chihuahua; pero, por favor, ahí no deben estar más que los oradores y el maestro de ceremonia, todos ustedes llegan siempre regañando a los pobres muchachos encargados de impedir el acceso a la tribuna; aquí sí están muy de acuerdo, ¿verdad? Pero nomás llegan al mitin y se les ocurre subirse a la tribuna, ¡está terminantemente prohibido que quienes no sean oradores suban al tercer piso!, ¿entendido? En seguida pidió que se diera lectura a los discursos para que el cnh los aprobara. Como María Elena me esperaba afuera y no tenía ganas de oír dos veces los discursos, me salí. Eran las tres.
Comimos en casa de Selma y a las cuatro y media salimos hacia Tlatelolco.

Siempre regresamos del campo deportivo con los uniformes azules llenos de tierra. El campo es un terreno amurallado que se encuentra al fondo de la prisión, tiene un poco de pasto seco en las esquinas, porterías para futbol y, en un extremo, una pared lisa y alta para jugar frontón.
En otoño las mañanas son frías y grises. No es el otoño de los días con sol brillante que calienta muy poco, pero da una luz más clara. Aquí es distinto que en la Ciudad Universitaria, en las faldas del Ajusco; o en Chapultepec, cubierto de follaje rojizo. A las nueve nos desbandamos por todo el campo llevando nuestros peores uniformes, algunos se han hecho shorts. Al entrar corriendo al campo con nuestras gorras sucias y zapatos de juego remendados, siempre pienso en las películas neorrealistas; en Italia al final de la guerra, en los reformatorios, en las madres italianas que se ven en esas películas: siempre gordas, vestidas de oscuro con rizado permanente; visitan a los niños una vez a la semana y siempre lloran mientras el niño permanece impasible, esperando el final de la visita para ser acuchillado por su mejor amigo; nadie parece bañarse ni cambiarse de ropa, pero todos traen corbata. Existe aquí en el campo hasta un pequeño monumento con flores y cipreses que va muy bien con el neorrealismo: indica el lugar donde asesinaron al presidente Madero y a Pino Suárez en 1913.
El aire frío de las nueve huele a galletas recién horneadas, a coco; sí, es un fuerte olor a galletas de coco. Sentado en la base del monumento recuerdo de pronto este olor que viene de lejos, de la calle más allá del campo de juego, más allá de la muralla; viene de la calle, de una fábrica de aceites donde transcurre el tiempo normal, el de la ciudad y la libertad. Pero viene de más lejos aún: de los años en la preparatoria, en el viejo edificio con guayabos, naranjos y un aguacate que llegaba hasta la azotea del segundo piso. Había un ala moderna, bien iluminada, con salones limpios de pisos escalonados y pasillos de mosaico. Abajo, junto a la galena antigua formada por amplios áreas, estaban los árboles. A las diez de la mañana, al salir de la clase de Literatura Universal que daba el licenciado Moreno, o de la de Gramática Latina que daba «Pierre», según el día, me encontraba con el olor de coco al ir a la cafetería por un refresco. Durante mucho tiempo pensé que había cerca una fábrica de galletas y que a esa hora hacían las de coco; hasta después supe que la gran pared amarilla, de ventanas sucias, que estaba frente a la preparatoria, era una fábrica de aceites y que de ahí venía ese olor.
En las mañanas de marzo, que aun en Guadalajara son frescas, siempre llegaba, con el refresco de las diez, el olor a galletas de la fábrica de aceites: éste mismo que ahora inunda el campo bajo el cielo gris y frío de otra ciudad, mezclado confusamente a muchos otros recuerdos: ese olor y el florecer de las calles en marzo, bosques de pétalos lila bajo la tarde tibia, el creciente aroma de las flores de laurel al subir el sol por la mañana, la sombra bajo las jacarandas, las aceras de mosaicos grises y rojos alfombradas por flores lila que truenan como globitos bajo los pies y forman círculos violáceos en torno a los troncos oscuros, las mañanas en que el calor aumenta y con él un zumbido de abejas y un rumor de agua que llena de espuma las fuentes, los huertos con toronjos y los naranjos solitarios en medio de un patio. Entre todos estos aromas que aumentaban con el calor del día, a las diez se mezclaba este mismo olor, este mismo que muchos años después he encontrado en otra ciudad, en este campo seco y amurallado, sin la luz rosácea de las toronjas abiertas, sin que al olor de la fábrica se agregue el de las flores de laurel, tan tenue que sólo se hace perceptible con el ascenso del sol; solo, sin sus antiguas relaciones, me ha dejado inmóvil junto a este tosco monumento. Viene ahora de una calle tan cercana que se puede escuchar el tráfico, pero tan inalcanzable como aquella donde, en las mañanas de marzo, llegaba este olor al terminar la clase de las diez, este mismo que hoy casi se había borrado como los últimos rasgos de la adolescencia.

Cuando llegamos ya había empezado el mitin. Después de estacionar el auto que no cabía en ninguna parte porque era muy ancho, nos acercamos al edificio Chihuahua por la parte de atrás pues de frente no era posible atravesar la plaza cubierta de gente.
La Plaza de las Tres Culturas es una explanada situada en alto, se sube a ella por varias escalinatas y, por un costado, está cortada a pico para dejar al descubierto las ruinas prehispánicas recientemente restauradas. Sobre las ruinas fue construida, en el siglo xvi, una pequeña iglesia: Santiago de Tlatelolco. Pasamos entre un grupo de niños que jugaba sin prestar atención a los discursos. Algunos vendedores se abrían paso entre la multitud. Al fondo de la plaza se veía entrar a nuevos contingentes que desenrollaban sus mantas y elevaban los carteles, las porras con que anunciaban su entrada eran acalladas por siseos de los que estaban atentos al mitin. María Elena y yo subimos a la tribuna. En el tercer piso un muchacho delgado guardaba el acceso tras un cordel colocado entre las dos paredes al nivel de la cintura, el cordel indicaba que el paso estaba prohibido.
– Soy del Consejo.
–Pero tengo órdenes de que nadie...
– ¡Oh!, te digo que soy del Consejo, yo fui quien te puso a vigilar el paso.
Levanté el cordel y pasé junto con María Elena. La plaza se veía impresionante desde lo alto. De lado a lado, y hasta la base misma del Chihuahua, una gran multitud agitaba carteles y mantas, respondía a las interrogaciones del orador, aplaudía. Se notaban particularmente las gorras azules de los ferrocarrileros y sus mantas con el número de las secciones sindicales presentes, también podían verse mantas de electricistas y otros sindicatos. Los «charros» van a tener mucho trabajo este año, pensé, es en las organizaciones populares controladas por el gobierno donde el movimiento ha causado mayor impacto; enseguida caí en la cuenta de que el aspecto del mitin era muy distinto al de los anteriores: a simple vista podía observar que no era, de ninguna forma, un mitin estudiantil; no sólo por la gran cantidad de mantas y carteles que así lo demostraban, sino por el aspecto mismo de la gente; era un mitin de personas atentas, vestidas con ropa en la que predominaba el azul­gris, el café oscuro; faltaba la bulliciosa ingenuidad de un mitin universitario, el colorido de los suéteres y camisas sport, las mallas, las minifaldas de dibujo escocés, las barbas estrafalarias y las cabelleras largas. La mayor parte de los asistentes estaban concentrados, atentos y respondían a los oradores con un rugido unánime que terminaba pronto en aquellos rostros concentrados. «Mi mujer está embarazada, pero aquí estoy yo con todos mis hijos»; la manta se desplegaba exactamente en el centro de las primeras filas. A la izquierda, cerca del borde donde la plaza cae a pico dos o tres metros para que asomen las ruinas, y encaramados sabre las ruinas mismas, podían verse grandes contingentes estudiantiles, suéteres atados sobre los hombros o la cintura, faldas cortas y algunas minis.
–De Alba –me llamó uno de los delegados en voz baja–; acabo de llegar y me crucé en el camino con varios transportes del Ejército, debemos irnos, pide que se suspenda el mitin.
Naturalmente, el mitin no podía suspenderse porque, en una ciudad patrullada día y noche por el Ejército (aunque nunca se había decretado el estado de sitio), un muchacho se encontrara algunos transportes del Ejército que traían el rumbo de Tlatelolco; seguramente ya estaría rodeada la Unidad, o por lo menos era de suponerse; pero lo mismo sucedía en cada acto del cnh y no se suspendía por tal motivo. Me acerqué a un grupo que conversaba cerca de los elevadores para comentarles la noticia que me habían dado.
–¿Qué pasa? –pregunté al escuchar las últimas palabras.
–Que hay muchos «pelones» distribuidos entre la gente. Además, parece que están concentrados alrededor del edificio.
Comenté lo de los transportes y me alejé de los compañeros. ¿Qué se podía hacer? Nada. Ninguno de los informes era lo suficientemente preciso para suspender el mitin. Seguro era cierto que el Ejército se acercaba y lo más probable era que ya estuviera rodeada toda la zona, pero no era razón para suspender el mitin ya que lo mismo había ocurrido en todos los actos públicos citados por el cnh: la primera manifestación dio vuelta para regresar a la Ciudad Universitaria a una cuadra del sitio donde la avenida Insurgentes estaba cerrada con tanques y ametralladoras; no íbamos a provocar un tumulto haciendo un anuncio irresponsable. Si había pelones vestidos de civil entre la gente no necesariamente eran militares, muchas personas usan corto el pelo, Raúl por ejemplo, y el delirio de persecución en algunos compañeros los hacía ver policías y militares en cualquier persona que esperara un camión en una esquina o en un novio plantado. Y aun en el caso de que fueran militares, un anuncio de ese tipo, hecho por el Consejo ante diez mil personas podría desencadenar reacciones de toda especie difí...

Índice