Criada
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Criada

Stephanie Land, Mireia Bofill Abelló

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  1. 336 páginas
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Criada

Stephanie Land, Mireia Bofill Abelló

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Información del libro

A los veintiocho años, los planes de Stephanie Land de abandonar su ciudad natal para ir a la universidad y ser escritora se vieron truncados cuando una aventura de verano se convirtió en un embarazo inesperado. Para llegar a fin de mes, tuvo que dedicarse a la limpieza. Con un control tenaz de su sueño, trabajaba durante el día y recibía clases online por la noche para obtener un título universitario. Mientras, escribió sobre historias reales que no se estaban contando: de estadounidenses mal pagados y con exceso de trabajo; de vivir con cupones para alimentos; de las viviendas proporcionadas por programas del Gobierno, pero que acabaron siendo alojamientos transitorios; de los distantes funcionarios que la llamaban afortunada por recibir ayuda mientras ella no se sentía afortunada en absoluto.Criada explora las debilidades de la clase media-alta de Estados Unidos y la realidad de estar a su servicio. Su escritura inquebrantable da voz al «sirviente», que persigue el sueño americano por debajo del umbral de la pobreza. Pero es también un testimonio inspirador de la fuerza, la determinación y el triunfo definitivo del espíritu humano.

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Información

Año
2021
ISBN
9788412442748
Edición
1
imagen

01
La cabaña
Mi hija aprendió a andar en un refugio para personas sin hogar.
Fue una tarde de junio, la víspera de su primer cumpleaños. Haciendo equilibrios sobre el raído sofá de dos plazas del refugio, yo la enfocaba con una vieja cámara digital para captar sus primeros pasos. Su pelo enmarañado y su pelele con un listado de finas rayitas contrastaban con la determinación de sus ojitos castaños mientras flexionaba y arqueaba los dedos del pie intentando mantener el equilibrio. Apostada detrás de la cámara, fui resiguiendo los pliegues de sus tobillos, los rollitos de los muslos y la curva redondeada de su barriguita. Mia avanzaba balbuceando hacia mí, descalza sobre el suelo embaldosado. Años de suciedad habían quedado incrustados sobre ese suelo. Por mucho que lo fregara, nunca conseguía dejarlo limpio.
Era la última semana de nuestra estancia de noventa días en una cabaña individual, emplazada en el extremo norte de la ciudad, que el servicio de la vivienda asignaba a las personas sin hogar. A continuación podríamos trasladarnos a un alojamiento provisional en un viejo edificio de apartamentos deteriorados con suelos de cemento, utilizado también como hogar de transición para personas que han salido de la cárcel. Aunque la estancia fuera breve, había hecho cuanto estaba en mi mano para transformar la cabaña en un hogar para mi hija. Una colcha amarilla extendida sobre el pequeño sofá de dos plazas, además de añadir algo de calidez a las paredes blancas y al suelo gris, también proporcionaba un aire alegre y luminoso en medio de esa etapa sombría.
Junto a la puerta de entrada, había colgado un pequeño calendario. Lo tenía lleno de anotaciones con las citas con las trabajadoras sociales de las diversas organizaciones a las que podía acudir en busca de ayuda. Había rebuscado bajo todas las piedras, me había asomado a las ventanillas de todos los servicios asistenciales y me había unido a las largas colas de personas cargadas con carpetas improvisadas llenas de documentos destinados a probar que no tenían dinero, anonadada al constatar la cantidad de esfuerzo necesario para demostrar que era pobre.
No estábamos autorizadas a tener visitas ni tampoco a gran cosa más. Teníamos una sola bolsa con nuestras pertenencias. Mia tenía únicamente una cesta con algunos juguetes. Yo tenía una pequeña pila de libros que había dispuesto sobre la pequeña estantería que separaba la zona de estar de la cocina. Había una mesa redonda a la que había acoplado la sillita de Mia y una silla donde yo me sentaba para verla comer, a menudo con una taza de café en la mano para calmar el hambre.
Mientras contemplaba esos primeros pasos de Mia, procuré no posar la mirada en la caja verde que había a sus espaldas, donde guardaba los documentos judiciales con el historial detallado de la lucha contra su padre por su custodia. Me esforcé por mantener toda la atención concentrada en ella y sonreírle, como si todo fuera bien. De haber enfocado la cámara en sentido contrario, no me habría reconocido. En las pocas fotografías que tenía, parecía casi otra persona, flaca como seguramente no lo había estado jamás en la vida. Trabajaba a tiempo parcial como jardinera y dedicaba varias horas a la semana a podar setos, mantener a raya matas de zarzamora descontroladas y arrancar briznas de hierba de los lugares donde no debían crecer. A veces también fregaba los suelos y los baños de las casas de personas conocidas, amistades que habían tenido noticia de que estaba desesperadamente necesitada de dinero. No eran personas ricas, pero disponían de un colchón financiero, cosa que yo no tenía. Perder una paga sería un trance duro pero no el desencadenante de una sucesión de acontecimientos que acabarían conduciéndolas a un refugio para personas sin hogar. Tenían padres y madres u otros familiares que podían echarles una mano y evitarles todo ese recorrido. A nosotras nadie nos echaba una mano. Estábamos solas, Mia y yo.
En los formularios del servicio de la vivienda, cuando me preguntaban por mis objetivos personales para los meses siguientes, escribía que me proponía intentar recuperar la relación con el padre de Mia, Jamie. Pensaba que si me esforzaba en serio, lo conseguiríamos. A veces imaginaba escenas en las que aparecíamos como una verdadera familia: una madre, un padre, una bonita niñita. Me aferraba a esas fantasías como si fueran un cordel atado a un enorme globo. Un globo que me permitiría sobrevolar el maltrato de Jamie y las penurias de haber quedado abandonada, sola a cargo de mi hija. Si conseguía aferrarme a ese cordel, me veía capaz de sobrevolarlo todo. Concentrarme en la imagen de la familia que deseaba, me permitía fingir que esas feas paredes no eran reales; que esa vida era un estadio transitorio, no una nueva existencia.
Como regalo de cumpleaños, Mia recibió un par de zapatos nuevos. Había estado ahorrando durante un mes para comprarlos. Eran marrones con pequeños pajaritos rosas y azules bordados. Mandé invitaciones para la fiesta como si fuese una mamá normal e invité a Jamie como si fuésemos una pareja normal que compartía la custodia de su hija. Celebramos el cumpleaños en torno a una mesa de pícnic sobre el césped de una ladera con vistas sobre el Pacífico en el parque Chetzemoka de Port Townsend, la ciudad del estado de Washington donde vivíamos. Los invitados se instalaron sonrientes sobre las mantas que habían llevado. Yo había comprado limonada y magdalenas con mis cupones para alimentos de ese mes. Mi padre y mi abuelo habían hecho un trayecto de casi dos horas desde direcciones opuestas para asistir a la celebración. Mi hermano acudió con algunos amigos. Uno llevaba una guitarra. Le pedí a una amiga que le sacara algunas fotos a Mia con Jamie y conmigo porque eran muy raras las ocasiones en que se nos pudiera ver sentados juntos los tres como en aquel momento. Quería que la niña tuviera un buen recuerdo. Pero la cara de Jamie en las fotos manifestaba desinterés, irritación.
Mi madre había viajado en avión con su marido, William, desde Londres, o desde Francia o dondequiera que estuvieran viviendo en aquella época. La mañana siguiente, después de la fiesta, acudieron a la cabaña —infringiendo la norma del refugio para personas sin hogar que prohibía las visitas— para ayudarme a hacer la mudanza al alojamiento transitorio. Me desconcertó un poco su manera de vestir: William con sus tejanos negros ajustados, un jersey negro y botas negras; mamá con un vestido a rayas negras y blancas, demasiado ajustado sobre sus anchas caderas, medias negras y unas Converse escotadas. Parecían vestidos para saborear un café expreso, no para una mudanza. Hasta entonces no le había dejado ver a nadie el lugar donde habíamos estado viviendo, y la intrusión de sus acentos británicos y sus ropas de estilo europeo confirió a la cabaña, nuestro hogar, un aspecto aún más cochambroso.
William se mostró sorprendido al ver que solo teníamos una bolsa marinera de lona. La cogió y se la llevó fuera, seguido por mamá. Yo volví la mirada atrás para contemplar por última vez ese suelo y nuestros fantasmas, el mío leyendo un libro en el pequeño sofá de dos plazas, el de Mia hurgando en la cesta de los juguetes, sentada en el cajón acoplado a los bajos de la cama doble. Pero fue solo un breve instante para tomar nota de a qué había sobrevivido, un adiós agridulce al frágil escenario de nuestros inicios.
La mitad de las personas que residían en nuestro nuevo edificio gestionado por el Programa de Viviendas Familiares Transitorias de Northwest Passage procedían, como yo, de un refugio para personas sin hogar, pero la otra mitad acababan de salir de la cárcel. Teóricamente, representaba un progreso con respecto al refugio, pero enseguida empecé a añorar el aislamiento de la cabaña. Allí, en ese edificio, mi realidad quedaba expuesta a los ojos de todo el mundo, incluidos los míos.
Mamá y William se quedaron esperando, un poco rezagados, mientras yo me dirigía hasta la puerta de nuestro nuevo hogar. Me costó hacer girar la llave y tuve que dejar en el suelo la caja que llevaba para forcejear con la cerradura hasta que por fin conseguimos entrar.
—Bueno, al menos la cerradura es segura —bromeó William.
Accedimos a un estrecho vestíbulo; el baño estaba justo frente a la entrada. Enseguida me fijé en la bañera donde podríamos bañarnos juntas, Mia y yo. Hacía mucho tiempo que no disfrutábamos de ese lujo. Los dos dormitorios estaban situados a la derecha, cada uno con una ventana que daba a la calle. En la minúscula cocina, la puerta de la nevera rozaba los armarios del lado opuesto. Crucé el suelo de baldosas blancas, parecidas a las del refugio, y abrí la puerta que daba a un pequeño balconcito, apenas con la anchura suficiente para poder sentarme con las piernas extendidas.
Julie, la trabajadora social encargada de mi caso, me había mostrado el lugar en una visita rápida dos semanas antes. La última familia que había vivido en ese piso lo había ocupado veinticuatro meses, el periodo máximo permitido.
—Has tenido suerte de que ha...

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