09
De cautivos
a carabelas
El hombre se negaba a comer. Su enfermedad lo había reducido a «un mero esqueleto». Parecía estar decidido a morir. El capitán Timothy Tucker se sentía indignado, y probablemente temía que su ejemplo cundiera entre los más de doscientos cautivos de su barco, el Loyal George, que cruzaba el Atlántico en dirección a Barbados en 1727. El capitán se volvió a Robin, su grumete negro, y le ordenó que le trajera el látigo. No se trataba de un gato de nueve colas, sino de algo mucho mayor, un látigo de caballos. Amarró al hombre y le dio latigazos; «desde el cuello hasta los tobillos solo se veían heridas sangrantes», dijo Silas Told, un aprendiz que era miembro de la tripulación y que contó la historia varios años después. El hombre, por su parte, no opuso resistencia ni dijo nada, lo que enfureció al capitán, quien lo amenazó en su idioma; «que lo habría de tickeravoo», esto es, lo mataría, a lo que el hombre respondió: «Adomma», así sea.
El capitán dejó al hombre librado a «espantosas agonías» para comer en el alcázar «como un cerdo», opinaba Told. Tras concluir su cena, el capitán Tucker estaba listo para proseguir con el castigo. Esta vez llamó a otro grumete, John Lad, para que le trajera de su camarote dos pistolas cargadas. A continuación, el capitán Tucker y John Lad caminaron hacia proa en la cubierta superior y se acercaron al anónimo huelguista de hambre, que estaba sentado con la espalda apoyada en la borda de babor. Con una «sonrisa maliciosa y virulenta», Tucker le apuntó al hombre con la pistola y le repitió que si no comía lo mataría. El hombre se limitó a responderle lo mismo que antes: «Adomma». El capitán le puso en la frente el cañón de la pistola y apretó el gatillo. El hombre «al instante se llevó las manos a la cabeza, una a la parte posterior, otra a la anterior» y miró al capitán a los ojos. De la herida brotaba la sangre como cuando «se abre un hueco en un barril», pero el hombre no cayó. El capitán, enfurecido, maldijo, se volvió hacia el grumete y gritó: «Esto no lo matará». Le puso la otra pistola en la oreja y volvió a disparar. Para la más absoluta sorpresa de Told, y sin duda de todos los demás que contemplaban la escena, «¡ni siquiera entonces cayó!». Por último, el capitán le ordenó a John Lad que le disparara al corazón, después de lo cual, el hombre «se desplomó muerto».
A consecuencia de este «asesinato poco común», el resto de los cautivos varones se levantaron vengativos «contra la tripulación del barco con el firme propósito de matarnos a todos». La tripulación corrió a ubicarse detrás de la barricada. Una vez allí, ocuparon sus posiciones en las colisas, lanzaron una lluvia de metralla sobre la cubierta y lograron dispersar a los rebeldes. Algunos de los hombres se lanzaron de cabeza bajo cubierta para resguardarse, mientras que otros saltaron por la borda. En cuanto la tripulación recobró el control de la cubierta principal, los marineros bajaron los botes para salvar a estos últimos, pero solo pudieron rescatar a uno o dos de «la violencia del mar» y de los esfuerzos concertados de los hombres por ahogarse. Un número grande, pero desconocido, murió. Fue así como un acto de resistencia individual prendió la chispa de una revuelta colectiva, y que una forma de resistencia dio lugar a que surgiera otra. La negativa a comer condujo a una especie de martirio, a una insurrección que, una vez fracasada, generó un suicidio en masa.
Escenas como esa tenían lugar en un barco negrero tras otro. Eran el epítome de una profunda dialéctica entre la disciplina y la resistencia: de un lado, una violencia extrema ejercida por el capitán contra un individuo esclavizado con la esperanza de que el terror resultante lo ayudara a controlar a los demás, y, como respuesta de los esclavizados, una oposición extrema a esa violencia y ese terror, primero individual y después colectivamente. Pero detrás de la respuesta se esconde una pregunta: ¿cómo era posible que una masa multiétnica de varios centenares de africanos reunidos a la fuerza en un barco esclavista aprendiera a actuar colectivamente? Desde el momento en que eran llevados a bordo se los socializaba en un nuevo orden cuyo propósito era objetivar, disciplinar e individualizar al cuerpo trabajador mediante la violencia, la inspección médica, la asignación de números, el encadenamiento, la «estiba» bajo cubierta y diversas rutinas sociales que iban desde la comida y «el baile» hasta el trabajo. Mientras tanto, los cautivos se comunicaban entre sí y se defendían individual y colectivamente, lo que implicaba que cada barco contenía un proceso de supresión cultural desde arriba y un proceso opuesto de creación cultural desde abajo. A la sombra de la muerte, los millones de cautivos que hicieron el gran cruce del Atlántico en un barco esclavista forjaron nuevas formas de vida: un nuevo lenguaje, nuevas maneras de expresarse, una nueva resistencia y un nuevo sentido de comunidad. Ese fue el origen marítimo de culturas que eran a la vez afroamericanas y panafricanas, creativas y, por tanto, indestructibles.
La llegada a bordo
Dependiendo del lugar de África donde se encontraba el barco y de la manera en que el comercio se organizaba en la localidad, algunos de los esclavos que subían a bordo eran inspeccionados en tierra por el médico y el capitán (o un oficial), mientras que otros eran examinados cuando llegaban a la embarcación. Las condiciones físicas de los cautivos variaban mucho, en virtud de cómo habían sido esclavizados, cuán largo había sido su viaje por tierra y en qué condiciones lo habían realizado. Algunos estaban enfermos, algunos tenían heridas, algunos se veían débiles, algunos estaban en shock o habían comenzado a dejarse ganar por la «melancolía». Fuera como fuese, tenían que estar en condiciones razonables, o al menos recuperables, para que los compraran los comerciantes de esclavos.
El proceso de supresión comenzaba, con amenazas de violencia tanto de los comerciantes negros como de los blancos, por la ropa. Pronto se extendía al nombre, la identidad, y hasta cierto punto la cultura, o por lo menos eso esperaban los nuevos captores. Varios comerciantes y capitanes daban las razones oficiales para quitarles las ropas: «preservar su salud», esto es, reducir la posibilidad de parásitos y enfermedades. Algunas de las mujeres, cuando las desnudaban, se acuclillaban de inmediato para ocultar sus genitales. (Un número desconocido de capitanes les daban a las mujeres un cuadradito de tela para que lo colgaran de sus cinturas). Quizás igualmente importante —aunque rara vez se mencionaba esa razón para quitarles la ropa— era que los capitanes no querían que los esclavos tuvieran ninguna oportunidad de ocultar un arma en sus vestidos.
El estado mental de los cautivos variaba considerablemente. Una mujer de veintisiete años que aparentemente había recorrido cientos de kilómetros para llegar a la costa contempló a los miembros de la tripulación con «el mayor asombro». Nunca había visto blancos, y expresaba mucha curiosidad. El comerciante de esclavos John Matthews describió a un hombre de «constitución más fuerte» que miró a «los blancos con sorpresa, pero sin miedo...