México Reacciones
TODO OCURRE UN MIÉRCOLES DE ENERO.
La española está desorientada. El cuarto invierno en el país azteca y, de pronto, parece vivir en una insatisfacción constante. Necesita encontrar la energía para salir adelante, el velero que la dirija al inédito puerto al que anhela llegar y soltar amarras. El naufragio de su matrimonio y el vuelo de sus hijos no la encaminan a encontrar una dirección, al contrario, la sumergen en ese proceso de pérdida en el que se deja abrazar. Liberada del peso familiar que la asfixiaba —aunque jamás lo haya reconocido—, lejos de sentirse aliviada se siente aplastada. Mantiene su colaboración mensual en la revista jurídica por su aprecio a Oriol Pascual, su pasante y colega en Barcelona, y porque necesita el dinero que le reportan los rigurosos artículos que escribe.
Los cursos de literatura, a los que Catalina asiste desde hace tres años, inician el recorrido con la primera aproximación a la Eneida de Virgilio, dentro del ciclo previsto de estudio de los clásicos. La mansión de Lupita Vargas será el lugar de ese encuentro semanal. Sus seis compañeros de clase son todos mexicanos.
Si bien esas clases periódicas constituyen uno de sus escasos alicientes, tiene que esforzarse para pisar la calle y vestirse de manera apropiada. La menopausia la azota con su revolución hormonal, síntomas depresivos que ella rechaza y esconde. Aprovecha la salida y se detiene en el supermercado próximo a comprar magdalenas para el desayuno.
Esa tarde, el primer impacto lo recibe de Lupita —ochenta y tres años—, que posee una vitalidad fuera de lo común y está sola en el salón de enormes ventanales, sentada en un moderno sillón rojo. En su regazo descansa una carpeta de anillas y un montón de retales de telas y fotografías a su alrededor, emplazados con esmero entre una mesilla blanca y un taburete. La decoración ecléctica convive en armonía con piezas y objetos de todas las épocas. Viuda desde hace dos décadas, la impronta de su marido sigue presente en el ambiente. Hace frío, la noche ha caído y no hay calefacción como en la mayoría de los hogares mexicanos: «Para tres días al año, no vale la pena».
La recibe con su cálida sonrisa que enseguida la reconforta, muy puesta, como suele decir. Viste unos pantalones color verde oliva, una camiseta de manga larga del mismo tono y una fina y larga rebeca beige que el invierno clemente propicia. Su melena castaña, recortada por debajo de las orejas, no deja entrever ni una sola cana. Sobre la frente despejada sobresalen unas cejas poco pobladas y muy bien delineadas gracias al maquillaje. Un foulard tostado, semejante a la arena de una playa, completa el atuendo.
—¡Ya es la hora! —exclama Lupita—. No es posible, se me fue la tarde —se levanta y aparta la carpeta de anillas que coloca encima de la mesilla. Le da un beso a Catalina y añade: —Espérame tantito, Cata, que me pinto los labios.
Se ausenta un segundo y regresa con un precioso color cereza en su boca que la ilumina. Irradia luz.
En ese instante, Catalina decide que tiene que comprar un pintalabios cherry: «¡Ya es hora de iluminar!».
—¿Qué haces con tanto enredo? —pregunta la española.
—Estoy con la idea de confeccionar unas colchas para las camas de mis nietos, no vayas a pensar en cualquier cubrecama, no. Quiero mezclar telas, tejido y fotografías, a modo de historia y cada una diferente, por supuesto. Para que conozcan la vida de su abuela contada por mí misma, sin ninguna otra pretensión. Tengo infinidad de anécdotas y si no lo hago, se van a perder.
A Catalina le impresiona lo que hace Lupita, el afecto que destila, el placer de su labor, el goce del camino, la meta a la que aspira. Según le comenta, selecciona instantáneas de su infancia y de su juventud para insertarlas en esos cuentos que pretende crear para los niños. ¡Y tiene seis!
«¿Dónde se puede subir a ese tren?», se pregunta en silencio. Ese rato a solas, mientras su amiga se arregla, le provoca envidia y una sensación de malestar que la sobrecoge. Se desprecia por no ingeniar nuevas actividades y disfrutarlas. La capacidad de organización, de imaginación, de creación de ilusiones, de recuerdo de nombres y fechas, de situaciones y momentos vividos de la maravillosa mujer que tiene delante le dan una patada virtual a su cerebro: «¡Reacciona de una vez!», le grita su inteligencia.
Es treinta y tres años menor que la mexicana y se muestra incapaz de recordar datos de una década anterior. «¡Será posible!». «¿Tanto has cambiado, Cata, que no te inventas nada?». «¡Eres patética!», se castiga una vez más.
* * *
Teresa, pelo corto rojizo, tiene un flequillo demasiado largo que retira con frecuencia de sus ojos. A sus sesenta y tres abriles y con un empuje desbordante «vengo llegando de Pachuca» —donde tiene una finca—, cargada con lechugas y aguacates que produce. Prejubilada de sus enseñanzas universitarias en Historia del Arte, han compartido otros cursos y congeniaron desde el principio. Catalina fija su atención en las manos repletas de anillos con los que se adorna y que exhibe de forma continua al procurar despejar de su frente ese mechón de pelo rebelde; la afición por acumular y exhibir sortijas en sus dedos engendró el sobrenombre de «Sauronita» en su época docente, en referencia a J. R. R. Tolkien y su popular saga. Ella, en cambio, solo conserva su alianza.
Se sientan en la sala a esperar al resto de los participantes mientras beben una deliciosa agua de melón que la anfitriona les ofrece.
—¿Cómo te fue por Barcelona? —pregunta Tere.
—Muy bien, gracias. Navidades diferentes, estuve con mis padres como una princesa y con Pili nos dedicamos a resucitar rutinas.
—Oye, ¿Pili es tu compañera de universidad, no? ¿La que vino a visitarte?
El sonido de unos pasos anuncia la cercanía de alguien:
¡Elvira! La conoció al llegar a México, a través de la escuela de sus respectivas hijas: las niñas se convirtieron en casi hermanas y las mamás también. Es tan alta como Catalina, un metro setenta centímetros, y comparten año de nacimiento. Podría pasar por europea sin problema: pelo largo azabache, rizado, esbelta y de ojos oscuros, con la piel muy clara. Viste pantalón y camiseta negros que la estilizan y un cinturón color gris plata a juego con su chaqueta que rompe la monotonía y le da color. A pesar de la lluvia y el frescor de la noche, sus oscuras sandalias de tacón de diez centímetros permiten ver sus uñas rojas. Fuma un cigarrillo mostrando una manicura tipo francesa bien perfilada. No entiende cómo puede manejarse sin que sus dedos colisionen de forma permanente con todo lo que toca. Su amistad se fue al traste cuando hace un año se encaprichó del marido de Catalina. Este se dejó seducir en plena crisis de los cincuenta.
Las tres se han levantado, Lupita se adelanta para cerrarle el paso. «¿Qué haces tú aquí?», la increpa. Teresa, cual escudo protector, se parapeta delante de una Catalina confusa y muda. Elvira, arrogante, ignora a la dueña de la finca y a la señora de los anillos.
—¡Cata, qué gusto verte! —saluda, con una sonrisa forzada—. Necesito un rato a solas —le susurra al oído—. Tengo que contarte un bonche de cosas… Mi viaje a Nueva York con tus hijos, ¿no te dijeron? Fuimos al Lincoln Center y nos tocó una Turandot divina…
«¿A qué juegas?», cavila la española. «Yo no puedo, ni quiero saber de ti. Estás chiflada». No responde… Lupita lo hace:
—Sal de mi casa, no eres bienvenida aquí. Esto tiene un límite…
—Ya me marcho, tranquilas, chicas… Corro a mi departamento porque tengo reunión familiar, Cata, me urge, por favor —añade Elvira, mientras apaga el cigarrillo en una planta—. Solo pasé a saludarlas, algún día que pueda, las alcanzo. ¿No les importa, no?
Lupita toma las riendas, firme y enérgica, la coge del brazo y la acompaña a la puerta. Catalina se vuelve a sentar y solo alcanza a oír:
—Elvira, no has sido invitada y no te queremos ver por acá.
«¡Estupendo!», piensa Catalina con sarcasmo, «Lo que me faltaba, un numerito de la pareja de mi marido». Ha sido incapaz de reaccionar y, por si fuera poco, ha conseguido asestarle un puñetazo a su frágil autoestima. Se ha quedado con una sensación de inferioridad tremenda al verla tan segura y arreglada, ella no se ha acicalado para una fiesta. Su aspecto es pulcro, ha echado mano de uno de sus tejanos oscuros, de una camisa azul marino y una gruesa chaqueta de lana del mismo tono que le dan un aire juvenil —en contraste con su piel clara—, sin cinturón. Los tacones, presentes en su armario, rara vez salen a bailar y ha optado por unas botas planas de piel negra. No ha abandonado sus perlas, presentes en sus orejas con un discreto tú y yo. Alrededor de su cuello, el collar que le regaló Pili con motivo de la inauguración de su bufete en Barcelona, de perlas de río, largo y de tres tonos: blanco nacarado, gris ceniza y marengo azulado, la adornan con discreción y elegancia.
Tere la mira con ternura, sentada a su lado le coge la mano. Su recta melena rubia por encima de los hombros, recogida en un descuidado moño, descubre su tenso rostro y la hace parecer indefensa. Intenta decir algo, Catalina agradecida, con sus ojos color miel todavía vidriosos, la detiene con un gesto. El choque que ha supuesto tener a Elvira delante, sin escapatoria, como si le hubiera clavado un puñal en esa herida todavía abierta, aumenta su derrotismo y desconcierto. Coge un cigarro, lo enciende, da dos caladas y lo apaga. Con rabia acentuada por no haber podido articular una sola palabra frente a su rival, ni tan siquiera gritar para demostrar su cólera y apartarla de su camino. Se sienta, se levanta, como si no tuviera sangre en las venas y no le importara que su marido la hubiera reemplazado por la morenaza.
Lupita, con aparente normalidad, regresa a la sala con un libro entre las manos y trata de interesar a Catalina, como si lo que acabara de ocurrir no hubiera pasado. Está alterada y se le nota. Los días de curso, la puerta se abre a quien diga: «Vengo a clase», sin más explicaciones. No esperaban intrusos y Elvira se ha colado en busca de su victoria. Un solo comentario:
—Cata, esto no vuelve a pasar. Si tengo que poner a alguien a cuidar la entrada, lo ponemos… Quédate tranquila… Olvídate de esa loca y respira, ya pasó… Mira —le dice—, tenía muchas ganas de enseñarte este libro de Lorenza.
—¿Quién es Lorenza? —pregunta Catalina, en un intento de recomponerse. No va a dejar que la perturbada de Elvira le arruine la tarde ni tampoco a sus compañeras de curso.
Por lo que refieren sus amigas —en la charla que se apresuran a entablar con la intención de disimular el incidente de Elvira—, fue una afamada cocinera en los sesenta. A sus ochenta y cinco años vive en algún lugar cerca de Querétaro, con las empleadas de hogar que tenía a su servicio. La ceguera, la invalidez en sus piernas y las pérdidas ocasionales de memoria —por el avance implacable de la esclerosis— la tienen muy limitada.
A la española, ensimismada en su sillón, se le cae el velo de los ojos: de repente, la conciencia de la vejez le llega sin avisar. Llama a su puerta: «¿Cómo estaré yo a su edad, si l...