Hacia una poética histórica
de la comunicación literaria
Alain Vaillant
Juan Zapata
—Compilación
y estudio preliminar—
Literatura / Teoría
Editorial Universidad de Antioquia®
Colección Literatura / Teoría
© Alain Vaillant
© De la compilación y el estudio preliminar: Juan Zapata
© De las traducciones: los respectivos titulares
© Editorial Universidad de Antioquia®
ISBN: 978-958-501-089-5
ISBNe: 978-958-501-093-2
Primera edición: noviembre del 2021
Motivo de cubierta: Imagen tomada de Pixabay, bajo licencia CC0
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Estudio preliminar
Pocos investigadores en literatura logran moldear una obra que vaya más allá de una suma contingente de textos críticos para convertirse en una síntesis histórica, teórica y crítica de la disciplina. Tal es el caso de Alain Vaillant, cuya obra ha sentado los cimientos para una historia radicalmente nueva de la literatura. De ahí la importancia de los artículos que hoy presentamos al lector hispanoamericano. Hay allí una invitación a efectuar una “revolución copernicana de la historia literaria” que nos permita comprender el origen y las consecuencias de los seísmos mayores que sacudieron la comunicación literaria moderna.
Ahora bien, tal empresa podría parecer engreída y jactanciosa si no estuviera acompañada de una reflexión que explicara las razones por las cuales dicha revolución no se ha emprendido aún en los estudios literarios. Solo así se probaría la pertinencia y eficacia de la reflexión aquí propuesta. Así, una buena manera de justificar su método y de explicitar sus presupuestos teóricos es comenzar por mencionar, siguiendo a Alain Vaillant, algunos de esos puntos ciegos de la historia literaria tradicional que ameritan ser revisados.
Hacia una “revolución copernicana de la historia literaria”
El primero de ellos, y tal vez el más importante, pues de este surge una serie de malentendidos tanto para la periodización histórica de la literatura como para la comprensión de sus transformaciones mayores a lo largo del siglo xix, es el literatucentrismo. En efecto, durante la Tercera República en Francia (1870-1940) se inicia un “movimiento entusiasta de monumentalización de la tradición literaria” (p. 82) que le asignará a la literatura un papel central en la construcción de la identidad nacional republicana. Se emprende así un proceso de patrimonialización de los grandes héroes literarios, sobre los cuales se construirá el mito de la gloria nacional. Esta sacralización constituye un momento capital para la conceptualización de la historia literaria que determinará, con todo su peso ideológico, nuestra concepción actual de la literatura, pues lo que sucedió en Francia sucedió también en Latinoamérica. No olvidemos que la historia literaria en nuestros países surge en el marco de la construcción de los Estados nación, esto es, como un mecanismo esencial para su conformación, aportando a los futuros ciudadanos fundamentos identitarios, solidificando una cohesión colectiva y legitimando un estado de hecho.
Ahora bien, a pesar de los progresos de la historia literaria actual —cuyos campos de investigación se han ampliado gracias a una concepción de las prácticas culturales que permite pensar todos los fenómenos textuales como sistemas de representación correlacionables y analizables en términos de sus modos históricos de producción, circulación y valorización—, aún no se ha puesto en tela de juicio “la posición central que se le ha acordado a la literatura” en el interior de las producciones culturales. “Las consecuencias de este error de perspectiva son”, nos recuerda Vaillant, “incalculables y evidentemente desastrosas” (p. 30). En primer lugar, dicho literatucentrismo nos hace perder de vista que la literatura, en los inicios de la era mediática que inaugura la prensa en el siglo xix, ocupaba un lugar cada vez más marginal y amenazado que poco tiene que ver con esa imagen engrandecida de producción culturalmente dominante que transmiten los libros de historia y que se estudia en colegios y universidades como parte del patrimonio nacional. La idea misma de una autonomía temprana de literatura sería el producto de dicho malentendido histórico. Se cree que esta habría empezado en el momento mismo en el que el escritor, liberado por fin del poder de la Iglesia y de la monarquía de derecho divino, asume en la sociedad burguesa las funciones atribuidas antes al sacerdote. La autonomización de la literatura estaría así asociada desde sus inicios a una ética vocacional en la que prevalecen valores como el desinterés, la renuncia y el sacrificio. Ahora bien, esta consagración póstuma, a la que los mitos de la bohemia y del poeta maldito aportarán el necesario e inevitable toque de rebeldía que requiere toda panteonización, no solo ignora el estado de precariedad al que realmente fue sometido el escritor y la literatura romántica, sino que recubre dicha crisis social y económica con la idea de una coronación temprana del escritor. En efecto, más allá de las representaciones idealizadas que los escritores románticos y la bohemia de 1840 construyeron de sí mismos como respuesta a la situación de marginalidad social y económica a la que se vieron reducidos, la consagración y panteonización del escritor sobrevino mucho tiempo después, cuando la Tercera República colocó a la literatura en el centro de su ideología republicana con el fin de construir y engrandecer un patrimonio exportable al mundo entero. Tal fue el impacto de esta canonización literaria que terminó por hacernos olvidar que en la primera mitad del siglo xix, cuando el escritor se encuentra por completo al auspicio del periódico y de su lógica comercial y mediática, es prácticamente imposible hablar de un proceso de autonomización de la literatura, por más incipiente que este parezca. Habrá, pues, que esperar hasta la segunda mitad del siglo para que la literatura encuentre su lugar en la jerarquía de los bienes culturales. Y esto por varias razones. Primero, el recrudecimiento de la censura contra los periódicos durante el Segundo Imperio (1852-1870), que permitió el fortalecimiento de la industria del libro y la aparición de revistas especializadas que asegurarán, por lo menos hasta las primeras décadas del siglo xx, la circulación de la literatura; segundo, la política de mecenazgo estatal que se inicia con Napoleón III y que alcanzará su punto culmine a finales de siglo, la cual no solo le devuelve a un importante número de escritores ciertas prerrogativas —otorgándoles puestos, subsidios y posiciones honoríficas—, sino que les permite también liberarse de los imperativos económicos impuestos por la prensa; por último, el fortalecimiento del aparato escolar y académico, que permitió, por un lado, la integración social y económica del escritor gracias a los cargos provistos principalmente por la instrucción pública y, por el otro, la conformación de un ejército de lectores especializados en cuestiones literarias que alimentó una verdadera industria del libro, favoreciendo de esta manera tanto al escritor como a las editoriales, pues estas podían apostarle, gracias a la existencia de un público letrado, a las producciones más novedosas.
Así pues, la verdadera autonomización de la literatura, cuya condición sine qua non es la puesta en marcha de sus propias instancias de circulación y legitimación (el libro, la revista y la crítica especializada, por mencionar solamente las más importantes), sobreviene únicamente durante el Segundo Imperio y la Tercera República gracias, en gran medida, a la influencia concreta de políticas voluntaristas que emanan del poder y que deben ser tenidas en cuenta para comprender la estructuración progresiva del campo literario. Sin embargo, la historia literaria prefirió guardar la imagen idealizada de una autonomía de la literatura cuyo precio sería la marginalización social y económica del escritor, reproduciendo así acrítica y ahistóricamente los mitos de la bohemia y del poeta maldito, los cuales no eran otra cosa que una compensación ilusoria, en el plano de las representaciones, de la precariedad real a la que fue reducido el escritor moderno al ser despojado, tras el ingreso de la literatura en la economía burguesa, de las redes de sociabilización aristocráticas que constituían su público habitual. En resumidas cuentas, esta reducción del punto de vista histórico, que asocia heroicamente la autonomía de la literatura a la renuncia voluntaria del escritor a las recompensas mundanas, o para decirlo de otra forma, que hace de su precarieda...