La constelación tercermundista
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La constelación tercermundista

Catolicismo y cultura política en la Argentina 1955-1976

  1. 368 páginas
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La constelación tercermundista

Catolicismo y cultura política en la Argentina 1955-1976

Descripción del libro

Mientras trabajos precedentes se habían focalizado exclusivamente en la trayectoria del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM), en este libro Claudia Touris demuestra que la corriente tercermundista en la Argentina fue una red sociorreligiosa más amplia y diversa que se desplegó como una verdadera constelación de actores sociales integrada no solo por los sacerdotes, sino también por religiosas, laicos que pasaron por los ámbitos de sociabilidad católica renovada por el Concilio Vaticano II y otros, como el grupo de Cristianismo y Revolución, que lo conectaron con la vía insurreccional minoritaria en la corriente tercermundista.La constelación tercermundista recibió el influjo teológico de la pastoral popular o teología del pueblo, que fue la versión argentina de la teología de la liberación, pero en clave culturalista en vez de clasista y con elementos más cercanos al paternalismo clerical y a prácticas populistas donde confluyeron la opción preferencial por los pobres y la opción por el peronismo en el convulsionado inicio de los años setenta. Lejos de haber perecido, esta corriente se manifiesta en la actualidad en los postulados del papa Francisco y los curas villeros de la ciudad de Buenos Aires.

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Información

CAPÍTULO 1
El catolicismo argentino entre la crisis con el peronismo y el “malestar” preconciliar

¿Qué sucederá después de que la Iglesia haga efectiva su caridad universal, haciéndose presente en las masas obreras, además de estarlo en las burguesas? Probablemente el escándalo. Pero entonces será el escándalo provocado por la catolicidad de la Iglesia, o sea, por una Iglesia auténtica. ¿Qué escándalo surgirá cuando la Iglesia intente establecer un diálogo con el mundo obrero? No el escándalo de una clase que siente nostalgia de la Iglesia, sino de otra clase que teme dejar de ser apoderada de la misma. No el escándalo de un proletariado desamparado por la Iglesia, sino el de un sector de la burguesía, que habría visto en la Iglesia nada más que una aliada de sus intereses burgueses, humanos, demasiado humanos.
Lucio Gera, “Reflexión sobre Iglesia, burguesía y clase obrera”
Los acontecimientos políticos que culminaron en el triunfo de la “revolución libertadora”, en septiembre de 1955, tuvieron a la “cuestión religiosa” como el principal elemento aglutinante, en la medida en que, en pocos meses, posibilitaron la ampliación de la oposición civil a la conspiración militar contra el gobierno de Perón. La celebración de Corpus Christi, el 11 de junio de 1955, fue un momento definitorio en la maduración de una masiva alianza opositora. La consigna “¡Viva Cristo Rey!” unió a dirigentes y militantes pertenecientes a un espectro ideológico variopinto que el creciente autoritarismo peronista había coadyuvado a congregar en su contra. En efecto, a partir de la segunda presidencia de Perón, cuando la identidad justicialista comenzó a definirse en términos absolutamente excluyentes, el movimiento no solo fue paulatinamente abandonado por muchos de los católicos que habían confiado en él, sino que los opositores descubrirían en la identidad religiosa una novedosa forma de enfrentar el proyecto de peronización de la sociedad.
Advirtiendo que no es nuestro propósito revisar los argumentos que explican cómo se desarrolló el conflicto entre el peronismo y la Iglesia, nos interesa rescatar dos de ellos por considerarlos de relevancia para comprender los acontecimientos posteriores a 1955 (Caimari, 1995). El primero es el referido a un excesivo crecimiento institucional y a la creación de asociaciones católicas con el único fin de competir y debilitar al Estado peronista. Este argumento fue utilizado por los sectores oficialistas que alentaron el conflicto con la Iglesia y por el propio Perón, durante los hechos y con posterioridad a ellos. Si bien es cierto que, desde comienzos de la década de 1950, se advierte un mayor énfasis por parte de la Iglesia en el objetivo de fortalecer e inaugurar nuevas organizaciones, el objetivo primordial de esta política no obedecía a una lógica cortoplacista o al enfrentamiento con el gobierno. Se trataba más bien de un objetivo de largo alcance y que instaba a reflotar o dar impulso a nuevas iniciativas tendientes a evitar la pérdida de centralidad y la captación de militantes que respondieran a los mandatos de la Iglesia Católica. Por ese motivo, el Episcopado local, siguiendo las directivas de Roma, se había propuesto reactivar las alicaídas organizaciones de laicos, principalmente las relacionadas con ACA, otorgando gran protagonismo a las ramas profesionales y estudiantiles (secundarias y universitarias).1 También, la cristianización del mundo del trabajo –a través de diversas organizaciones confesionales obreras– experimentó cierto renacimiento impulsado por la jerarquía, como fue el caso de la JOC. Sin embargo, ni cuantitativa ni cualitativamente, ninguna de estas organizaciones, así como tampoco el minúsculo Partido Demócrata Cristiano –creado a mediados de 1954–, significaban en modo alguno el avance amenazador que les atribuía el gobierno peronista y sobre los cuales Perón descargaría artillería pesada en el momento más crítico del enfrentamiento.
El otro de los argumentos que nos interesa retomar, tal vez uno de los más utilizados para explicar la dinámica del conflicto Iglesia/peronismo, es la alusión a la existencia de un frente católico único y homogéneo furiosamente enfrentado con Perón. Nos parece importante recordar al respecto que no toda la Iglesia –entendiendo por ella, en este caso, jerarquía, clero y laicado– tuvo una actitud de hostilidad o de prescindencia respecto del régimen. Aunque los laicos y el clero joven fueron los que asumieron las respuestas más combativas y el clero tradicional y la jerarquía se mostraron más sumisos con el gobierno, esta división debe ser matizada. Monseñor Santiago Copello, arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado de la Argentina, fue el caso más conspicuo de adhesión al gobierno. En Mendoza, monseñor Alfonso Buteler también mantuvo su apoyo. Por su parte, monseñor Antonio Caggiano, arzobispo de Rosario, pretendía forzar el acercamiento de los católicos al peronismo cuando las relaciones de la Iglesia con el gobierno ya estaban deterioradas, y monseñor Froilán Ferreira Reynafé, obispo de La Rioja, era declaradamente properonista. Sin embargo, monseñor Nicolás Fasolino, obispo de Santa Fe, y monseñor Fermín Lafitte, arzobispo de Córdoba, eran decididamente antiperonistas.
En el clero, al mismo tiempo que sacerdotes como Virgilio Filippo y Hernán Benítez eran destacados referentes religiosos devenidos portavoces e ideólogos de la doctrina justicialista, el padre Alberto Carboni, párroco de Santa Rosa de Lima y uno de los grandes artífices de ACA, no ahorraba críticas al gobierno que acusaba y encarcelaba a los “curas contreras”. A su vez, el hermano Septimio Walsh tuvo un gran protagonismo en la “operación radios” contra las transmisoras radiales del Gran Buenos Aires y también en la coordinación de la distribución de panfletos antiperonistas a través de la red de colegios y parroquias.2
Aunque, con excepciones, la Iglesia integró el heterogéneo frente antiperonista que derrocó a Perón, la nueva etapa abrió para ella un nuevo universo de problemas.
El propósito de este capítulo es analizar los diagnósticos, las opiniones y los debates que se produjeron en el campo católico en la coyuntura inmediatamente posterior al derrocamiento de Perón y la identificación de algunos planteos que dieron visibilidad a la situación de “malestar” que bullía en el catolicismo argentino previo al Concilio Vaticano II. Partimos de la idea de que dicho campo atravesaba una profunda transformación respecto de las décadas anteriores cuando, más allá de los conflictos, la identidad católica era en sí misma una divisoria de aguas. Por el contrario, el conflicto con el peronismo exhibió la primera crisis estructural de autoridad en el seno de la Iglesia argentina, principalmente en cuanto a la relación de la jerarquía con el clero y los laicos, cuyas dramáticas derivaciones estallarían con toda visibilidad después del Concilio.
Nos interesa indagar de qué manera se manifestó dentro del catolicismo el dilema que debieron enfrentar otros actores, los elencos gobernantes, los partidos políticos y el campo intelectual respecto de cómo resolver la compleja ecuación de la democracia y su intersección con un desarrollo capitalista sustentable y el mantenimiento de una política social inclusiva. Este era, sin duda, el legado más persistente en el imaginario y las demandas que unas mayorías poco dispuestas a resignar sus conquistas pretendían restaurar. En suma, identificar en qué medida las representaciones de un catolicismo muy fragmentado se sumaron, compitieron o influyeron en las que prevalecieron en el frente antiperonista en todas sus variantes.
Caracterizaremos las diferentes modalidades que asumió la vinculación de los católicos con la política en esta coyuntura. Recorreremos los posicionamientos políticos asumidos por la jerarquía, los dirigentes y los laicos católicos, prestando particular atención al caso de monseñor Gustavo Franceschi como el de un “traductor” privilegiado. Es decir, el de un mediador intelectual que se esforzó, en su última etapa, por construir una trama que conectara los nuevos desafíos que debían enfrentar la Iglesia y los católicos, a nivel mundial, con todo aquello que pudiera mantenerse vigente de su cultura política.
Asimismo, explicaremos la relación entre el escenario europeo y argentino y el impacto que esos debates tuvieron en el catolicismo social, a través de las distintas opciones pastorales que se insertaron en el mundo obrero. Indagaremos la forma en que la jerarquía eclesiástica buscaba renovar su relación con el laicado sin perder autoridad.
Viejos tópicos del pensamiento católico reformulados en el contexto de la Guerra Fría y la cuestión de la proscripción del peronismo se cruzaron en un entramado de tensiones que demarcaron con mayor fuerza que antaño los disensos internos. El campo católico se encontraba en vías de reconstituir una identidad definida cada vez más en términos políticos que religiosos.
Nuestra reconstrucción no se circunscribirá a un enfoque estrictamente cronológico, sino a una aproximación que ilumine las coyunturas y los problemas que recortamos por su mayor densidad.
Hacia fines del régimen peronista, el conflicto de Perón con la Iglesia Católica posibilitó que la “cuestión religiosa” articulara un gran frente antiperonista y los católicos nacionalistas tuvieran un lugar destacado en la primera fase de la “revolución libertadora”.

1. Los católicos y la política después de la “revolución libertadora”

El 16 de septiembre de 1955, un alzamiento militar iniciado en Córdoba bajo la dirección del general Eduardo Lonardi y al que se sumó íntegramente la Marina de Guerra derrocó al desgastado gobierno de Juan D. Perón. Este firmó su renuncia y se embarcó hacia el país vecino de Paraguay, dando comienzo a su prolongado exilio.
El protagonismo de los civiles se exhibió en los grandes centros urbanos, donde desataron su euforia sobre todo los sectores medios, como en el caso de Córdoba, desfilando junto a los militares triunfantes. Comandos civiles católicos, radicales, socialistas y demócratas enarbolaron sus estandartes de la Virgen de la Merced, de Domingo F. Sarmiento o de Hipólito Yrigoyen, según fuera su adscripción política o religiosa.
El 23 de septiembre Lonardi arribó a la Capital Federal para asumir el cargo de presidente provisional de la Nación. El avión militar que lo transportó desde su Córdoba natal tenía en su fuselaje la inscripción “Cristo vence”. Recién al pisar suelo porteño conoció a quien lo acompañaría en el cargo como vicepresidente, el contraalmirante Isaac Rojas.
La propuesta de pacificación nacional enunciada por el general Lonardi bajo el lema “Ni vencedores ni vencidos” demostraba –según Tulio Halperín Donghi (1991: 92-93; 1994)– una cuota de realismo ante el grave problema que debería enfrentar la revolución. Se trataba de dar solución a una cuestión de larga data en los vaivenes que el camino de la democracia había instalado en la política argentina del siglo XX. El peronismo había reeditado el conflicto entre dos legitimidades contrapuestas, que se había abierto desde la puesta en marcha de la primera democracia radical y que se había redefinido y perpetuado con nuevos actores.
Sin embargo, el estilo personalista que Lonardi intentó dar a su gestión no se correspondía con su falta de liderazgo dentro de las Fuerzas Armadas, no solo por el hecho de que era un militar retirado, sino porque el triunfo revolucionario había sido posible por la participación de la Marina. Además de advertirse rápidamente fuertes discrepancias entre el Ejército y la Marina acerca de la política a impulsar tras los hechos del 16 de septiembre, existían incluso en la primera de las fuerzas otras figuras relevantes además de Lonardi. Eran ellos los generales Pedro E. Aramburu, Julio Lagos y Arturo Osorio Arana (Potash, 1983; Spinelli, 2005).
A menos de dos meses de haber asumido el gobierno, el general Lonardi fue desplazado el 13 de noviembre de 1955, dando lugar a la asunción de la dupla de Aramburu (nuevo presidente) y Rojas, quien continuó en el cargo de vicepresidente. El proyecto de pacificación dio paso a otro más decidido de “desperonización”, defendido por los adversarios internos de Lonardi.
La interpretación historiográfica más repetida es la referida a dos líneas dentro de la “revolución libertadora”: la católico-nacionalista (Lonardi) y la liberal (Aramburu-Rojas).3 Una lectura más renovada y rigurosa a la hora de caracterizar la heterogeneidad del frente antiperonista en la sociedad, en el plano de los partidos políticos y del gobierno es la de María Estela Spinelli (2005: 54), quien indaga los alcances de la coalición antiperonista, sus disyunciones internas y el fracaso de su proyecto político:
Hubo, si se quiere, un acuerdo inicial de intolerancia hacia el gobierno peronista que había perseguido a la oposición, atacado los valores culturales de la clase media, cultivado un estilo transgresor que se consideró reñido con la moral, la austeridad republicana y la respetabilidad digna de la clase política. A ello se sumaba el rechazo a la vocación hegemónica del peronismo que premiaba y exigía la lealtad, y condenaba el derecho de discrepar.
El rechazo al modelo político-social igualitarista del peronismo y particularmente a Juan Domingo Perón fue unánime entre los sectores que adhirieron a la “revolución liberadora”. Este acuerdo constituyó el carácter distintivo del antiperonismo, su definición por el opuesto.
La “revolución libertadora” planteó, pues, a la sociedad argentina la paradoja de que invocando la democracia devaluada por las prácticas políticas del peronismo debió apoyarse en el “pacto de proscripción” de esa fuerza política. Este fenómeno contribuyó a configurar un sistema político semidemocrático en el que los únicos partidos reconocidos como legítimos eran los antiperonistas. Por su parte, la población que adhería al peronismo –y cuyo porcentaje oscilaba entre un tercio y la mitad– resultó excluida del juego político posterior a 1955.
¿Qué hacer con el peronismo? Tal fue el interrogante central de los debates que se desplegaron en los ámbitos políticos, intelectuales y militares que pugnaban por gobernar el país o bien definir qué trayectos debían seguirse para hacerlo con éxito. Junto con él se retomaba la cuestión que había empezado a discutirse durante la segunda presidencia de Perón y que, una vez derrocado este, retornó con más vigor: ¿qué camino debía tomar el capitalismo argentino?4 Tales dilemas se desarrollaron en un período prolongado, en el que el rasgo más persistente fue el de la inestabilidad política que afectó a los gobiernos civiles y militares que se alternaron en el ejercicio del poder entre 1955 y 1983. Esta situación ha llevado a algunos especialistas a proponer explicaciones estructurales que enfatizan en la idea de que lo que prevaleció en la sociedad argentina durante dicha etapa, o al menos hasta 1976, fue una situación de equilibrio relativamente parejo entre fuerzas sociales antagónicas. Como resultado de ello, tales fuerzas se mostrarían capaces de bloquear los proyectos políticos de sus adversarios, pero serían incapaces de imponer los suyos. Estos enfoques sintetizados en los conceptos “empate social” o “empate hegemónico” son los utilizados por Juan Carlos Portantiero (1973) y Guillermo O’Donnell (1986). Otras perspectivas, como la de Marcelo Cavarozzi (1992), prefieren, en cambio, hablar de “equilibrio dinámico” al concebir lo político como una esfera con mayor autonomía y con una dinámica propia, más que como un mero reflejo de factores estructurales. Este último autor propone también una periodización que caracteriza la etapa 1955-1966, en la que se inscribe el análisis de este capítulo, como un período de gobiernos débiles. De este complejo escenario, nos interesa subrayar la centralidad que hacia el período 1955-1958 tuvo la cuestión de la proscripción del peronismo en el nuevo orden político, indisolublemente asociada a la concepción misma de democracia.
¿De qué manera se u...

Índice

  1. Cubierta
  2. Acerca de este libro
  3. Portada
  4. Dedicatoria
  5. Agradecimientos
  6. Acrónimos y siglas
  7. Introducción
  8. Capítulo 1. El catolicismo argentino entre la crisis con el peronismo y el “malestar” preconciliar
  9. Capítulo 2. Sociabilidades, debates y conflictos en la Iglesia argentina posconciliar
  10. Capítulo 3. La revolución en clave clerical
  11. Capítulo 4. Los curas villeros y el Movimiento Villero Peronista
  12. Capítulo 5. Entre Marianne y María: los trayectos de las religiosas tercermundistas
  13. Capítulo 6. ¿El reino de Dios es o no es de este mundo? Religión y política en la tormenta tercermundista
  14. Conclusiones
  15. Referencias y fuentes
  16. Créditos