
- 88 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
El mal
Descripción del libro
El mal es una obra que aborda un problema siempre actual: ¿Cómo hablar del mal? ¿Cómo decimos lo indecible? El mal perturba nuestras vidas. Es un hecho. La tristeza, el dolor o el sufrimiento irrumpen en cada existencia, incluso antes de que lo pensemos. Pero sus formas más variadas tienen algo en común: el mal no es algo. Se presenta como una rotura en el corazón de lo que es: un parásito que sólo existe por el bien que carcome. El bien goza, pues, de una primacía absoluta que alimenta la esperanza: siempre será más fuerte.
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FilosofíaCategoría
Ética y filosofía moral1. LOS TRES POLOS DEL MAL
En realidad, hay tres dimensiones y no solo dos polos que se entrelazan. Ante todo, está el mal en sí mismo; en segundo lugar, el conocimiento que se adquiere de él; y, finalmente, la respuesta afectiva que se le da.
En sí, el mal está en las cosas, nos guste o no, lo sepamos o lo ignoremos, tanto si lo padecemos como si no sentimos de él el más mínimo rasguño: he aquí el polo objetivo. Luego, puede suceder que nos informen o que tomemos conciencia de él: este segundo aspecto, que actúa como bisagra de los otros dos, es de gran importancia, pero aquí será solo bosquejado rápidamente, evocado en aras de completitud. Finalmente, el mal duele y por su causa sentimos tristeza, dolor o desgarro: he aquí el polo subjetivo. Es por aquí, por donde generalmente surge la pregunta acerca del mal: casi siempre con motivo de un sufrimiento experimentado. No es habitual que la pregunta acerca de él se inicie como fruto de un camino de reflexión filosófica. Entramos en el mal por el otro extremo, si puede decirse así, y es ahí por donde todo comienza: por la desgracia devastadora. Es porque uno sufre que se pregunta acerca del mal: tal es el camino ordinario de la experiencia humana. Debido a que alguien tiene dolor, irá a ver a un médico, de quien sin duda espera que le alivie, pero también y primeramente que haga un diagnóstico (he aquí el conocimiento), identifique exactamente la enfermedad (he aquí el polo objetivo), con el fin de sanar y aliviar (he aquí el polo subjetivo).
¿Dónde está la causa? ¿Dónde el efecto? La causa es la enfermedad, cuyo efecto percibido es el dolor. Por el contrario, la causa que me empuja a solicitar una cita con el médico es el dolor padecido. El orden de las causas acaba de invertirse ante nuestros ojos, según consideremos la realidad (la enfermedad causa el dolor) o la reacción subjetiva (el dolor experimentado causa la toma de conciencia de la enfermedad). El orden de las cosas es inverso al orden del conocimiento que alcanzamos de ellas. Esto es habitual en todos los campos del conocimiento humano (excepto en el de la lógica): lo primero es la causa, pero ésta es captada en último lugar; lo primero que se conoce es el efecto. La causa que realmente hace que una manzana caiga del árbol es la atracción de la masa de la Tierra, pero lo que conozco en primer lugar es la caída de la fruta: el efecto es conocido antes que la causa, como lo muestra la historia de la mecánica. La señal de ello es que durante siglos las personas han visto caer cosas, pero no fueron capaces de comprender la causa. La atracción de las masas no esperó a Newton para ejercer su causalidad, la cual estaba solamente oculta a la sagacidad de los seres humanos, quienes explicaban el fenómeno observado con la doctrina de los cuatro elementos, suponiendo que las cosas en las que dominaba el elemento «tierra» tendían a ir hacia abajo como a su lugar natural. ¡Sencillamente, se equivocaban! Newton no cambió su causa, sino que proporcionó una explicación más exacta.
De distintas formas nosotros observamos el efecto antes de conocer su causa, que, sin embargo, goza objetivamente de la primacía: observamos las nubes y la lluvia sin conocer los fenómenos meteorológicos que las producen. Los ejemplos son innumerables en todas las ciencias experimentales, ciencias exactas o ciencias humanas. Lo mismo ocurre con la filosofía: los fenómenos aparentes de las cosas nos son conocidos antes que su realidad más íntima. Finalmente, así es la vida: lo que percibo de la apariencia de alguien me es accesible antes que su vida íntima. La sustancia de las cosas nos es conocida a través de sus manifestaciones, que se dan primero a la experiencia sensorial.
La causa de los sucesos nos es, pues, conocida después que sus efectos. Lo mismo sucede con el mal. El hecho negativo que produce tristeza nos es revelado por la tristeza experimentada. Es el dolor el que alerta de una enfermedad, aunque la enfermedad haya causado el dolor. Sería una irresponsabilidad conformarse con aliviar un dolor sin tratar de delimitar el mal para eliminarlo. Curar un síntoma rara vez es suficiente. Pero al mismo tiempo conviene subrayar que es el dolor el que ordinariamente advierte, y que es por este efecto que el mal objetivo se nos manifiesta: la desgracia revela el mal.
No obstante, por oficio, los filósofos tienden a insistir en la causa, hasta llegar, a veces, a descuidar sus efectos. Durante siglos, han «teorizado» sobre el mal, dejando la preocupación por el sufrimiento concreto a los médicos, cuidadores, psicólogos o religiosos. Y porque centraron su atención en el mal, mientras pasaban de puntillas sobre el dolor, prepararon el actual giro de 180 grados: las reacciones «pathocéntricas» más perturbadoras se estaban preparando para llenar este vacío. ¿Acaso Platón y Aristóteles, aparentemente poco inclinados a los sentimientos, no fueron inmediatamente seguidos por la reacción epicúrea, centrada en el placer y el dolor? ¿Acaso la hipertecnologización médica y científica no induce hoy a una reacción utilitarista, obsesionada con maximizar el bienestar (etiquetado con el término de «felicidad») para el máximo número de seres sensibles, y a mitigar el sufrimiento, incluso de los animales?
¿Y si se evitaran estos movimientos pendulares? ¿Y si, en lugar de balancearse de un polo (objetivo) a otro (subjetivo), nos esforzáramos en mantener uno y otro en su justo lugar? Es para alcanzar este proyecto de delicado equilibrio que se esforzará nuestro análisis. Pero como este es de orden filosófico, destacará el primero de los tres aspectos. Puesto que la mayoría de nuestros contemporáneos están obnubilados solo por sufrimiento, el análisis insistirá en la objetividad del mal.
Hay, pues, que distinguir tres niveles: el mal, el conocimiento del mal y la resonancia del mal.
El polo objetivo: el mal como privación
El mal es real y está en las cosas antes de que tomemos conciencia de él. Existe una realidad del mal, independientemente del hecho de que podamos sufrirlo y anterior a todo conocimiento.
«El mal está en las cosas, pero no es una cosa.» Este es el leitmotiv. Con razón, los filósofos dicen que es una privación. Ello no impide que comporte una objetividad independiente de nuestra evaluación, y que su gravedad no sea necesariamente proporcional a la devastación de nuestra desgracia. Ahora mismo puede ocurrir en el otro extremo del mundo un cataclismo, una inundación, un tsunami o un terremoto que destruya casas y equipamientos: todos estos son males objetivos, independientes de la información que aún no nos ha llegado, independientes también de la emoción subsiguiente. Se tratará de males tanto más graves cuanto que los bienes destruidos sean de mayor categoría: personas humanas, infraestructuras, animales, campos o bosques. Sostenemos, por lo tanto, que existe el mal, gritamos que existe el mal, a veces terrible, en las cosas mismas, y que no es suficiente con mirar hacia otro lado, cerrar los ojos o ignorarlo para que desaparezca. Tal es la irreductible existencialidad del mal en las cosas.
Imaginemos que alguien tiene cáncer y está enfermo sin saberlo: por el momento, no han aparecido ningún síntoma, ni hay ningún diagnóstico. Pero la enfermedad está ahí, aunque esté en un estado inicial, aunque sea en la ignorancia más total, aunque esté sin doler.
Enfermedad, muerte, fracaso, desequilibrios ecológicos o cataclismos: he aquí la comitiva de males que devastan el mundo. Este polo objetivo es obviamente el primero, es el más radical y condiciona a los otros dos. Volveré sobre ello en detalle.
El conocimiento del mal
El segundo aspecto atañe al conocimiento que tomamos de este mal objetivo. Cuando un noticiero informa de un cataclismo devastador en Nepal, los periodistas transmiten una información a través de canales rápidos y variados. La información, por supuesto, no produce la calamidad: en cuanto información veraz y correcta, no es mala. Sería «mala» información solo si, a su vez, estuviera echada a perder por el mal, si estuviera mal hecha, es decir, faltara a la verdad o a la calidad requerida. En resumen, si estuviera privada de lo que debería ser. Supongamos, por el contrario, que es de calidad: es entonces una buena información, aunque traiga malas noticias.
Del mismo modo, un paciente espera del médico que haga un buen diagnóstico, aunque sea preocupante por su contenido objetivo. El mal diagnóstico añadiría mal a una enfermedad ya suficientemente grave; añadiría mal al mal e introduciría otro mal. La enfermedad no empeora debido al mal diagnóstico; este afecta al conocimiento, el cual, probablemente, conducirá a estrategias susceptibles de empeorar la salud en lugar de sanarla.
La paradoja se expresa de la siguiente manera: el conocimiento debe ser bueno, aunque su objeto sea malo. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo se puede establecer un buen diagnóstico de una enfermedad? ¿Cómo realizar un buen reportaje sobre un drama humanitario? Finalmente, ¿se puede hablar bien del mal? Ciertamente, y más vale, incluido en lo que respecta a las doctrinas. Es por eso que es temible, imposible en cierto sentido, hablar del mal, ya que precisamente uno desearía hablar bien de él. Es por eso también que es difícil encontrar las palabras correctas frente a alguien devastado por un mal. De ahí la sensación de impotencia, apenas acompañada de miedo y estremecimiento, para cualquiera que se ponga a enseñar sobre el mal.
Hablar mal del mal es añadir oscuridad, al modo como un mal diagnóstico empeora una enfermedad que de por sí no lo necesita, al modo como un mal juicio de un tribunal no solo no restaura la vida a la víctima asesinada, sino que añade un nuevo daño a sus seres queridos y a la sociedad en razón de la injusticia cometida.
Si se quiere dictar una sentencia justa, realizar un buen diagnóstico o producir un buen reportaje sobre males, debe ser, pues, posible hablar bien del mal. Es por ello que los filósofos insisten, en esto más que en otros temas, en la precisión absoluta, no solo en el tono sino especialmente en el contenido doctrinal. Una mala filosofía incrementa aquello que desearía evitar: no solo introduce el error, sino que, al impedir el planteamiento de las preguntas correctas, evita respuestas fructíferas. Es, pues, una de las tareas de la filosofía hoy poner un poco de claridad, un poco de verdad, si es posible, en un mundo ya suficientemente lúgubre como para que los amantes de la sabiduría añadan confusión u oscuridad.
¿Cómo es posible por lo tanto hablar bien del mal? Si el mal es privación, una «nada» en el seno del ser, el conocimiento verdadero es, en cambio, algo: un diagnóstico verdadero es un diagnóstico que está en correspondencia con la realidad; una doctrina verdadera es de la verdad, incluso si su correlato, aquello de lo que habla, no tiene consistencia. La dificultad radica en esto: es necesario como cosificar el mal para hablar sobre él y otorgarle una consistencia que, precisamente, no tiene; por lo tanto, traicionarlo.
Para la inteligencia humana, en efecto, en su función cognitiva, la verdad no es otra cosa que la correspondencia adecuada entre el juicio realizado y la cosa. Si alguien dice que «esta puerta está cerrada», la proposición expresada por estas palabras es verdadera si, y solo si, la puerta está realmente cerrada. La verdad radica en esta adecuación. Un diagnóstico que describe un «carcinoma metastásico en estadio IV» es verdadero si, y solo si, es así; será un buen diagnóstico en la medida en que es verdadero, lo más completo posible y lo más cercano a la enfermedad objetiva. De ahí el problema: el mal, precisamente, no es una cosa sino una privación de salud. ¿Cómo puede entonces un diagnóstico corresponder a una «no-cosa», a una «no-salud», a un «des-orden»? La respuesta radica ciertamente en el hecho de que el diagnóstico correcto corresponde a la verdadera existencia de esta no-salud. En este sentido, es un buen diagnóstico, que responde a lo que se espera de él.
La trampa radica en la siguiente ilusión, casi insuperable. Para expresar esta falta existente, esta enfermedad real, utilizamos palabras («carcinoma», «metástasis», «estadio IV») que significan conceptos, que corresponden a realidades que están ahí y que son cosas (un desarrollo observable de células). Pero estas células, en sí mismas, no son mal: son realidades que producen un mal debido al desorden que introducen en el organismo. Ahora bien, este desorden no es del ser y no siendo algo, siendo no-ente, escapa inmediatamente a nuestro entendimiento, a nuestros conceptos y a nuestras palabras. La inteligencia, de hecho, capta las cosas solo en la medida en que son entes: primo cadit in intellectu ens («lo primero que cae bajo la concepción del entendimiento es el ente») decía con precisión una fórmula mil veces repetida en la historia. De ahí la propensión a cosificar aquello de lo que hablamos y aquello sobre lo que pensamos. Esta es la raíz de la ilusión. Dado que un médico habla bien de este mal al realizar este diagnóstico, espontáneamente imaginamos que las células de las que habla son mal, que la metástasis o el estadio de desarrollo del carcinoma también lo son. En cuanto identificamos conceptualmente un mal, nos sentimos como obligados a atribuirle una esencia, siendo que no la tiene, a cosificarlo cuando no es una cosa, a presentarlo como ente cuando es una privación.
Lo mismo ocurre con la información periodística. Bien realizado, el reportaje es una cosa, como también una buena emisión. Imaginamos entonces que las imágenes de un atentado son el mal esparcido ante nuestros ojos. Sin embargo, la ilusión nos ha vuelto a atrapar: la muestra de ello está en que si, no teniendo otra salida, la brigada antiterrorista mata a un malhechor, lo vemos bien. Y la multitud exclama: «¡Afortunadamente! Han hecho bien.» Y, sin embargo, se trata también de una muerte, es decir, de una privación de vida, de un mal, incluso si es un mal menor justificado moralmente por la legítima defensa. En ambos casos, en el de la víctima y en el del terrorista, las imágenes o la información transmitida son las mismas. Una vez más, la ilusión lleva a confundir el mal con el conocimiento del mal.
Lo mismo ocurre con este libro sobre el mal. Lo que tiene el lector en sus manos no puede ser un mal: es un producto puesto en el mercado, que se compra, se ve, se toca e incluso se lee. Ha de tener palabras alineadas y conceptos elaborados para que tenga sentido. Necesariamente, ellos atribuyen esencia a aquello de lo que tratan: hablar del mal es cosificarlo para q...
Índice
- Introducción
- 1. Los tres polos del mal
- 2. La objetividad del mal
- 3. La naturaleza del mal
- 4. La diversidad del mal
- 5. La experiencia del mal
- 6. La producción del mal
- Conclusión
- Meditación