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El caso español
Si se admite que la ideología sirve, en general, para enmascarar el interés personal, es natural suponer que los intelectuales, al interpretar la historia o desarrollar nuevas políticas, tenderán a adoptar una postura elitista, menospreciando los movimientos populares y la participación de las masas en la toma de decisiones, y subrayando en cambio la necesidad de supervisión por parte de quienes poseen el conocimiento y la comprensión cabal de lo que, según dicen, es preciso para administrar la sociedad y controlar el cambio social. La idea no es precisamente original. Uno de los elementos fundamentales de la crítica anarquista al marxismo, hace un siglo, era el siguiente pronóstico, formulado por Bakunin:
Según la teoría del señor Marx, el pueblo no solo no debe destruir [el Estado], sino que debe fortalecerlo y ponerlo a la entera disposición de sus benefactores, guardianes y maestros —los líderes del partido comunista, a saber: el señor Marx y sus amigos—, que procederán a liberar [a la humanidad] a su manera. Llevarán las riendas del gobierno con mano dura, porque el pueblo ignorante debe ser tutelado con firmeza; instituirán un único banco estatal que administrará toda la producción comercial, industrial, agrícola e incluso científica, y dividirán luego a las masas en dos ejércitos —uno industrial y otro agrícola— bajo el mando directo de los ingenieros estatales, que constituirán un nuevo estrato privilegiado científico-político.
Uno no puede dejar de sorprenderse ante el paralelismo entre esta predicción y la de Daniel Bell, que augura que en la nueva sociedad posindustrial «las comunidades intelectual y científica no solo acapararán el talento, sino que, a la larga, conformarán la clase que ostente el prestigio y estatus social». Abundando sobre el paralelismo, cabe preguntarse si la crítica de la izquierda al elitismo leninista puede aplicarse, en condiciones muy distintas, a la ideología liberal de la élite intelectual que aspira a ejercer un papel dominante en la administración del estado del bienestar.
En 1918, Rosa Luxemburg pronosticaba que el elitismo bolchevique conduciría a una sociedad en la que solo la burocracia seguiría siendo un elemento activo de la vida social, aunque se trataría entonces de la «burocracia roja» de ese socialismo de Estado, que Bakunin había descrito años antes como «la mentira más vil y despreciable que ha engendrado nuestro siglo». La auténtica revolución social exige «una completa transformación espiritual de las masas, degradadas por el dominio secular de la clase burguesa»; «solo extirpando de raíz sus hábitos de obediencia y servilismo podrá la clase obrera percibir el sentido de una nueva forma de disciplina, la autodisciplina que nace del libre consentimiento». En un escrito de 1904, Luxemburg vaticinaba que las formas de organización concebidas por Lenin «someterían al joven movimiento obrero a una élite intelectual ávida de poder […] hasta convertirlo en un títere manipulado por un Comité Central». En la doctrina elitista bolchevique de 1918 veía un menosprecio a la fuerza creativa, espontánea y autosuficiente de la acción de la masa, que, a su entender, podría resolver por sí sola los mil y un problemas que plantea la reconstrucción de la sociedad y llevar a cabo la transformación espiritual que es la esencia de una auténtica revolución social. A medida que las prácticas bolcheviques se endurecían hasta convertirse en dogma, el temor a la iniciativa popular y la acción espontánea de las masas, sin la dirección y el control de una élite designada a tal efecto, pasó a ser un elemento fundamental de la ideología «comunista».
La hostilidad hacia los movimientos de masas y el cambio social que escapa al control de las élites privilegiadas es también uno de los rasgos sobresalientes de la ideología liberal contemporánea. En términos de política exterior, adopta la forma descrita anteriormente. Como último apunte de la subordinación contrarrevolucionaria, me gustaría referirme a un caso que considero crucial para ilustrar esta tendencia particular de la ideología liberal norteamericana, que puede percibirse incluso en la interpretación de acontecimientos históricos en los que Estados Unidos tuvo una participación más bien marginal, y en obras históricas de grandísimo calibre.
En 1966, el premio bienal de la American Historical Association a la obra más destacada en el ámbito de la historia europea recayó en Gabriel Jackson, por su estudio de España en la década de 1930. Entre los muchos libros que abordan este periodo, el de Jackson se cuenta entre los mejores, y no quiero cuestionar que el premio fuera merecido. La guerra civil española es uno de los acontecimientos cruciales de la historia moderna y también uno de los más profusamente estudiados. En él intervienen las fuerzas e ideas políticas que han gobernado la historia europea desde la Revolución Industrial. Es más, la relación que mantenía España con las grandes potencias era, en muchos sentidos, similar a la que mantienen hoy con ellas los países del llamado tercer mundo. Así pues, en ciertos aspectos los sucesos de la Guerra Civil preludian lo que el futuro podría depararnos, cuando las revoluciones del tercer mundo extirpen de raíz las sociedades tradicionales, amenacen el dominio imperial, exacerben las rivalidades entre las grandes potencias y nos aboquen peligrosamente a una guerra que, de no evitarse, constituirá sin duda la catástrofe definitiva de la historia moderna. Si he decidido analizar este magnífico tratado liberal sobre la guerra civil española es por dos razones: en primer lugar, por el interés intrínseco de los acontecimientos que aborda; en segundo lugar, por lo que dicho análisis pueda revelar sobre esta tendencia elitista soterrada, que considero una de las causas del fenómeno de la subordinación contrarrevolucionaria.
En su estudio de la República española, Jackson no trata de disimular sus propias simpatías hacia la democracia liberal, encarnada en figuras políticas como Azaña, Casares, Quiroga, Martínez Barrio y el resto de los «dirigentes nacionales responsables». Al adoptar esta postura, no hace sino expresar la opinión de la mayoría de eruditos liberales; cabe decir que cualquier liberal norteamericano apoyaría a dirigentes políticos similares de Latinoamérica, Asia o África, si los hubiera. Por lo demás, Jackson apenas trata de ocultar su animadversión hacia las fuerzas españolas de la revolución popular y hacia sus propósitos.
No es mi intención criticar el ensayo de Jackson por la claridad con la que expresa su postura y simpatías políticas. Al contrario, la manifestación clara y explícita de las lealtades políticas del autor aumenta el valor de su obra, en cuanto que interpretación de acontecimientos históricos. Sin embargo, creo que se puede demostrar que la versión de Jackson de la revolución popular que tuvo lugar en España es engañosa y, en parte, injustificada, y que la falta de objetividad que revela es muy significativa, pues es característica de los intelectuales liberales (y comunistas) a la hora de juzgar movimientos revolucionarios espontáneos y apenas organizados, aunque estén basados en los ideales y las necesidades más acuciantes de las masas desposeídas. Entre académicos se suele aceptar como convención que el empleo de términos como los de esta última frase atestiguan la ingenuidad y el sentimentalismo atolondrado de su autor. Esta convención, no obstante, reposa sobre convicciones ideológicas, más que sobre la propia historia o la investigación de lo...